Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Pero en su interior había algo que sí lo hacía. El otro, el imprevisible, el asesino al que guiaba alguna especie de reto sexual, el de manos duras y cara sonriente que luego se echaba atrás. Era él a quien había que encerrar y mantener alejado de la población. El Lindell que nosotros veíamos era la carcasa del asesino, un espectador asombrado que debía de sufrir por lo que surgía de su interior o por aquello en lo que se transformaba en algunos momentos breves, de vez en cuando.

¿Cómo llegan algunas personas a eso, a ser tan víctimas como sus propias víctimas? No lo entiendo. Soy solo el que recoge la basura y no sabe qué contienen los sacos. O el que en un tren lleno se ve obligado a quedarse en el vagón mientras otro viajero le cuenta la desoladora historia de su vida. No tienen a nadie más. Me miran, me imploran como si yo fuera Dios. Pero yo no puedo cambiar nada.

A veces me los encuentro por casualidad. Están de permiso de las cárceles de Kakola o Riihimäki, o tras diez o quince años han salido. Algunos me evitan, otros me miran fijamente, dolidos, como si yo tuviera la culpa, pero los hay que se me acercan y me hablan como a un viejo amigo. Y me cuentan que ya son libres, que se encuentran mejor, que han comenzado una nueva vida. Me preguntan cómo estoy yo. Y después de lo que han hecho, no sé cómo tomármelo. Ahora, cuando ya son normales y no están conmocionados, no siento ninguna compasión, me niego a ser un viejo «conocido», como uno dijo en su jerga de prisión. Quizá hayan «cumplido su condena», pero por su culpa otra persona sigue bajo tierra, un cadáver comido por los gusanos, mientras ellos siguen vivos. Y no es justo.

Realmente es en ellos en los que yo debería pensar. En los muertos. La mujer estrangulada en la cocina, el hombre ahogado en Euraforsen. Pero de ellos es de los que menos sé. Lo que descubro de ellos son siempre miradas al pasado, reconstrucciones fragmentarias. No tengo tiempo de pensar qué tipo de personas fueron realmente. El tiempo se escapa, los valiosos primeros días que siguen al crimen deben emplearse al máximo. Para mí, la víctima del asesinato se convierte en un conjunto de posibles pistas, no es una persona cuya vida única ha sido cercenada brutalmente.

Gabriella Dahlström. Gabriella Evelina Dahlström. Con ella se fue todo un mundo y nadie pudo realmente sentir el golpe. Nadie más pudo vivir ese mundo. O el mundo rápidamente apagado del feto asesinado. Eso era lo horrible, no los asesinos, por muy patéticos que fueran. Ellos pueden seguir viviendo, aunque sea en la cárcel, pueden escuchar sus pensamientos, ver a sus allegados.

Cuando echaba la vista atrás, hacia esos delitos… nada había de lo que me arrepintiera, ni siquiera de mis siete casos sin resolver, porque hicimos cuanto estuvo en nuestras manos. Pero… me arrepentía de que todo esto hubiera sucedido. Si yo realmente fuera Dios, me arrepentiría de que hubiera podido suceder.

De esa época, quizá unas noches después, tengo escrito un sueño en el que atravieso un campo nevado. A cada paso se levanta la nieve movida por un viento helado. Voy poco abrigado y corro hacia una ciudad que se oculta tras el horizonte. Empieza a oscurecer, pero siento que me dará tiempo a protegerme del frío.

Al frente, hacia la derecha, un arroyo medio cubierto de hielo atraviesa el campo, y en la otra orilla veo a una niña sentada jugando con las ramas y los palos. Es una chiquilla con un vestido rojo claro que le deja los brazos al aire, ¡con este frío! No se ve a ningún adulto, pero dudo: ¿su seguridad o la mía?

Finalmente corro hacia el arroyo y le grito que se vaya a casa. Ella mira hacia arriba pero sigue jugando. Tengo que hacer algo, pero el arroyo es demasiado ancho para saltarlo y el hielo es demasiado fino para caminar sobre él. Corro en la dirección de la corriente y al final veo un paso más estrecho por donde cruzar. Cuando llego a donde está la niña, sigue sentada y cantando mientras juega. Se niega a irse, a pesar de mis intentos, y me pide que juegue con ella. Acepto para ver si consigo convencerla más tarde; no puedo llevarme por la fuerza a una niña desconocida.

Me indica que me tumbe de espaldas y empieza a rodearme de palos clavados en la nieve. Hábilmente, coloca otros palos y ramas sobre ellos, y capa a capa va creciendo un edificio que se estrecha en un techado. Es una cabaña, tan cálida que ya no siento frío. La niña entra en ella por una pequeña abertura y se tumba a mi lado.

Oscurece, pero no importa, aquí estamos seguros.

Acontecimientos de diciembre de 2005 a febrero de 2006

Tras la confesión de Lindell, no me quedaba gran cosa que hacer. El asesinato estaba resuelto. Lo sentí como un alivio inusualmente grande, habíamos imaginado al Cazador como un asesino en serie salvaje y depredador. Pero también me sentía cansado y vacío. Dormía mucho pero superficialmente, me despertaba sin fuerzas tras diez horas de estar inconsciente. Quizá fuera un período natural de recuperación, pero no lo sentía así. Solo aburrido. Se había apagado una fuerza en mi interior y no sabía si volvería a encenderse.

Desanimado, me ocupaba de los asuntos rutinarios. Una pelea tumultuosa en un bar. Vagas sospechas sobre un burdel en Grönhagen. Una extraña carta anónima, sellada por nuestros distintos departamentos, sobre malformaciones que alguien había observado en gatos y crías de zorro nacidos en las cercanías de la central de Olkiluoto.

En casa, paseaba, cuidaba la decoración, limpiaba el polvo y repasaba montones de papeles viejos. Casi todo lo que tocaba me hablaba de Inger. La mayoría lo había comprado o cosido y bordado ella misma cuando no tenía exámenes de la escuela que corregir. Las fundas de los cojines, los cuadritos de la pared, la bandeja con las conchas que coleccionábamos en verano en Yyteri y que luego pegaba haciendo un dibujo. Su taza de café roja que ya no usaba nadie, en el armario.

El lado vacío de la cama. Al principio retiraba la colcha de toda la cama, como de costumbre, pero me resultaba muy doloroso ver la sábana lisa, sin usar, y el vacío almohadón blanco. Era como ver una cabeza que yacía inmóvil en un ataúd abierto para que los allegados dieran su último adiós, en los países donde así se hace. Ahora, sin embargo, solo retiraba la colcha de mi lado, de forma que en el suyo había dos capas de colcha, con el revés marrón oscuro hacia arriba. Tampoco es que fuera agradable. Era como lanzar el último puñado de tierra sobre un ataúd.

No era un pensamiento sano. Estaba de mal humor después de la muerte de Inger, aunque hasta ahora no había comprendido en qué medida. Confundido. Debería haber hablado de ello con alguien.

Acontecimientos del 28 de febrero de 2006

¡Y entonces llegó el día en que todo se puso patas arriba! La fiscalía, que ya había decidido que habría acusación -con completa responsabilidad, como yo había imaginado-, olía a azufre y los colegas murmuraban en el comedor, o al menos eso me parecía. Era caótico.

Tras la confesión tanto verbal como por escrito de Erik Lindell, Sonja y yo pensamos que era inútil dedicar más tiempo al caso, por lo que algunos controles rutinarios no se realizaron. Pero como los fiscales pidieron su historial médico, se demostró que había recibido tratamiento para la espalda. Tuvieron que controlar todas las citas de Lindell y se demostró que, de hecho, fue a rehabilitación para la espalda varias veces al mes.

Hasta ahí todo conforme. Pero el fisioterapeuta tenía un dato extra: justo el sábado 15 de octubre, Lindell había recibido una sesión extra. No aparecía en el calendario habitual del terapeuta porque se había realizado en fin de semana, el único tiempo que tenía libre esa semana. Había colocado a Lindell en una máquina que estiraba la espalda para reducir la presión en las vértebras. Lindell había llegado tras el almuerzo, lo habían colocado en la máquina y había permanecido allí toda la noche. Era una clínica privada con poco personal tras las horas de oficina, pero durante la tarde y la noche lo controlaron a intervalos regulares, y por la mañana seguía allí. Según el terapeuta, «pondría la mano en el fuego» a que Lindell no habría podido salir del aparato y volver a meterse en él sin ayuda. Al parecer es un procedimiento complicado, con cuerdas y una correa de cuero difícil de manejar.

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