Michael Crichton - Latitudes Piratas

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Jamaica, en el año 1665, es una pequeña colonia británica rodeada de territorios españoles y franceses. El Caribe es el gran escenario de las batallas y las luchas entre estos colonizadores. Entre ellos, los corsarios atacan, roban, raptan y matan para hacerse con los tesoros ajenos. Por lo tanto, cuando el gobernador inglés de la isla se entera de la proximidad de un galeón español cargado de riquezas, encarga al corsario Charles Hunter y a sus bucaneros que asalten el barco. Será una difícil y temeraria aventura, pues el comandante de El Trinidad es el sanguinario comandante Cazalla, el favorito del rey español Felipe IV. Esta novela es una espléndida recreación de la vida de la época en Port Royal, aquella ciudad peligrosa, capital de Jamaica, poblada de burdeles, tabernas y de hombres sin ley. En una demostración de su gran talento, Michael Crichton narra la acción trepidante en tierra y mar: raptos y traiciones, huracanes y sorprendentes abordajes.

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Michael Crichton Latitudes Piratas Traducción de Esther Roig Título original - фото 1

Michael Crichton

Latitudes Piratas

Traducción de Esther Roig

Título original: Pírate Latitudes

PRIMERA PARTE . Port Royal

1

Sir James Almont, nombrado gobernador de Jamaica por Su Majestad Carlos II de Inglaterra, solía ser un hombre madrugador. Ello se debía en parte a su condición de viudo ya mayor, en parte a los dolores de gota que trastornaban su sueño, y en parte a haber tenido que adaptarse al clima de la colonia de Jamaica que, en cuanto salía el sol, se volvía calurosa y húmeda.

La mañana del 7 de septiembre de 1665, sir James siguió su rutina habitual: se levantó de la cama en sus aposentos privados del tercer piso de la mansión del gobernador y se asomó a la ventana para ver qué tiempo se anunciaba para la jornada. La mansión del gobernador era una imponente construcción de ladrillo con el tejado de tejas rojas. También era el único edificio de tres pisos de Port Royal, y el panorama que ofrecía de la ciudad era excelente. El gobernador miró hacia abajo y vio cómo los faroleros hacían la ronda por las calles, apagando las farolas que habían encendido la noche anterior. En Ridge Street, la patrulla matinal de soldados de la guarnición estaba recogiendo a los borrachos y los cadáveres caídos en el barro. Justo debajo de su ventana, la primera de la planta, pasaban ruidosamente los carros de los aguadores tirados por caballos, cargados de barriles de agua potable del río Cobra, situado a varios kilómetros de distancia. Aparte de esto, Port Royal disfrutaba del silencio que reinaba brevemente entre el desvanecimiento estupefacto del último de los vagabundos borrachos y el comienzo del barullo del comercio matinal en la zona de los muelles.

Apartó la mirada de las calles estrechas y desordenadas de la ciudad, la dirigió hacia el puerto y contempló el bosque ondulante de mástiles, los cientos de navios de todos los tamaños anclados o remolcados hasta el interior del puerto. En el mar, a lo lejos, vio una goleta mercante inglesa anclada más allá del arrecife de Rackham. Sin duda, el barco había llegado durante la noche, y el capitán había decidido prudentemente esperar a la luz del día para entrar en el puerto de Port Royal. Mientras lo observaba, a la luz de la aurora, se izaron las gavias del barco y dos botes salieron de la costa cerca de Fort Charles para guiar el mercante hasta el puerto.

El gobernador Almont, conocido en el lugar como «James la Décima», debido a su costumbre de desviar una décima parte del botín de las expediciones corsarias a sus cofres privados, se apartó de la ventana y cojeando por culpa de su dolorida pierna izquierda cruzó la habitación para asearse. Inmediatamente se olvidó del navio mercante, porque aquella mañana sir James tenía la desagradable obligación de asistir a una ejecución en la horca.

La semana anterior, unos soldados habían capturado a un fuera de la ley francés llamado LeClerc, acusado de realizar una expedición pirata contra el asentamiento de Ocho Ríos, en la costa norte de la isla.

Gracias al testimonio de algunos supervivientes del ataque, LeClerc había sido condenado a morir públicamente en la horca en High Street. El gobernador Almont no sentía ningún interés por aquel francés ni por su suerte, pero debía asistir a la ejecución como representante de la autoridad. Le esperaba una mañana tediosa y formal.

Richards, el criado del gobernador, entró en la habitación.

– Buenos días, excelencia. Su Burdeos.

Ofreció la copa de vino al gobernador, quien inmediatamente se lo bebió de un trago. Richards preparó lo necesario para el aseo matinal: una jofaina de agua de rosas, otra llena de bayas de mirto aplastadas y otra más pequeña con polvo dentífrico y un paño para sacar brillo a los dientes. El gobernador Almont comenzó su aseo acompañado del siseo del fuelle perfumado que Richards utilizaba cada mañana para renovar el aire de la estancia.

– Un día caluroso para una ejecución pública -comentó Richards.

Sir James gruñó a modo de asentimiento.

Se untó los cabellos cada día más escasos con la pasta de bayas de mirto. El gobernador Almont tenía cincuenta y un años, aunque ya hacía una década que se estaba quedando calvo. No era un hombre particularmente presumido, y de todos modos, normalmente llevaba sombrero, así que la calvicie no era algo tan terrible como pudiera parecer. Sin embargo, utilizaba preparados para combatir la pérdida del cabello. Desde hacía años usaba bayas de mirto, un remedio tradicional prescrito por Plinio. También se aplicaba una pasta de aceite de oliva, ceniza y lombrices trituradas para evitar la aparición de canas. Pero el olor de esa mezcla era tan nauseabundo que la usaba con menos frecuencia de la que consideraba aconsejable.

El gobernador Almont se enjuagó el pelo con agua de rosas, se lo secó con una toalla y examinó su aspecto en el espejo.

Uno de los privilegios de ser la máxima autoridad de la colonia de Jamaica era que poseía el mejor espejo de la isla. Medía casi treinta centímetros por cada lado y era de excelente calidad, sin irregularidades ni manchas. Había llegado de Londres hacía un año, a petición de un comerciante de la ciudad, y Almont lo había confiscado con un pretexto cualquiera.

No era ajeno a este tipo de comportamientos; incluso le parecía que con ello aumentaba el respeto de la comunidad hacia él. Tal como le había advertido en Londres sir William Lytton, el anterior gobernador, Jamaica «no era una región que adoleciera de un exceso de moral». En años posteriores, sir James recordaría a menudo tan acertadas palabras, ya que sir James no poseía el don de la elocuencia; era de una franqueza excesiva y tenía un temperamento marcadamente colérico, algo que él atribuía a la gota.

Mientras observaba su imagen en el espejo, se dio cuenta de que debía pasar a ver a Enders, el barbero, para que le recortara la barba. Sir James no era un hombre guapo, así que llevaba una barba poblada para compensar un rostro demasiado «afilado».

Farfulló algo a su reflejo y pasó a ocuparse de los dientes. Introdujo un dedo húmedo en la pasta de cabeza de conejo en polvo, cáscara de granada y flores de melocotón y se frotó los dientes vigorosamente, canturreando.

En la ventana, Richards contemplaba la llegada del barco.

– Dicen que ese mercante es el Godspeed, señor. -¿Ah, sí?

Sir James se enjuagó la boca con un poco de agua de rosas, escupió, y se secó los dientes con el elegante paño de Holanda, de seda roja y con el borde de encaje. Tenía cuatro paños del mismo tipo, otro privilegio, por pequeño que fuera, de su posición en la colonia. Sin embargo, uno de ellos lo había estropeado una criada descuidada lavándolo a la manera tradicional, golpeándolo sobre las piedras, con lo que rasgó su delicado tejido. El servicio era un problema en la isla. Sir William también se lo había comentado.

Richards era una excepción, un criado al que había que cuidar; escocés, pero limpio, fiel y razonablemente de fiar. También se podía contar con él para estar al corriente de los cotilleos y de todo lo que sucedía en la ciudad, pues de otro modo jamás llegarían a oídos del gobernador.

– El Godspeed, ¿dices?

– Sí, excelencia -afirmó Richards, colocando sobre la cama el vestuario de sir James para ese día.

– ¿Mi nuevo secretario está a bordo?

Según los despachos del mes anterior, en el Godspeed llegaría su nuevo secretario, un tal Robert Hacklett. Sir James nunca había oído hablar de él, y estaba deseando conocerlo. Llevaba ocho meses sin secretario, desde que Lewis había muerto de disentería.

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