Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Harald

Acontecimientos a comienzos de noviembre de 2005

Era pues Lindell. Le interrogamos y se descubría más y más, hasta que al final confesó, aunque a su manera embrollada. Por otra parte, yo estaba confundido, no era el ansioso psicópata que me había imaginado. La mirada, la postura, la sonrisa burlona, la pillería, no había nada de eso. Solo una carcasa externa de corrección militar que pronto empezó a agrietarse. Lindell era justo ese tipo de persona que no puede vivir con lo que ha hecho y recibe la posibilidad de confesar como un regalo. Una parte de él luchaba en contra: naturalmente, ¿quién quiere cumplir cadena perpetua en la cárcel? Al final, la necesidad de purgar la culpa fue, con todo, mayor; algo se rompió en su interior y la verdad salió a la luz. Un día, uno de los guardianes de la cárcel encontró una nota pulcramente escrita sobre su mesa: «Soy culpable de la muerte de Gabriella. Otra vez no pude evitarlo. Erik Lindell». Y dormía como un tronco tras haber estado intranquilo durante varias noches. Al final el mal había dejado de dolerle y se había quedado en la mesa. Entonces encontró la paz.

En cuanto a eso, yo tenía razón: era un asesino en serie que atacaba «otra vez». La primera víctima había sido la chica de Bosnia, pero no sabía si los militares o la ONU reabrirían el caso. Quizá no fuera necesario, dado que Lindell sería condenado a cadena perpetua por la muerte de Gabriella Dahlström. En opinión del médico de la cárcel, tenía problemas psíquicos, pero no tantos como para que no pudiera ser juzgado y condenado. «No pude evitarlo» apuntaba a una presión interna irresistible, pero no creo que se le considerara demente. No estaba tan enajenado, los datos que nos envió el psiquiatra militar lo confirmaban: depresión tras vivencias difíciles en Bosnia, pero no psicosis.

Estuve en la celda de Lindell e intenté preguntarle con cuidado sobre los ojos y la ropa. Hubiera sido una buena cosa encontrarlos en su casa. Estaba tranquilo, decaído pero normal, y evitó las preguntas aunque no tenía nada que ganar haciéndolo. Conocía esa actitud. Incluso los que han confesado todo lo importante suelen guardarse algún detalle, como su secreto particular. Todo lo bochornoso se muestra a los ojos de todo el mundo, anímicamente están completamente desnudos, pero quieren conservar un retal pequeñito con el que resguardarse. Todo el mundo necesita su rincón privado.

Lindell era solo mi sexto o séptimo asesino en serie en veinticinco años, y los otros habían sido completos psicópatas. Lo sabía con seguridad porque me quedé en el trabajo una noche y hojeé todas mis carpetas. Quería tener una visión general.

¿Qué tenía, pues, que mirar? Los noventa y ocho casos, primero solo en Forshälla, luego en todo el oeste de Finlandia, cuando era conocido como experto en resolver asesinatos.

Noventa y uno resueltos. Seis, siete de ellos los resolví a gusto y con orgullo. Detuve a asesinos egoístas y sin escrúpulos y los contemplé -dos de ellos eran mujeres- alegrándose del mal ajeno cuando tuvieron que entregarse. Entonces sentí verdaderamente que había realizado algo de provecho, que mi vida tenía sentido. En el mundo había un equilibrio moral y yo había ayudado a mantenerlo; sí, yo era casi un instrumento de fuerzas superiores que no podía consentir que una persona así estuviera libre.

Luego hubo algunos sujetos difíciles de comprender (uno de ellos era una mujer) a los que quizá habría que considerar realmente malvados. Pero los demás…

Pueden dividirse en dos grupos. El primero comprende las casualidades desafortunadas y los malentendidos idiotas. Dos hombres, borrachos y agresivos, coinciden por casualidad, de madrugada, en la cola de un puesto de salchichas. Uno de ellos cree reconocer en el otro a un antiguo enemigo, el otro lo niega, le acusa de nuevo, lo vuelve a negar, le llama mentiroso, se sulfura y cogiendo al desconocido por las orejas le golpea la cabeza contra el canto metálico del mostrador hasta que muere. O un marido ingeniero que sospecha que su mujer le es infiel, la sigue y ve que pasa algunas horas en un edificio de pisos donde sabe que vive uno de los compañeros de trabajo de su mujer. Esa misma noche, tras una larga discusión que mantiene despiertos a los vecinos, la estrangula en la cocina familiar. La investigación demostró que la mujer hacía compañía a una anciana paralítica como parte de un programa de ayuda. No se lo había contado al marido, quizá porque quería tener una parte de su estresada vida solo para sí misma, quizá para que él no la acusara de dejar a la familia en un segundo plano por una extraña. Durante la pelea, ella seguramente intentó explicarlo, pero no la creyó. El que la mujer paralítica viviera en el mismo edificio que el compañero de trabajo era pura casualidad.

Y decenas de casos similares. Lo peor ha sido encontrarse después con estas personas. Ciudadanos honrados normales completamente destruidos por lo que han hecho. Ayer todo era como de costumbre, hoy están encerrados en un infierno incomprensible que han forjado con sus propias manos. Sus miradas, sus movimientos en el cuarto: a menudo no pueden quedarse sentados quietos, no paran de moverse, arañan las paredes, se golpean la cabeza contra ellas, todo el tiempo hay que vigilarlos para que no se suiciden, pero a veces lo consiguen.

Hijos. La mayoría de ellos han tenido hijos.

El otro grupo, más o menos igual de grande, está formado por los que están gravemente trastornados. Muchos son del todo imprevisibles y acaban en el psiquiátrico; a otros pueden condenarlos a la cárcel, pero están enfermos, sufren manía persecutoria u otras formas de trastornos de la personalidad.

El coleccionista de sellos que pensaba que todos querían su colección, que lo matarían, cogerían sus llaves y robarían la colección de su casa. En Euraforsen se sintió acosado y tiró a un hombre al río, un joven vietnamita que se golpeó contra el filo de una roca, perdió el conocimiento y se ahogó. El asesino sostuvo hasta el final que fue una medida imprescindible para proteger los sellos.

O la chica a la que acosaban duramente en la escuela y que al final no pudo más y durante una fiesta, en los baños, rajó el estómago a su mayor torturadora. Luego salió de allí riendo y fue hacia donde estaban los demás con la sangre cubriéndole los brazos y la cara. Solo así pudo sentirse persona de nuevo, salvar cierta autoestima e identidad.

En el trabajo con estos dos grupos, que conforman el mayor número de los casos, no he sentido orgullo alguno. Una parte de mí quería dejar libre al asesino, me sentía como una especie de basurero social, alguien que tiene que realizar el trabajo sucio pero necesario. Los interrogatorios se convierten en sesiones de terapia en las que soy una persona de apoyo que tiene que observar al otro en su desesperación pero sin preparación académica ni la posibilidad de distanciarme. Siento su dolor con ellos cuando se suben por las paredes o cuando se aíslan en sí mismos. Se ve en lo meramente físico, cómo hunden la cabeza, el pecho, los hombros, como cuando se desinfla una muñeca hinchable. La voz se hace cada vez más débil, llega desde muy lejos.

Lindell era de los que están enfermos pero no son realmente irresponsables. Me quedé con él mucho tiempo, le hablé de los ojos y me preguntaba si podría explicar por qué se los sacó. Pero él se limitaba a quedarse allí sentado, meciéndose al borde de la cama, diciendo: «¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo ha podido suceder algo así?». Es como si hubiera estado sonámbulo y ahora hubiera despertado. Asombrado y horrorizado por lo que ha hecho. Puede que Sonja tuviera razón sobre sus episodios de blackout. Quizá ni siquiera recordara los sucesos, ni el de aquí ni el de Bosnia.

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