Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– ¿Dan alguna recompensa al que las encuentre?

Starling dobló su servilleta de papel y la puso bajo el borde del plato.

– La recompensa es que no te acusaré de obstrucción a la justicia. Ya te di una oportunidad cuando pusiste un micrófono en mi escritorio del hospital.

– Aquel micrófono era del difunto doctor Chilton.

– ¿Difunto? ¿Cómo sabes que Chilton es un «difunto»?

– Si no es eso, es que lleva siete años de retraso -dijo Barney-, Y yo no lo esperaría para la hora de la cena. Déjame preguntarte algo: ¿con qué te conformarías, agente especial Starling?

– Quiero ver la radiografía. Necesito la radiografía. Si hay libros de Lecter, quiero echarles un vistazo.

– Supongamos que diéramos con el material. ¿Qué pasaría después?

– Bueno, la verdad es que no estoy segura. El fiscal podría incautarse de todo y considerar los objetos pruebas en la investigación de la huida. Luego criarían moho en su enorme depósito de pruebas. Si examino el material y no descubro nada útil en los libros, y lo hago constar, tú podrías alegar que te los regaló el propio doctor Lecter. Ha permanecido in absentia siete años, de forma que podrías reclamarlos por la vía civil. No tiene parientes conocidos. Y yo recomendaría que cualquier material inocuo te fuera devuelto. Debes saber que mi recomendación estaría al final de la cola. Y es poco probable que te devolvieran la radiografía o el historial médico, puesto que el doctor Lecter no era quién para dártelos.

– ¿Y si te dijera que no tengo ese material?

– A quien lo tuviera le costaría horrores venderlo, porque expediríamos una orden de búsqueda y haríamos saber al mercado que requisaríamos cualquier objeto y perseguiríamos a quien fuera por recepción y posesión. Y yo pediría una orden de registro de tu casa.

– Ahora que has averiguado dónde está mi casa.

– Lo que puedo asegurarte es que si devuelves el material, nadie te reprochará haberlo cogido, sobre todo teniendo en cuenta lo que le habría ocurrido si lo hubieras dejado en su sitio. Ahora, prometerte que te lo devolverán, no, eso no puedo hacerlo. -A modo de puntuación, Starling se puso a rebuscar en su bolso-. Sabes, Barney, tengo la sensación de que no has conseguido un título porque quizá lleves algo arrastrando. No sé, tal vez tengas unos antecedentes rodando por ahí. ¿Lo miramos? Quiero que sepas una cosa; nunca he intentado averiguar si tenías una ficha, ni me he puesto a husmear en tu pasado.

– No, sólo has estado fisgando en mi declaración de la renta y mi solicitud de ingreso en el hospital, nada más. Estoy conmovido.

– Si tienes antecedentes, el fiscal de esta jurisdicción podría hablar en tu favor, y conseguir que se haga tabla rasa de tu historial.

– ¿Has acabado? -dijo Barney rebañando el plato con un trozo de pan-. Vamos a dar una vuelta.

– He visto a Sammie, ¿te acuerdas, el que ocupó la celda de Miggs? Sigue viviendo en ella -dijo Starling una vez en la calle.

– Creía que el hospital estaba condenado.

– Lo está.

– ¿Y está siguiendo algún programa?

– No, simplemente vive allí, a oscuras.

– Creo que deberías avisar. Es diabético crónico, no aguantará mucho. ¿Sabes por qué hizo Lecter que Miggs se tragara su propia lengua?

– Tengo una ligera idea.

– Lo mató por haberte ofendido. Ése fue el motivo inmediato. Pero no te sientas mal, hubiera acabado haciéndolo de todos modos.

Dejaron atrás el edificio de apartamentos donde vivía Barney y llegaron al jardín, donde la paloma seguía dando vueltas alrededor del cadáver de su compañera. Barney procuró espantarla haciendo aspavientos con las manos.

– Vete de una vez -le dijo al pájaro-. Ya has guardado bastante luto. Si sigues dando vueltas, acabará cazándote un gato.

La paloma alzó el vuelo. No pudieron ver dónde se posaba.

Barney recogió el cadáver de la otra. El cuerpo cubierto de suaves plumas se deslizó fácilmente en su bolsillo.

– Sabes, una vez el doctor Lecter habló de ti un poco. Puede que fuera la última vez que hablé con él, o una de las últimas. Me lo ha recordado el pájaro. ¿Te gustaría saber lo que dijo?

– Cómo no -dijo Starling. El desayuno se le revolvió en el estómago, pero no estaba dispuesta a dejarse acobardar.

– Estábamos hablando de los comportamientos hereditarios, que no tienen vuelta de hoja. Puso como ejemplo los experimentos genéticos en un tipo de pichones que giran sobre sí mismos durante el cortejo. Vuelan bien alto y luego giran y giran hacia atrás, mientras se dejan caer hacia el suelo. Los hay que hacen piruetas muy cerradas, y otros que las dan más abiertas. No puedes cruzar dos de los primeros, porque las crias darían vueltas cayendo en picado hasta estrellarse contra el suelo. Lo que dijo el doctor Lecter fue esto: «La agente Starling es uno de esos pichones que giran como locos, Barney. Esperemos que alguno de sus progenitores no lo fuera».

Starling tenía que rumiar aquello.

– ¿Qué harás con el pájaro? -le preguntó.

– Desplumarlo y comérmelo -contestó Barney-. Sube a casa y te daré la radiografía y los libros.

Cuando regresaba cargada con el enorme paquete hacia el hospital y el coche, Starling oyó entre los árboles la patética llamada de la paloma viuda.

CAPÍTULO 13

Gracias a la delicadeza de un loco y a la obsesión de otro, Starling había obtenido por el momento lo que siempre había deseado, un despacho en el famoso pasillo subterráneo de la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Conseguirlo de aquel modo resultaba amargo.

Starling nunca había imaginado que la fueran a destinar a la elitista Unidad de Ciencias del Comportamiento nada más graduarse en la Academia del FBI; pero siempre tuvo la convicción de que acabaría ganándose la plaza. Sin embargo, sabía que debería pasar años en centros operativos antes de conseguirlo.

La agente especial era buena en su trabajo, pero le faltaba mano izquierda para los cabildeos de despacho; hasta pasados unos años no se dio cuenta de que nunca llegaría a Ciencias del Comportamiento, por más que el jefe de la unidad, Jack Crawford, también lo deseara.

El motivo fundamental no se le hizo evidente hasta que, como un astrónomo que localiza un agujero negro, descubrió la existencia de Paul Krendler, ayudante del inspector general, por su influencia en los hombres que lo rodeaban. Aquel hombre nunca le había perdonado que encontrara al asesino en serie Jame Gumb antes que él, y no podía soportar la atención que la prensa había dedicado a la novata.

En cierta ocasión, Krendler la llamó a casa una lluviosa noche de invierno. Starling cogió el teléfono envuelta en un albornoz, calzada con zapatillas de Bugs Bunny y con el pelo envuelto en una toalla. Siempre se acordaría de la fecha, porque era la primera semana de la operación Tormenta del desierto . Starling trabajaba por entonces como agente técnico y acababa de volver de Nueva York, donde había dado el cambiazo a la radio de la limusina de la delegación iraquí en las Naciones Unidas. La nueva era idéntica a la anterior, salvo por el hecho de que las conversaciones mantenidas en el interior del vehículo eran captadas por un satélite del Departamento de Defensa. Había sido una jugada comprometida en el interior de un garaje privado, y Starling todavía tenía los nervios de punta.

Por un segundo, se le ocurrió la loca idea de que Krendler la llamaba para felicitarla por haber hecho un buen trabajo.

Recordaba la lluvia tamborileando en los cristales y la voz de Krendler en el auricular, un tanto farfullante sobre un fondo de ruidos de bar.

Le preguntó si podían verse y añadió que podía llegar en media hora. Krendler estaba casado.

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