Thomas Harris - Hannibal
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– Comamos algo -propuso Starling, cuando por fin pudieron sentarse-. Paga el tío Sam. ¿Cómo te van las cosas, Barney?
– Tengo un buen trabajo.
– ¿Qué haces?
– Celador. Bueno, auxiliar de enfermería.
– Pensaba que serías ya un enfermero diplomado, o que estarías en la facultad de medicina.
Barney se encogió de hombros y alargó la mano hacia la jarrita de la crema. Alzó la vista y miró a Starling.
– ¿Te están apretando por lo de Evelda?
– Ya veremos. ¿La conocías?
– La vi una vez, cuando trajeron a su marido, Dijon. Estaba muerto, se desangró antes de que pudieran meterlo en la ambulancia. Cuando llegó al hospital no le quedaba una gota de sangre. Ella no quería soltarlo y les pegó a las enfermeras. Tuve que… Ya sabes… Era guapa. Y fuerte. No la trajeron cuando tú…
– No, la declararon muerta oficialmente allí mismo, en la escena del tiroteo.
– Ya me lo imaginé.
– Barney, cuando entregaste al doctor Lecter a los de Tennessee…
– No lo trataron con educación.
– Cuando tú…
– Y ahora están todos muertos.
– Sí. No duraron vivos ni tres días. Tú en cambio fuiste su guardián durante ocho años.
– Sólo seis. Él ya llevaba allí dos cuando yo llegué.
– ¿Cómo lo hacías, Barney? Si no te molesta la pregunta, ¿cómo conseguiste aguantarlo tanto tiempo? No bastaba con tratarlo con educación.
Barney miró su reflejo en la cuchara, primero convexo y luego cóncavo, y pensó durante un instante.
– El doctor Lecter tenía unas maneras exquisitas, nada estiradas, sino naturales y elegantes. Yo estaba estudiando por correspondencia y él me ayudaba. Eso no quita que me hubiera matado en cuestión de segundos a la menor oportunidad. En las personas, una cualidad no anula las otras. Pueden coexistir unas con otras, las buenas con las terribles. Sócrates lo dijo mucho mejor que yo. Si trabajas en máxima seguridad, no puedes permitirte olvidarlo en ningún momento. Si procuras recordarlo, todo irá bien. Puede que el doctor Lecter llegara a lamentar haberme explicado lo de Sócrates -para Barney, libre del lastre de una formación académica, Sócrates había sido una experiencia de primera mano, que había tenido la inmediatez de un encuentro personal-. La seguridad y la conversación eran dos cosas totalmente independientes -prosiguió-. La seguridad no era algo personal, ni siquiera cuando tenía que suprimirle el correo o ponerle las correas.
– ¿Hablabas a menudo con él?
– A veces se pasaba meses sin abrir la boca, y otras veces hablábamos por las noches, cuando los otros dejaban de gritar. De hecho, yo seguía esos cursos por correspondencia y no entendía una mierda; fue él quien me abrió los ojos a todo un mundo de cosas que desconocía: Suetonio, Gibbon, cosas así.
Barney cogió la taza. Tenía un trazo naranja de yodo en un rasguño reciente que le cruzaba el dorso de la mano.
– Cuando se escapó, ¿pensaste alguna vez que iría a por ti?
Barney meneó la cabezota.
– Una vez me dijo que, siempre que fuera «factible», prefería comerse a los maleducados. «Maleducados en sentido amplio», los llamó.
Barney rió, cosa rara en él. Tenía los dientes pequeños como los de un niño, y en su regocijo había algo de perverso, como en la alegría de un bebé cuando embadurna de papilla la cara de un familiar embelesado.
Starling se preguntó si no habría estado encerrado con los majaras más tiempo de la cuenta.
– Y tú, ¿qué? ¿Tuviste miedo cuando se escapó? ¿Pensaste que iría a buscarte? -le preguntó Barney.
– No.
– ¿Por qué?
– Porque me dijo que no lo haría.
Por extraño que parezca, ambos encontraban la respuesta completamente satisfactoria.
Les trajeron los huevos. Los dos estaban hambrientos y comieron sin decir palabra durante unos minutos. Luego, Starling decidió ir al grano.
– Barney, cuando trasladaron a Memphis al doctor Lecter, te pedí que me dieras sus dibujos y tú me los trajiste de la celda. ¿Qué pasó con todo lo demás, libros, papeles…? En el hospital ni siquiera tienen su historial médico.
– Hubo un follón de mil pares de cojones -Barney hizo una pausa para golpear la base del salero contra la palma de la mano-. Ya sabes la que se armó en el hospital. Me despidieron. Despidieron a un montón de gente, y todo se desperdigó por ahí. Cualquiera sabe…
– ¿Perdona? -dijo Starling-. Con todo este jaleo creo que no te he oído bien. Anoche descubrí que el ejemplar del Dictionnaire de cuisine de Alejandro Dumas con anotaciones del doctor Lecter fué vendido en una casa de subastas de Nueva York hace dos años. Lo adquirió un coleccionista particular por dieciséis mil dólares. La declaración jurada de propiedad que presentó el vendedor estaba firmada por un tal Cary Phlox. ¿Conoces a Cary Phlox, Barney? Espero que sí, porque tiene la misma letra que quien redactó tu solicitud de ingreso en el hospital en el que ahora trabajas, sólo que firma «Barney». Ese Cary también hizo tu declaración de la renta. Perdona que no oyera lo que has dicho antes. ¿Puedes repetirlo, por favor? ¿Cuánto te dieron por el libro, Barney?
– Unos diez -respondió él mirándola fijamente.
Starling asintió.
– El recibo dice que fueron diez quinientos. Y por la entrevista con el Tattler cuando Lecter se escapó, ¿cuánto conseguiste?
– Quince de los grandes.
– Vale. Me alegro por ti. Toda la mierda que les contaste era pura invención.
– Sabía que a él no le importaría. Se habría sentido decepcionado si no los hubiera puteado un poco.
– El ataque a aquella enfermera, ¿fue antes de que trabajaras en el hospital?
– Sí.
– Le dislocaron un hombro.
– Eso creo.
– ¿Le hicieron alguna radiografía?
– Es de suponer que sí.
– Quiero esa radiografía.
– Ummmm.
– He descubierto que los autógrafos de Lecter están divididos en dos grupos. Los escritos con tinta, anteriores a su encarcelamiento, y los hechos con lápices de colores o rotulador en el manicomio. Los hechos con lápices son los que más valen, pero supongo que ya lo sabes. Barney, creo que tú tienes todo ese material y piensas sacarlo al mercado de los coleccionistas poco a poco, durante años.
Barney se encogió de hombros, pero no soltó prenda.
– Creo que estás esperando a que el doctor vuelva a estar en el candelero ¿Qué pretendes, Barney?
– Ver todos los Vermeer del mundo antes de morirme.
– ¿Hace falta que te pregunte quién te inició en Vermeer?
– Hablábamos de muchas cosas en plena noche.
– ¿Hablasteis de lo que le hubiera gustado hacer de estar libre?
– No. Al doctor Lecter no le interesan las hipótesis. No cree en los silogismos, ni en las síntesis, ni en ningún absoluto.
– ¿En qué cree?
– En el caos. Tiene la ventaja de que no necesitas tener fe. Es evidente por sí mismo.
Starling prefirió seguirle la corriente por el momento.
– Lo dices como si creyeras en ello -le dijo-, pero tu trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore consistía precisamente en mantener el orden. Eras el celador jefe. Tú y yo estamos en el negocio del orden. De hecho el doctor Lecter nunca escapó a tu vigilancia.
– Eso ya te lo he explicado.
– Porque nunca bajaste la guardia. Aunque, en cierto sentido, fraternizarais…
– No fraternicé con él -la cortó Barney-. El no es hermano de nadie. Hablábamos de temas que nos interesaban a los dos. Por lo menos, me interesaron a mí cuando empecé a descubrirlos.
– ¿Alguna vez se burló de ti porque no sabías algo?
– No. ¿Se burló de ti?
– No -respondió para no herir a Barney, al comprender por primera vez que, si el monstruo la había ridiculizado, debía tomárselo en parte como un cumplido-. Y habría podido burlarse de mí si hubiera querido. ¿Sabes dónde están todas esas cosas, Barney?
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