Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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No lo esperaba, pero en cierto modo la culpa es mía. El Cazador no se había conformado con el contrato y los honorarios, sino que había querido tener una motivación para el asesinato. Entonces le escribí que Dahlström había mentido, que no había cumplido el encargo de informar únicamente de la realidad que había vivido y visto con sus propios ojos. Y el Cazador tradujo eso a su peculiar manera.

Para mí, el castigo que sufrió Gabriella Dahlström fue una limpieza que hizo posible que siguiera recibiendo informes. Me ofrecían demasiado para prescindir de ellos. Pero estaba siempre en guardia, como he dicho, y en abril de este año volvió a suceder. Recibí un informe claramente inventado sobre una esposa desaparecida misteriosamente, junto con fantasías generales sobre personas que simplemente desaparecen. De nuevo volví a sopesar dejar marchar al embustero, pero esta vez ¡le dediqué poco tiempo!, y de nuevo sentí que emocionalmente me era imposible.

Entonces, cuando había tomado mi decisión, no dudé en dirigirme de nuevo al extraño y morboso Cazador. Comprendí que era menos arriesgado acudir a quien había realizado el primer encargo que buscar a otro.

Me he preguntado una y otra vez si debería denunciarlo, es decir, haceros saber la dirección electrónica del Cazador y su cuenta bancaria en las islas Caimán, pues no conozco su nombre. Es una cuestión peliaguda: por un lado, es un asesino; por otro lado, solo realizó mi encargo y confía en que no lo defraude. Tras mucho cavilar, he llegado a la conclusión de que no tengo derecho a decidir sobre su vida, pues sería como una especie de asesinato que lo condenaran a cadena perpetua. El disco duro con sus datos de correo electrónico se destruirá junto con todo lo demás de mi casa. En cambio, le he persuadido para que no vuelva a matar y le he enviado trescientos mil euros como compensación. No he recibido respuesta, pero sé a través de mis contactos bancarios que ha sacado el dinero y lo ha transferido a otra cuenta en el extranjero. Lo que interpreto como una promesa de acabar con la actividad delictiva, pero tal vez me engañe. Con una persona tan extraña, nunca se sabe.

¿Por qué te escribo a ti, Harald? ¿Qué sentido tiene este informe si no te entrego al que puede seguir matando sino solo a mí mismo, el instigador que nunca más repetirá su acción?

La respuesta comienza en mi afán de saber. Cuando las dos muertes se consumaron y entendí que estaba en marcha una investigación, quise mantenerme à jour , en especial porque los casos parecían haber quedado totalmente al margen de los medios de comunicación. En parte me movió la curiosidad, en parte el temor a ser descubierto, y en parte una sensación vital de participar en algo que sucedía ahí fuera, en la realidad. Necesitaba, pues, un contacto en la comisaría, lo cual llevó su tiempo, pues todas las pesquisas debían ser sumamente discretas. Al final lo logré, pero estate tranquilo, no es ninguno de tus colaboradores, nadie del círculo interno. En cambio, resulta sorprendente cuántos del círculo externo pueden conseguir bastantes cosas a cambio de unos miles de euros, hablo de asistentes policiales, oficinistas, archiveros, bedeles o del personal de la limpieza. Basta con encontrar a la persona adecuada. En fin, una de esas personas de confianza (a quien no pienso descubrir) me consiguió los datos. Sucedió, sin embargo, con bastante retraso y cierta fragmentación, dado que mi contacto debía tener mucho cuidado.

La mayor parte de lo que averigüé de esta manera podía haberlo imaginado por mí mismo, pero sí hubo dos cosas nuevas. La una era que habíais adjudicado indebidamente un asesinato al Cazador. Lo que sucedió en la cabaña de Euraåminne no lo encargué yo, y pregunté sobre ello al Cazador. Niega rotundamente haber tenido nada que ver con ello: «Soy un profesional, no mato por gusto; de hecho, me enfadó que alguien me hubiera imitado». Al menos en esto puedo ayudarte en tu trabajo, pues no colisiona con ninguna de mis lealtades. No tengo nada que ver con la muerte número dos.

Lo otro de lo que me enteré, aunque tarde, en mayo de este año, a través de mi informador en la comisaría, era que Gabriella Dahlström estaba embarazada. Para mí fue un choque, actuó lentamente, pero una semana después fue radical. Tuve alucinaciones tanto en sueños como despierto: un feto indefenso que es estrangulado y se ahoga en un cuerpo que ya no le proporciona oxígeno, un niño que agita sin remedio sus delgados brazos. Los brazos y las piernas se relajan, todo el cuerpo se colapsa, se paraliza. Un mundo que se acaba antes de haber podido desarrollarse. A veces, el niño de mis sueños abría de improviso sus párpados muy cerrados y me miraba con sus ojitos brillantes.

Es mi responsabilidad, mi inalienable responsabilidad. Dejé que mataran a un niño que no había hecho ningún daño, una personita que era inocente de cuanto ocurre en el mundo. ¿Cuál es el castigo que merezco?

Según la ética intencional, la cuestión es difícil: ¿debería yo haber supuesto que una mujer de la edad de Gabriella Dahlström podía estar embarazada? ¿Mi negligencia al respecto es tan grave que equivale a una mala intención? Dudo en la respuesta, pero desde el punto de vista de la ética de consecuencias el tema no implica ninguna duda: he causado la muerte de una persona inocente, y la única condena posible es mi muerte. Creo que mi padre también habría decidido que eso era lo que prescribía el código de honor de la nobleza, no escrito pero inexorable.

Y no es suficiente, pues lo que yo le hice al niño es peor de lo que Dahlström y Gudmundsson me hicieron a mí con sus mentiras. Mi muerte, por tanto, ha de ser peor, más dolorosa que su rápido ahogo. He comenzado a ejecutar este castigo dejando de tomar regularmente mis calmantes para que la espalda me torture sin pausa. A continuación, mi muerte también será tremendamente dolorosa. Es lo justo.

He llegado a todo esto tras dos meses de autoexamen. Ha sido doloroso pero también extrañamente liberador. Tengo una conciencia; incluso alguien como yo, que vive fuera de la sociedad y que tiene todos los motivos para sentir amargura hacia la vida, ¡posee una conciencia vital!

¿De dónde sale? No lo sé. No puedo decir que oiga la voz de Dios, pero quizá actúa en mi interior a través de mi angustia. Quizá su conciencia esté en el interior de la persona. E incluso si la conciencia solo surge de la psique del ser humano, nos queda el consuelo de que Ivan Karamazov estaba equivocado: aun si vivimos en la eternidad sin Dios, no todo está permitido. No está permitido matar a un niño.

Esta es pues mi angustia y mi confesión. Tú, Harald, has tenido la amabilidad de conocerla, pero no tienes por qué preocuparte del castigo. Cuando este envío te llegue, ya se habrá cumplido. En cualquier caso, te pido que pienses en una cosa: en el perdón. No sé si existe un Dios que pueda ofrecerlo, pero yo necesito tenerlo de alguna persona: de ti. Necesito ser perdonado.

Sé que tal vez tú también necesites eso mismo. No puedo ver en el interior de tu corazón, pero quizá haya en él una gran deuda, quizá alguien inocente está en la cárcel por tu acusación, quizá algún caso no se ha resuelto correctamente. Pero una cosa sé seguro: que el trato inhumano que dispensaste a Erik Lindell le llevó al borde de la psicosis o incluso más allá. Supe por mi informador que en la comisaría todos hablaban de que se subía por las paredes de la celda y que cuando por fin quedó libre parecía completamente acabado. Yo puedo perdonarte por Erik Lindell y quiero que me perdones por el bebé de Gabriella Dahlström. Piensa en lo que le sucedió a un niño de seis años en Västmanland, ¡nunca debió haber sucedido!

Y ahora, Harald, tengo que despedirme. He dejado todo lo necesario en orden y estoy preparado.

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