Al final de la manzana, Billy se volvió y vio a Dave cerniéndose sobre él. Levantó el arma con ambas manos temblorosas y disparó una vez y luego otra. Dave no se detuvo. La gente se asomaba a las ventanas a lo largo de la calle. En los cristales se reflejaba el brillo azulado de los televisores del interior.
Billy dio media vuelta para echar a correr, pero Dave lo atrapó y le golpeó la cabeza contra un semáforo, que resonó con el impacto. Billy intentó volverse, pero estaba aterrorizado. Dave lo sujetó con firmeza y le estampó la cabeza contra el cemento. Lo habría matado de no ser porque el sonido cada vez más próximo de las sirenas lo hizo detenerse y levantar la vista.
En ese momento, Billy le dio una patada, se puso en pie como pudo y se dirigió corriendo al camino de entrada de la primera casa que encontró. Se metió en el coche que había aparcado delante. Dave fue tras él. Billy cerró de un portazo y echó el seguro justo cuando Dave aterrizaba en el parabrisas. Acto seguido, este se deslizó por el techo del coche y asomó la cabeza por las ventanillas para mirar en el interior.
Billy lo apuntó con la pistola, pero estaba demasiado nervioso y aterrorizado para disparar. Dave se dejó resbalar por el lado del copiloto y empezó a tirar con fuerza del abridor. Billy respiraba con dificultad, sin dejar de mirarlo.
En ese momento, Dave se agachó y desapareció de su vista.
Las sirenas estaban cada vez más cerca.
Poco a poco Billy empezó a ser consciente del aprieto en que se había metido. La policía estaba a punto de llegar. El estaba encerrado en el coche con una pistola en la mano y su sangre y sus huellas estaban por todas partes. Restos de pólvora y un corte producido por el percutor del arma. En realidad no sabía disparar. Solo quería asustarlos, nada más.
La policía iba a encontrarlo allí, encerrado en ese coche.
Miró por la ventanilla del acompañante con suma cautela, intentando localizar a Dave.
Dave, una bola de pelo oscuro que daba alaridos, apareció de un salto y golpeó el cristal. Billy gritó y, al echarse hacia atrás, el arma se disparó y la bala se alojó en el salpicadero. Varias esquirlas de plástico se le incrustaron en el brazo y el coche se llenó de humo. La pistola se le cayó al suelo. Se recostó en el asiento, intentando respirar.
Sirenas. Muy cerca.
Puede que lo encontraran allí, pero había sido en defensa propia, eso quedaría patente porque el niño mono era un animal salvaje. La policía le echaría un vistazo y comprendería que había actuado en defensa propia, para protegerse. El niño mono era un salvaje. Parecía un simio y se comportaba como un simio. Era un asesino. Detrás de los barrotes de un zoo era donde tenía que estar…
Unas refulgentes luces rojas barrieron el techo del coche. Las sirenas enmudecieron y Billy oyó un megáfono.
– Policía. Salga del coche despacio con las manos a la vista.
– ¡No puedo! -gritó Billy-. ¡Está ahí fuera!
– ¡Salga del coche! -bramó la voz-. ¡Con las manos en alto!
Billy esperó unos instantes y salió con las manos en alto. La brillante luz del foco de los coches de policía lo obligó a parpadear. Un agente se acercó a él, lo empujó para que se tirara al suelo y lo esposó.
– Yo no he sido -se defendió Billy, con la cara apretada contra el césped-. Ha sido ese Dave, está debajo del coche.
– No hay nadie debajo del coche, hijo -repuso el policía, levantándolo del suelo-. Solo tú, nadie más. ¿Vas a decirnos a qué viene todo esto?
Su padre hizo acto de presencia. Billy sabía que se había ganado una buena zurra, aunque no vio a su padre de ese ánimo. En su lugar pidió que le enseñaran la pistola y le preguntó a Billy dónde estaban las balas. Billy le explicó que le había disparado a un niño que era una bestia que lo había atacado.
El padre de Billy asintió, inexpresivo, pero informó a la policía de que los seguiría hasta la comisaría cuando se lo llevaran para ficharlo.
– Creo que debemos asumirlo: no funciona -admitió Henry.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Lynn, hundiendo los dedos entre el pelo de Dave-. Él no tiene la culpa, tú mismo lo has dicho.
– Lo sé, pero es que no da más que problemas. Mordiscos, peleas… Y ahora disparos, por amor de Dios. Nos está poniendo a todos en peligro.
– Pero, Henry, él no tiene la culpa.
– Me preocupa lo que pueda suceder.
– Eso podrías haberlo pensado antes -le recriminó en un súbito arrebato-. Como unos cuatro años atrás, cuando decidiste llevar a cabo tu experimento, porque ahora ya es un poquito tarde para arrepentirse, ¿no crees? Es responsabilidad nuestra y se queda con nosotros.
– Pero…
– Somos su familia.
– Han disparado a Jamie.
– Jamie está bien.
– Pero que le disparen…
– Lo hizo un crío desquiciado, uno de sexto. La policía ya lo ha cogido.
– Lynn, no me estás escuchando.
Lynn lo fulminó con la mirada.
– ¿Qué crees, que puedes desembarazarte de él así por las buenas, como si fuera una placa de Petri que no ha salido bien? No puedes tirar a Dave como si fuera un desperdicio biológico. Eres tú el que no escucha. Dave es un ser vivo que piensa y siente, y tú lo creaste. Tú eres la razón de su existencia, así que no tienes derecho a abandonarlo solo porque sea un estorbo o porque tiene problemas en el colegio. -Se detuvo para recuperar el aliento. Estaba muy enojada-. Y no quiero volver a oír hablar del asunto.
– Pero…
– Ahora no, Henry.
Henry sabía muy bien qué quería decir ese tono. Se encogió de hombros y se fue.
– Gracias -dijo Dave, inclinando la cabeza para que Lynn pudiera rascarle la nuca-. Gracias, mamá.
Alex llevó a su hijo a una hamburguesería de la cadena InNOut, donde pidieron una hamburguesa, patatas fritas y un batido de fresa desde el coche. Se le pasó por la cabeza volver a llamar a Lynn, pero antes le había parecido bastante ocupada, así que decidió no molestarla.
Pagó en efectivo y luego se fueron a un drugstore Walston's, uno de esos edificios que ocupan una manzana entera y donde puede encontrarse de todo. Le compró a Jamie ropa interior y una muda, y lo mismo para ella. También adquirió un par de cepillos de dientes y pasta dentífrica.
Se dirigía hacia la caja cuando vio las armas en exposición junto a las cámaras y los relojes y decidió ir a echar un vistazo. Había acompañado a su padre a campos de tiro durante muchos años, por lo que sabía manejar un arma. Le dijo a Jamie que fuera a dar una vuelta al pasillo de los juguetes y ella se dirigió hacia el expositor de pistolas.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -preguntó un tipo con aspecto apocado y bigote.
– Me gustaría ver esa Mossberg de doble acción -dijo, señalando a la pared con un gesto de cabeza.
– Es nuestro modelo 590, calibre 12, ideal para la defensa del hogar. Esta semana la tenemos a un precio especial.
Alex la sopesó.
– De acuerdo, me la llevo.
– Necesitaré un documento de identidad y un depósito para la reserva.
– No, quiero decir que la compro ahora.
– Lo siento, señora, pero en California hay un período de espera de diez días.
Alex le devolvió el arma.
– Me lo pensaré.
Fue a buscar a Jamie, le compró el muñeco de Spiderman con el que estaba jugando pero, al salir al aparcamiento, vio a un hombre agachado junto a su coche, en la parte de atrás, mirando la matrícula y apuntando el número. Era un tipo mayor vestido de uniforme que parecía el guardia de seguridad de la tienda.
Lo primero que se le pasó por la cabeza fue echar a correr y desaparecer de allí de inmediato, pero eso no habría tenido sentido. Necesitaba el coche, así que tendría que pensar en algo, y rápido. Le dijo a Jamie que subiera al vehículo mientras ella se dirigía a la parte de atrás.
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