De ahí surgió también el problema. En mi anuncio pone que los informes deberán ser aprobados antes de su retribución y que en ciertos casos se pedirán informes suplementarios, lo que conllevaría nuevas remuneraciones. Esto solo pretende ser un incentivo para que se realice un trabajo cuidadoso. Independientemente de la calidad, casi nunca me he negado a retribuir un informe que tenga la extensión adecuada y que refleje un esfuerzo honrado. Solo en alguna ocasión excepcional he solicitado un nuevo informe. Para la mayoría de los redactores, el formato de entre quince y veinte páginas escritas a mano parece suficiente para cuanto quieren contar espontáneamente sobre su vida; pocas veces siento que deberían añadir algo más ni que ofrecen, a lo sumo, la mitad de su corazón.
Sin embargo, a finales de agosto de 2005 ocurrió lo contrario. Un joven estudiante de química de Åbo había escrito un informe y había recibido sus honorarios, pero unas semanas después solicitó una repetición. Decliné su oferta, pues no creía que tuviera mucho más que ofrecer. Volvió a insistir, volví a decirle que no, pero insistió de nuevo, claramente desesperado y necesitado de dinero: «Dígame qué quiere y yo se lo escribo, mi vida puede ser más interesante de lo que piensa».
¡Aquello me dio que pensar! Quizá muchos de los redactores habían razonado de esa forma, aunque solo se pusiera de manifiesto bajo presión en casos particulares. Aunque solo se les pedía que dijeran la verdad con sus propias palabras, quizá ellos habían pensado que sus vidas debían parecer interesantes para poder tener derecho a la retribución. Mi mundo se tambaleó. ¿Acaso mi recién encontrado contacto con la vida era tan poco creíble y semiinventado como el que nos ofrecen los medios de comunicación? ¿Me habían colado una serie de estafas que habían socavado los cimientos de mi existencia?
Dediqué semanas a leer los informes de nuevo, de día y de noche. Los antiguos, esos que habían percibido los emolumentos más bajos, me parecieron sinceros incluso ahora que los observaba con escepticismo. Sin embargo, encontré bastante de lo que dudar en los informes que debían proceder de Forshälla y que se habían remunerado con una cantidad más alta. Al parecer, en ellos la avaricia había entrado en el juego.
¡No creas que no tengo experiencia en la avaricia! A veces juego por diversión a la bolsa en la red y me alegra ganar cincuenta mil y me disgusta perderlos, aunque me sea totalmente indiferente que mi capital alcance los diecinueve, diecinueve y medio o veinte millones de euros. Puedo imaginar esa sensación multiplicada, como un fuerte impulso, en alguien que realmente necesite el dinero. Una sensación que estaba claro que había hecho aflorar en ciertos casos.
Identifiqué cuatro informes especialmente sospechosos y acabé absolviendo a tres y condenando a uno que tenía detalles claramente inventados. Solo hacía algunas semanas que me había llegado, pero yo había estado tan ciego, tan fascinado por la realidad, ¡que no me había dado cuenta! En ese caso me había dejado engañar, en otros dudaba, y de ahora en adelante tendría que estar siempre alerta. Mi proyecto se había malogrado: no completamente como una atractiva visión de la vida cotidiana de la gente, pero sí como una evidente e incesante sensación de la Realidad.
Hubo que volver a cerrar las cortinas. Caí en una nueva depresión. Pero mientras estaba allí tumbado, hundido, con la oscuridad como un peso muerto sobre mí, noté que un nuevo elemento se entreveraba en la constitución de mi alma. Al principio apenas era perceptible, tan solo un presentimiento que difícilmente podía diferenciarse de toda la negrura. Luego se hizo patente el rojo, el color de la ira. La protesta. La revuelta. La furia surgió en mí como un fuego.
Al principio sufrí una ardiente decepción, habían sido injustos conmigo, como tan apropiadamente se dice. Luego la ira fue una espita: algo que hacer, algo que planear. Las cortinas se abrieron.
Me obligué a deliberar fríamente, como en un tribunal en el que interpretaba todos los papeles. Imaginé que estaba delante de mí, en la habitación. A la izquierda, el fiscal; a la derecha, el abogado defensor. Defendían con vehemencia sus causas, ahora uno, luego el otro; se paseaban y gesticulaban, cada uno en su mitad de la habitación. En medio, justo frente a mí, regía también yo mismo como juez. Me inclinaba hacia delante y escuchaba; me recostaba y pensaba.
El juicio se desarrolló durante tres días y tres noches. La ética de intenciones decía que la redactora culpable de un delito premeditado había cometido una estafa que sabía que podía tener amplias consecuencias. La ganancia era relativamente pequeña pero muy ambicionada, y la pérdida razonablemente prevista para el contrario era inconmensurablemente grande: con sus fantasías podía sabotear el estudio sociológico en el que se suponía que colaboraba. Así pues, el delito no era pequeño ni siquiera desde su punto de vista.
De acuerdo con la ética de consecuencias, la cuestión era todavía más grave. El delito había devastado mi imagen del mundo, había socavado mi tranquilidad y mi confianza en los demás informes, y con ello había agravado mi aislamiento de la realidad. Desde esa perspectiva, el delito era especialmente grave, y poco ayudaba el que fuera dirigido hacia una persona indefensa y desvalida. Se podía comparar con el abuso sexual de un niño o con la grave omisión de ayuda a quien se encuentra en peligro. Una larga pena de cárcel sería la condena merecida.
Consideré la idea de construir una cárcel privada y hacer que secuestraran a la delincuente, como en la película coreana Oldboy. Pero era demasiado complicado y arriesgado. Una alternativa podría ser contratar a alguien que ejecutara un castigo corporal, maltrato o mutilación. Desde una perspectiva puramente intelectual, era la alternativa más razonable. Pero cuando estaba tumbado durante esas largas noches, y percibía los colores en mi oscuridad, la roja ira era tremendamente patente. Ardía en mi interior de tal modo que solo veía una manera de enfriarla. ¡Emocionalmente lo necesitaba sin condiciones! Una completa satisfacción mediante condena a muerte de la parte culpable.
No escogí esa solución a la ligera. Dudé durante mucho tiempo. Pensé en Dios, en la divinidad y en su ausencia. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Ivan Karamazov en la novela de Dostoievski, y en cierto modo tenía razón. Sin un fundamento metafísico, la moral es solo un hábito irreflexivo y un miedo al castigo. Para mí está claro, aunque otros, que viven más rodeados que yo de las reglas de la sociedad y las redes sociales, quizá protesten ante esta reflexión.
Pero ¿y si Dios existe? Entonces ya me ha castigado. Mi vida, por llamarla así, mi constante dolor y mi permanente invalidez, la muerte viva que recayó sobre un niño de seis años, siete años, ocho años… año tras año, ¡qué es eso si no un castigo! ¿Por qué? Quizá en previsión de lo que yo pretendía hacer ahora. Dios lo ve todo en todo momento en un solo instante. E incluso si no existe, se necesita cierto equilibrio moral en el universo. Para este tormento permanente, esta sobrada razón. Para esta condena, este delito.
Quizá lo entiendas mejor cuando hayas leído el falaz informe adjunto, en el que la redactora quiere darse notoriedad inventándose una historia sobre una avería inminente en una central nuclear. Esa persona era mis ojos y mi cuerpo móvil. Encarnaba la realidad, y cuando mintió en su informe, ¡toda mi ávida conciencia receptiva y toda mi vida resultaron ser una farsa! Era un veneno que había tomado voluntariamente y del que solo podía deshacerme mediante un antídoto radical.
La decisión fue lo difícil; la realización, relativamente sencilla. Como dije anteriormente, no hay casi nada que no pueda alcanzarse si se tienen los medios apropiados y se utilizan con generosidad. Ni siquiera necesité hacer «un contrato» en la red. Hay en ella ofertas encubiertas sobre distintos tipos de delito, desde la brutal recaudación de deudas y el robo de objetos específicos, hasta lo que entre otras formulaciones se llama «soluciones serias a problemas serios». Estas ofertas se escriben en un lenguaje codificado que recuerda el de los anuncios de contactos eróticos («mimosa»). Hay también otras similitudes: «Preferiblemente en el sudoeste de Finlandia», ponía en la oferta que finalmente escogí. Contraté pues a un asesino profesional, al que llamáis «el Cazador». Me cobró bien el trabajo: cien mil euros cada vez, el doble de lo que yo había pensado. «Porque lo valgo», escribió (supongo que es un hombre). Y, de hecho, lo valía. En octubre del año pasado realizó un encargo rápido sin que vosotros me asociarais a ello y sin, gracias a Dios, equivocarse de persona (esto último es lo que yo más temía: no tenía ninguna foto para enviársela). Fue tan concienzudo que incluso me envió pequeños informes, que adjunto, sobre cómo pensaba y cómo se acercaba a la víctima, como si de otro modo yo no hubiera creído que había realizado el encargo. En el primer caso me envió también el monedero de Gabriella Dahlström y, bueno, ya te lo imaginas: ¡sus ojos, en un estado casi irreconocible de descomposición, flotando en una solución coloreada por la sangre! ¿Los envió como prueba de que se había efectuado el encargo? ¿O como una cabellera, un trofeo, un signo de victoria?
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