Michael Crichton - Next
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– ¿No tienes verduras frescas?
El chico se echó a reír.
– Qué gracioso, pareces británico. ¿Cómo te llamas?
– Gerard. ¿Ni una naranja? ¿No tienes una naranja? -Empezó a dar saltitos por el poste de la valla, impaciente-. Quiero una naranja.
– ¿Cómo es que hablas tan bien?
– Lo mismo podría preguntarte.
– ¿Sabes qué? Voy a llevarte a mi padre -decidió el chico, y alargó la mano-. Estás amaestrado, ¿verdad?
– ¡Que me aspen!
Gerard saltó a la mano, el chico se lo puso en el hombro y dio media vuelta hacia la construcción de madera.
– Seguro que sacaremos bastante dinero por ti.
Gerard soltó un graznido y voló hasta el tejado de una de las edificaciones.
– ¡Eh, vuelve aquí!
– ¡Jared, vuelve a tus tareas! -le advirtió una voz desde el interior de la casa.
Gerard vio que el chico se volvía de mala gana hacia el patio de tierra, por donde fue esparciendo el grano del cubo a puñados. Unos cuantos pájaros amarillos cloquearon y se acercaron dando brincos cuando les arrojaron la comida. Parecían increíblemente estúpidos.
Gerard se lo pensó unos segundos, pero enseguida decidió que comería lo que le dieran. Bajó volando, soltó un potente graznido para espantar a los pájaros estúpidos y se dispuso a picotear la comida. Sabía a rayos, pero tenía que llevarse algo al gaznate. En ese momento, el chico se lanzó a por él adelantando los brazos. Gerard se alzó en el aire, le propinó un contundente picotazo en la nariz -el chico gritó- y se posó no muy lejos para reanudar su tarea. Los pájaros amarillos lo rodearon.
– ¡Atrás! ¡Atrás todos!
Las aves amarillas apenas le prestaron atención. Gerard imitó una sirena. El chico intentó atraparlo de nuevo y falló por muy poco. Obviamente, no tenía muchas luces.
– ¡Turbulencias! ¡Turbulencias! ¡Seis mil metros, turbulencias! Voy a empujar la palanca de mando… -Y a continuación se oyó una enorme y terrible explosión.
Los pollos huyeron despavoridos, así pudo disfrutar de un momento de paz para comer un poco.
El chico volvió a la carga, esta vez con una red con la que intentó atraparlo. Demasiada excitación para Gerard, que sentía el estómago revuelto por culpa de esa asquerosa comida, así que se alzó rápidamente en el aire al tiempo que se aliviaba y alcanzaba al chico justo en la cabeza. Se elevó hacia el cielo azul para seguir su camino.
Veinte minutos después llegó a la costa ya más tranquilo y la bordeó. De ese modo le resultó más fácil porque encontró ráfagas de aire ascendente, una bendición para sus extenuadas alas. No podía remontar, pero de todos modos ayudaba. Experimentó una modesta sensación de paz.
Al menos hasta que un enorme y silencioso pájaro blanco -desmesurado, gigantesco- pasó volando junto a él como una exhalación creando una turbulencia en la que Gerard empezó a dar vueltas y acabó perdiendo la estabilidad. Cuando se recuperó, el majestuoso pájaro se había alejado de él con sus enormes y extensas alas. Tenía un solo ojo, que brillaba al sol, en medio de la cabeza y las alas no se movían nunca, permanecían estiradas y rectas.
Gerard sintió un gran alivio al averiguar que solo se trataba de un pájaro y no de una bandada. Siguió observándolo mientras este descendía en lentos círculos hacia el suelo, momento en que Gerard se fijó en el bello y exuberante oasis que se alzaba en medio de la desértica costa. ¡Un oasis! Lo habían construido sobre un yacimiento de enormes rocas alisadas por la erosión, alrededor de las que se alzaban palmeras y exuberantes jardines, y bellos edificios se adivinaban entre el verde follaje. Gerard estaba seguro de que allí debía de haber comida. Le resultó tan irresistible que descendió en espiral.
Era una especie de sueño. Gente hermosa con albornoces blancos que caminaban en silencio entre los jardines de flores y arbustos a la fresca sombra de las palmeras con todo tipo de pájaros revoloteando por doquier. Ni rastro de comida, pero estaba seguro de que la había.
Entonces la olió: ¡naranja! ¡Naranja cortada!
Instantes después había localizado a otro pájaro, de un rojo y azul brillantes, posado sobre una percha, con un montón de naranjas dispuestas en una bandeja que tenía debajo. Naranjas, un aguacate y varias hojas de lechuga. Con cautela, Gerard aterrizó a su lado.
– / want you to want me -dijo.
– Hola -contestó el pájaro rojo y azul.
– / need you to need me.
– Hola.
– Qué casa tan bonita que tienes. Me llamo Gerard.
– Aaah, ¿qué hay de nuevo, viejo?
– ¿Te importa si cojo una naranja?
– Hola, aaah, ¿qué hay de nuevo, viejo? -repitió el pájaro.
– Digo que si te importa que me coma una naranja.
– Hola.
Gerard perdió la paciencia y se abalanzó sobre la fruta, pero el pájaro azul y rojo le lanzó un contundente picotazo. Gerard lo esquivó y salió volando con la naranja en el pico. Una vez posado en la rama de un árbol y tras mirar atrás, descubrió que el otro pájaro estaba encadenado a la percha. Gerard se comió la naranja con toda tranquilidad y luego volvió a por más. Primero descendió sobre la percha por detrás, luego por un lado. Aparecía de manera inesperada, esquivando en todo momento a ese pájaro que solo parecía saber decir: «¡Hola!».
Al cabo de media hora sintió que había satisfecho su apetito.
Mientras tanto, observaba a la gente de los albornoces blancos que iban arriba y abajo hablando de NyQuil y JellO.
– ¡JellO, el suculento postre para toda la familia, ahora con más calciO!
Dos personas levantaron la vista. Alguien rió. Y continuaron su paseo. Ese lugar era un remanso de paz donde el agua borbotaba en pequeños arroyos junto al camino. Gerard estaba seguro de que se quedaría allí por mucho, mucho tiempo.
C085.
– Perfecto, preparados para la acción -dijo Vasco.
Dos niños salían de casa de los Kendall. Uno era moreno, llevaba una gorra y tenía las piernas ligeramente arqueadas. El otro era rubio y también llevaba una gorra, unos pantalones caqui y una camiseta.
– Se parece a Jamie -observó Vasco, metiendo la primera.
Avanzaron despacio.
– No sé, no parece el mismo -dudó Dolly.
– Es por la gorra. Pregúntale.
Dolly bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
– Jamie, guapo.
El niño se volvió.
– ¿Sí? -contestó.
Dolly se apeó del vehículo de un salto.
Henry Kendall estaba trabajando con el ordenador, activando el TrackTech, cuando oyó el chillido procedente de la calle y supo al instante que se trataba de Dave. Se levantó como si tuviera un resorte y salió corriendo. Lynn lo siguió de inmediato desde la cocina, pero Henry se fijó en que Alex se quedaba allí sentada, abrazando a su hijo Jamie, aterrorizada.
Dave no sabía cómo interpretar lo que estaba viendo. Jamie se había detenido a hablar con la mujer del coche grande y blanco, quien a continuación se había apeado de un salto y lo había cogido en volandas. Dave sentía una predisposición natural a no atacar a las hembras, así que se limitó a observar mientras la mujer cogía a Jamie en vilo, se lo llevaba a la parte de atrás del coche blanco y abría las puertas traseras. Dave vio a un hombre en el interior, vestido con bata blanca y rodeado de muchos aparatos relucientes que lo aterraron.
Jamie también debía de estar asustado porque de repente se puso a chillar, momento en que la mujer cerró las puertas traseras de golpe.
Antes de que el coche arrancara, Dave lanzó un grito, subió de un salto a la parte de atrás y se aferró a los tiradores de las puertas. El coche blanco aceleró y continuó la marcha a toda velocidad. Dave aguantó, intentando no perder el equilibrio. En cuanto estuvo seguro de que no iba a caerse, se dio impulso y miró por las ventanillas traseras, a través de las que vio al hombre de la bata y a la mujer sujetando a Jamie contra una camilla mientras intentaban atarlo. Jamie estaba gritando.
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