– Sabe de sobras que es un mentiroso de tomo y lomo -dijo.
– ¿Quién? -preguntó el guardia.
– Mi ex marido. Actúa como si el coche fuera suyo, pero no lo es; me está acosando. Conseguí una orden judicial para pararle los pies y una sentencia a mi favor contra el guardia de seguridad de un WalMart.
– ¿Qué me dice?
– No se haga el tonto -lo increpó-. Sé que lo ha llamado. Se hace pasar por abogado, por avalista de fianzas o por agente judicial diciendo que lo único que quiere es confirmar si mi coche está en el aparcamiento. Suele alegar que se trata de un tema legal pendiente.
– Bueno, sí…
– Miente y lo hace a usted responsable. ¿Le dijo que yo era abogada?
– No, solo me…
– Bien, pues lo soy, y usted es cómplice de haber infringido la orden judicial, por lo que pueden imputársele daños y perjuicios: violación de la intimidad y acoso. -Sacó una libreta del bolso-. Su nombre es… -Entrecerró los ojos para descifrar el nombre que aparecía en la placa de identificación y empezó a escribir.
– Señora, yo no quiero problemas…
– Entonces déme esa hoja de papel en la que ha escrito mi matrícula y déjeme en paz. Será mejor que le diga a mi marido cuando vuelva a llamar que deje de molestarme o nos veremos en los tribunales y, se lo prometo, tendrá suerte si lo único que usted pierde es su trabajo.
El hombre asintió y le tendió el papel con manos temblorosas. Alex subió al coche y se alejó de allí.
Mientras salía del aparcamiento iba pensando que tal vez funcionaría. O tal vez no. Sin embargo, lo que más le sorprendía era la celeridad con que ese cazarrecompensas la había localizado.
Estaba convencida de que el tipo había estado siguiendo su coche un par de horas antes de darse cuenta de que lo había intercambiado con su ayudante. Él y los suyos conocían el nombre de su colega y tenían acceso a la información de tráfico, así que a esas horas ya sabrían qué coche conducía en realidad.
Además, había utilizado la tarjeta de crédito, de modo que el cazarrecompensas no debía de haber tardado más que unos minutos en localizarla y establecer su posición en un motel de San Juan Capistrano. Sabiendo que necesitaría provisiones, seguramente el tipo había llamado a todas las tiendas en un radio de ocho kilómetros del motel y les habría contado cualquier cuento a los de seguridad para que estuvieran atentos por si aparecía un Toyota blanco con matrícula tal y cual.
Y encima el guarda del aparcamiento había dado con ella.
En menos que canta un gallo.
A menos que fuera muy desencaminada, el cazarrecompensas se dirigía a Capistrano en esos momentos. Si venía en coche, se presentaría allí en unas tres horas, pero si disponía de un helicóptero, podría aparecer en cualquier momento.
En ese mismo instante.
– Mamá, ¿podré ver la tele cuando lleguemos al motel?
– Claro, cariño.
Aunque, por descontado, no iban a volver al motel.
Aparcó a la vuelta de la esquina, desde donde veía la recepción y al joven del mostrador, que estaba hablando por teléfono y mirando a su alrededor al mismo tiempo.
Encendió el móvil y llamó al motel.
El joven apretó el botón de llamada en espera y atendió la suya.
– Best Western.
– Sí, soy la señora Colson, me he registrado hace un rato.
– Sí, señora Colson.
Parecía nervioso. Miraba a todas partes, agitado.
– Me ha dado la habitación 204.
– Sí…
– Creo que hay alguien en mi habitación.
– Señora Colson, no sé…
– Quiero que venga a abrir la puerta o ¿tengo que llamar a la policía?
– No, estoy seguro de que… Voy enseguida.
– Gracias.
El joven recuperó la llamada anterior, dijo algo a toda prisa y abandonó la recepción para echar a correr hacia las habitaciones de la parte de atrás.
Alex bajó del coche y, sin perder tiempo, cruzó la calle, entró en la recepción, dio la vuelta al mostrador, cogió el arma y salió de allí. Se trataba de una Remington recortada de calibre 12. No era la que ella habría elegido, pero por el momento le serviría. Ya compraría los cartuchos más adelante.
Volvió a subir al coche.
– ¿Para qué es la pistola? -preguntó Jamie.
– Por si acaso -contestó su madre.
Puso el motor en marcha y se dirigió hacia Camino Real. Por el retrovisor, vio que el joven regresaba a la recepción, desconcertado.
– Quiero ver la tele -protestó Jamie.
– Esta noche no -dijo su madre-. Esta noche vamos a vivir una aventura.
– ¿Qué tipo de aventura?
– Ya lo verás.
Se dirigió hacia el este, lejos de las luces, hacia la oscuridad de las montañas.
Stan Milgram estaba perdido en la inmensa oscuridad. La carretera que se prolongaba delante de él era una franja de luz, pero a los lados no se veían señales de vida, solo un paisaje desértico negro como boca de lobo que se extendía hacia el infinito. Al norte solo distinguía la cadena de montañas, una débil línea negra sobre fondo negro, pero nada más: ni luces, ni ciudades, ni casas, ni nada.
Llevaba así una hora.
¿Dónde cono estaba?
El pájaro soltó desde el asiento de atrás un estridente chillido que le perforó los oídos. Stan dio un bote y pensó que el mejor compañero de viaje para atravesar el país no era un maldito pajarraco precisamente. Hacía una hora que le había echado un trapo por encima para tapar la jaula, pero había dejado de tener efecto. En todo el camino desde St. Louis, pasando por Missouri, hasta Gallup, en Nuevo México, el pájaro no había callado ni un solo momento. Stan se había registrado en un motel de Gallup y sobre la medianoche el animal había empezado a desgañitarse y a lanzar unos chillidos ensordecedores.
No le había quedado más remedio que volver a hacer las maletas y pagar -mientras el resto de los huéspedes del motel no dejaban de gritarle- y ponerse de nuevo detrás del volante. El pájaro se calló en cuanto encendió el motor. Ya de día, había aparcado unas horas en el arcén para dormir. No obstante, al detenerse en Flagstaff, Arizona, para descansar el animal había empezado a chillar incluso antes de darle tiempo a registrarse en el motel.
Había seguido conduciendo. Winona, Kingman, Barstow, hacia San Bernardino -o San Berdoo, como lo llamaba su tía- con un único pensamiento en la cabeza: que el viaje pronto llegaría a su fin. «Por favor, Señor, que acabe antes de que me cargue al pájaro.»
Pero Stan estaba agotado y había acabado desorientado después de conducir más de tres mil kilómetros. O bien se había pasado el desvío hacia San Berdoo o… O ya no sabía qué.
Se había perdido.
Además, el pájaro no paraba de chillar.
– Your heart sweats, your body shakes, another kiss is what it takes…
Stan frenó en seco, abrió la puerta de atrás y retiró el trapo de la jaula.
– Gerard, ¿por qué me haces esto? -preguntó, suplicante.
– Yon can't sleep, you can't eat…
– Gerard, basta. ¿Por qué?
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
– Estoy muy lejos de casa. -El pájaro parpadeó y miró la oscuridad que lo rodeaba-. ¿Qué nuevo infierno será este?
– Estamos en el desierto.
– Me estoy congelando.
– Por la noche hace frío en el desierto.
– ¿Por qué estamos aquí?
– Te llevo a tu nuevo hogar. -Stan miró fijamente al pájaro-. Si dejo la jaula destapada, ¿te estarás calladito?
– Sí.
– ¿No dirás ni una palabra?
– No.
– ¿Lo prometes?
– Sí.
– De acuerdo. Necesito silencio para saber dónde estamos.
– I don't knowwhy, after all tbe changes…
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