Corredor de lanchas motoras pierde el culo
Con el impulso de popa.
WIRED NEWS SERVICE. El acaudalado neozelandés Peter Bethune intentará batir un récord mundial en lancha motora impulsada por grasa de su propio trasero. Su trimarán ecológico de 24 metros de eslora, Earthroce, está impulsado únicamente por combustible biológico compuesto de aceite vegetal y otras grasas. De hecho, el trasero de Bethune solo hará una pequeña contribución al viaje alrededor del mundo ya que sus nalgas apenas aportaron un litro de combustible. Sin embargo, Bethune apuntó que seguía amoratado y aseguró que se trataba de un «sacrificio personal» para producir combustible.
Artista cocina y prueba su propia grasa corporal, Protesta contra el «despilfarro» de la sociedad occidental.
REUTERS. Al artista conceptual de Nueva York Ricardo Vega le practicaron una liposucción, tras la que cocinó su grasa y se la comió. Según Vega, su propósito consistía en llamar la atención sobre el despilfarro al que está abonada la sociedad occidental. También apartó varias porciones de su grasa para ponerlas a la venta, apuntando que esto permitiría a la gente probar la carne humana y experimentar el canibalismo. Vega no le puso precio a su grasa, pero un marchante de arte calculó que su valor sería considerablemente menor a la de Berlusconi. «Berlusconi es presidente de un país -comentó-, mientras que Vega es un desconocido. Además, ya se había hecho antes: el artista Marcos Evaristta había cocinado albóndigas con su grasa.»
Marcos Evaristta es un artista nacido en Chile, afincado en Dinamarca. No han podido confirmarse los rumores acerca de que Christie's de Nueva York pretende sacar a subasta sus albóndigas de grasa corporal ya que los representantes no atienden las llamadas.
La ambulancia se dirigió hacia el sur por la autopista a toda velocidad. Dolly iba al volante y hablaba con Vasco a través de sus nuevos auriculares Bluetooth. Vasco estaba enojado, pero Dolly no podía hacer nada al respecto. Él sólito había tomado el rumbo equivocado por segunda vez.
– Escucha, acabo de recibir los registros telefónicos de los últimos cinco años -lo informó Dolly-. Alex llama a unos tal Kendall, Henry y Lynn, que viven en esta zona. Él es bioquímico, pero no sabemos a qué se dedica ella. Sin embargo, Lynn y Alex son de la misma edad. Creemos que crecieron juntas.
– ¿Dónde viven esos Kendall? -preguntó Vasco.
– En La Jolla, está al norte de…
– Ya sé dónde está, cojones -la interrumpió Vasco.
– ¿Dónde te encuentras ahora? -preguntó Dolly.
– De vuelta de Elsinore. Estoy a una hora de La Jolla y esta puta carretera está llena de curvas. Maldita sea, sé que ha dormido por aquí cerca.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé y punto. Me lo dice mi olfato.
– Vale, bien, probablemente ahora esté de camino a La Jolla. Puede que incluso ya esté allí.
– ¿Dónde estás tú?
– A veinte minutos de la casa de los Kendall. ¿Quieres que los detenga?
– ¿Cómo está el matasanos? -preguntó Vasco.
– Sobrio.
– ¿Seguro?
– Lo bastante para hacer de médico -contestó Dolly-. Bebe café de un termo.
– ¿Le has echado un ojo a ese termo?
– Sí, por supuesto. Entonces… ¿los detenemos o te esperamos?
– Si ves a la chica, a Alex, ni te acerques, pero si ves al crío, échale el guante.
– Lo que tú digas.
– Bob -dijo Alex, con el teléfono pegado a la oreja.
Oyó un gruñido al otro lado de la línea.
– ¿Qué hora es?
– Son las siete, Bob.
– Por Dios. -Alex oyó un ruido sordo producido por una cabeza desplomándose en la almohada-. Más te vale que sea importante, Alex.
– ¿Has estado en una cata de vinos?
Robert A. Koch, distinguido director de una firma de abogados, dedicaba mucho tiempo al mundo del vino. Guardaba su colección bajo llave repartida por toda la ciudad. Compraba en las subastas de Christie's y viajaba a Napa, a Australia, a Francia… No obstante, por lo que Alex sabía, no era más que una excusa para emborracharse con regularidad.
– Estoy esperando, Alex. Será mejor que valga la pena.
– Muy bien, llevo las últimas veinticuatro horas huyendo de un cazarrecompensas. Me persigue un tipo enorme, un armario con piernas, para clavarnos una aguja de biopsia y extraernos células a mi hijo y a mí.
– Muy gracioso. Estoy esperando.
– Lo digo en serio, Bob. Nos persigue un cazarrecompensas.
– ¿Así por las buenas?
– No. Creo que guarda relación con BioGen.
– He oído decir que BioGen tiene problemas -recordó Bob-. ¿Y están intentando extraeros células? No creo que puedan hacerlo.
– Un «no creo» no es lo que quiero oír.
– Ya sabes que la ley no es clara al respecto.
– Escúchame, tengo aquí conmigo a mi hijo de ocho años. Intentan meterlo en la parte de atrás de una ambulancia y clavarle una aguja en el hígado, así que tampoco quiero oír que la ley «no es clara». Lo que quiero oír es un: «Los detendremos».
– Claro, lo intentaremos -le aseguró-. ¿Tiene que ver con el caso de tu padre?
– Sí.
– ¿Lo has llamado?
– No contesta.
– ¿Has llamado a la policía?
– Han conseguido una orden de detención en Oxnard y la vista es hoy. Necesito que alguien de confianza vaya allí y se presente por mí.
– Enviaré a Dennis.
– He dicho alguien de confianza.
– Dennis es de confianza.
– Dennis es de confianza si tiene un mes, pero la vista es hoy, Bob.
– Bueno, ¿y qué quieres que haga?
– Quiero que vayas tú.
– Por Dios. ¿A Oxnard? Está en la quinta porra… Y todavía no he tomado ni un trago…
– Llevo una escopeta recortada en el asiento de atrás, Bob. Me importa un pimiento si crees que queda muy lejos.
– Vale, vale, cálmate. Tengo que arreglar unos asuntillos.
– ¿Irás?
– Sí, iré. ¿Te importaría ponerme al corriente?
– Está todo en el expediente Burnet. Supongo que lo habrán presentado como un caso de extracción, o bien alegan su derecho a expropiar o simplemente apropiación indebida.
– ¿La extracción de tus propias células?
– Se fundamentan en que son suyas.
– ¿Cómo pueden ser suyas tus células? Son dueños de las de tu padre. Ah, vale, ahora lo entiendo: son las mismas células. Pero eso son gilipolleces, Alex.
– Díselo al juez.
– No pueden violar la integridad de tu cuerpo o el cuerpo de tu hijo solo porque…
– Resérvate para el juez -lo interrumpió-. Te llamaré luego para saber cómo va.
Cerró el teléfono móvil.
Miró a Jamie, que seguía durmiendo como un angelito.
Si Koch se acercaba a Oxnard a última hora de la mañana, podría conseguir una vista urgente para la tarde. Lo llamaría sobre las cuatro, aunque ese tiempo se le antojaba eterno.
Puso rumbo a La Jolla.
Henry Kendall pensó que era lo último que necesitaban: ¡visitas! Observó con consternación cómo Lynn abrazaba a Alex Burnet y se agachaba para hacer otro tanto con el hijo de Alex, Jamie. Alex y Jamie acababan de presentarse por las buenas, sin avisar. Las mujeres charlaban animadamente, gesticulaban y parecían felices de estar juntas cuando entraron en la cocina para buscar algo que ofrecerle al Jamie de Alex. Mientras tanto, el otro Jamie y Dave estaban jugando al «Drive or Die!» con la PlayStation. El ruido de metal aplastado y neumáticos chirriantes llenaba la habitación.
Henry Kendall estaba superado por las circunstancias, así que entró en el dormitorio para organizar sus pensamientos. Acababa de regresar de la comisaría, donde habían repasado la grabación del día anterior de la cámara de seguridad instalada en el patio del colegio. La calidad de la imagen no era buena pero, dadas las circunstancias, daba las gracias porque la visión de ese crío, Billy, pateando y pegando a su hijo le había resultado tan sobrecogedora que apenas había sido capaz de mantener los ojos en la pantalla. Había tenido que apartar la mirada varias veces. Esos chicos, esa panda de skaters, tendrían que estar todos entre rejas. Con un poco de suerte, los expulsarían del colegio.
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