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Michael Crichton: Esfera

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Michael Crichton Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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Michael Crichton Esfera Título original Sphere Traducción Daniel R - фото 1

Michael Crichton

Esfera

Título original: Sphere

Traducción: Daniel R. Yagolkowski

© 1987, Michael Crichton © de la traducción, Daniel R. Yagolkowski

Para Lynn Nesbit

Cuando el científico ve cosas, de ningún modo está tomando en cuenta lo increíble.

Louis I. Kahn

No se puede embaucar a la Naturaleza.

Richard Feynman

Durante la preparación de este original recibí la ayuda y el aliento de Caroline Conley, Kurt Villadsen, Lisa Plonsker, Valery Pine, Anne-Marie Martin, John Deubert, Lynn Nesbit y Bob Gottlieb. Estoy agradecido a todos ellos.

LA SUPERFICIE

AL OESTE DE TONGA

Durante mucho tiempo el horizonte había sido una monótona y lisa línea azul que separaba al océano Pacífico del cielo. El helicóptero de la Armada avanzaba con suma rapidez, volando bajo, cerca de las olas. A pesar del ruido y de la molesta vibración de las palas, Norman Johnson se quedó dormido. Se hallaba cansado, pues durante más de catorce horas había estado viajando en diversas aeronaves militares, y no era ésa la clase de actividad que acostumbraba hacer un licenciado en psicología, de cincuenta y tres años.

No tenía idea de cuánto tiempo había dormido. Cuando despertó vio que el horizonte seguía siendo plano; hacia adelante aparecían semicírculos blancos de atolones coralinos. A través del intercomunicador, preguntó:

– ¿Qué es esto?

– Las islas de Ninihina y Tafahi -repuso el piloto-. En teoría forman parte de Tonga, pero están deshabitadas. ¿Ha dormido bien?

– No del todo mal.

Norman observó las islas a medida que pasaban con rapidez: una curva de arena blanca, unas cuantas palmeras, y luego todo desaparecía. La planicie del océano, una vez más.

– ¿De dónde lo trajeron a usted? -preguntó el piloto.

– De San Diego -dijo Norman-. Salí ayer.

– ¿De modo que llegó vía Honolulú-Guam-Pago?

– Así es.

– Un largo viaje -comentó el piloto-. ¿Qué clase de trabajo hace usted, señor?

– Soy psicólogo -respondió Norman.

– Un «exprimesesos», ¿eh? -bromeó el piloto con una amplia sonrisa-. ¿Por qué no? Han convocado prácticamente a todos.

– ¿Qué quiere decir?

– Durante los dos últimos días hemos estado trasladando gente desde Guam: físicos, biólogos, matemáticos, lo que a usted se le ocurra. A todos los llevamos en avión hasta dejarlos en medio de ninguna parte, en el océano Pacífico.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Norman.

El piloto lo miró de soslayo; detrás de sus gafas oscuras, sus ojos eran inescrutables.

– No nos dicen nada, señor. ¿Y qué le dijeron a usted?

– Me explicaron que se había estrellado un avión -dijo Norman.

– Ajá. ¿Suelen llamarlo cuando se estrella un avión?

– Me llaman, sí.

Hacía ya una década que Norman Johnson integraba uno de los equipos de la FAA [ [1] ] que acudían al sitio donde había caído un avión. Dichos equipos estaban constituidos por expertos a quienes se avisaba enseguida para que investigaran los desastres de aeronaves civiles. La primera vez que lo llamaron fue cuando ocurrió el accidente de United Airlines, en San Diego, en 1976; después, le hicieron ir a Chicago, en 1978, y a Dallas, en 1982. En todos los casos el proceso era el mismo: la precipitada llamada telefónica, la frenética preparación del equipaje y la ausencia durante una semana o más. Esta vez su esposa, Ellen, se sintió muy fastidiada porque le habían hecho salir el primero de julio, lo que significaba que se perdería el asado que preparaban para el día cuatro. También estaba el hecho de que Tim regresaba tras haber terminado el segundo año de la facultad, en Chicago, y continuaría luego su viaje para hacerse cargo de un empleo de verano que había conseguido en Cascadas. Y Amy, que tenía dieciséis años, acababa de volver de Andover. Amy y Ellen no se llevaban muy bien, si Norman no se encontraba allí para actuar como mediador. (El Volvo estaba haciendo ruidos otra vez.) Y era posible que Norman se perdiera el cumpleaños de su madre, la semana siguiente.

– ¿Qué accidente de avión es éste? -había preguntado Ellen-. No oí que hubiera habido accidente alguno.

Mientras Norman hacía la maleta, ella encendió la radio: en ningún momento dieron noticias sobre un accidente de aviación.

Cuando el automóvil se detuvo frente a su casa, Norman había quedado sorprendido al ver que era un sedán de la Armada y que el conductor llevaba uniforme.

– Nunca habían enviado un automóvil de la Armada -observó Ellen, mientras descendía, detrás de Norman, los escalones que llevaban a la puerta principal de la casa-. ¿Se trata de un accidente militar?

– No lo sé -respondió él.

– ¿Cuándo estarás de regreso?

La besó y le dijo:

– Te llamaré. Lo prometo.

Pero no la había llamado; porque, a pesar de que todos se mostraban muy amables, lo habían mantenido lejos de los teléfonos.

Primero, en el Campo Hickham, en Honolulú; después, en el Apostadero de la Aviación Naval, en Guam, donde llegó a las dos y pasó media hora en una habitación que olía a gasolina de avión, con la vista clavada, como un estúpido, en un número del American Journal of Psychology que había llevado consigo antes de iniciar el vuelo. Llegó a Pago-Pago cuando empezaba a amanecer, y le hicieron entrar apresuradamente en el gran helicóptero Sea Knight que, de inmediato, despegó de la fría pista y enfiló hacia el oeste, sobre palmeras y tejados rojizos en dirección al Pacífico.

Norman había volado en el helicóptero durante dos horas, durmiendo parte del tiempo. Ahora, Ellen, Tim y Amy y el cumpleaños de su madre parecían estar muy lejos.

– ¿Dónde nos hallamos con exactitud?

– Entre Samoa y Fidji, en el Pacífico Sur -respondió el piloto.

– ¿Puede mostrarme el mapa?

– Sabe que no debo hacerlo, señor. De todos modos, el mapa no mostraría mucho, pues en este preciso momento nos encontramos a más de trescientos veinte kilómetros de cualquier parte, señor.

Norman observó con fijeza el horizonte, que todavía era azul, monótono y liso. «No me resulta difícil creerlo», pensó. Bostezó.

– ¿No se aburre mirando eso?

– A decir verdad, no, señor -contestó el piloto-. Estoy contentísimo de verlo así, plano; por lo menos tenemos buen tiempo. Y no va a durar. Se está formando un ciclón en las islas Almirantazgo, y dentro de unos días girará hacia estos lugares.

– ¿Qué ocurre en ese caso?

– Todo el mundo sale como alma que lleva el diablo. Las condiciones meteorológicas pueden ser muy duras en esta parte del mundo, señor. Soy de Florida y, cuando era niño, presencié algunos huracanes, pero seguramente usted nunca vio algo como un ciclón en el Pacífico, señor.

Norman asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto nos falta aún?

– Llegaremos de un momento a otro, señor.

Después de dos horas de monotonía, divisar aquel grupo de barcos les pareció de un interés excepcional. Había más de una docena de naves de diversos tipos dispuestas, más o menos, en círculos concéntricos. En el perímetro exterior, Norman contó ocho destructores grises de la Armada; más cerca del centro, había buques grandes, que tenían cascos dobles muy amplios, y parecían diques de carena flotantes; después, barcos cerrados, difíciles de clasificar, provistos de cubiertas llanas para helicópteros. Y en el centro, en medio de todo lo gris, dos barcos blancos, cada uno con una plataforma plana y una claraboya.

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