Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– No estamos hablando de una demanda, estamos hablando de mamá -protestó Ellis.

– Papá está bien -aseguró Jeff-. Que se ocupe él de ella.

Se levantó de la mesa y fue a sentarse con tres chicas de largas piernas con minifalda.

– Pero si no deben de tener más de quince años -se escandalizó Ellis, con gesto de desaprobación.

– Les han servido alcohol -observó Aaron.

– Tiene dos hijos en el colegio.

– ¿Cómo van las cosas por casa? -preguntó Aaron.

– Que te den.

– No nos desviemos del tema, puede que mamá esté perdiendo la cabeza o puede que no, pero vamos a necesitar un montón de pasta si tenemos que meterla en un asilo. No sé si podremos permitírnoslo.

– Entonces, ¿qué propones?

– Quiero saber más sobre BioGen y ese gen en pulverizador que enviaron. Mucho más.

– Me suena a que ya estás planeando la demanda.

– Hay que ser previsor -contestó Aaron.

C065.

– ¡Tío, esto no se queda así!

Billy Cleever, el malhumorado alumno de sexto curso, arrancó del suelo sobre su tabla con un aéreo de la vieja escuela, dibujó en el aire un giro hacia dentro de trescientos sesenta grados, encogiendo las piernas hacia atrás y agarrando a la espalda el extremo trasero de la tabla con una mano, y aterrizó en la acera haciendo girar la tabla en el aire y cayendo sobre ella. Le salió impecable, y menos mal, porque ese día tenía la sensación de haber perdido parte de ese gancho por el que lo admiraban los demás. Sin embargo, en vez de ponerse a gritar como era lo habitual, los cuatro chicos que lo seguían permanecieron mudos, y eso que estaban en la empinada cuesta de San Diego que daba a Market Street. Aun así, silencio. Como si hubieran perdido la confianza en él.

Ese día habían humillado a Billy Cleever. La mano le dolía a rabiar y aunque le había dicho a la imbécil de la enfermera que le pusiera una tirita, ella había insistido en ese aparatoso vendaje blanco. Se lo había arrancado en cuanto acabaron las clases, pero seguía teniendo una pinta de pena, parecía un lisiado, como si estuviera enfermo.

Humillado. Solo tenía once años, pero Billy Cleever ya medía un metro setenta y cinco y pesaba cincuenta y cinco kilos, puro músculo para un chaval de su edad. Con esa altura les sacaba una cabeza a todos sus compañeros; incluso era más alto que muchos de los profesores y, por ende, nadie se metía con él.

Ese mierdecilla de Jamie, ese payaso de dientes salidos no tendría que haberse puesto en medio. Markie Lester, el Pestes, le había lanzado un balón y estaba retrocediendo para recibirlo cuando tropezó con esa especie de castor que lo hizo caer, llevándoselo con él. Billy estaba cabreado y sonrojado, espatarrado delante de todo el mundo, mientras Sarah Hardy y los demás intentaban disimular las risas. El niño todavía estaba en el suelo, así que Billy le dio un par de puntapiés con sus zapatillas de skater -una tontería, solo a modo de advertencia- y cuando el crío se levantó, le dio una colleja. Tampoco era para tanto.

Pese a todo, cuando quiso darse cuenta el niño mono le había saltado a la espalda y le había pegado un mordisco que… ¡Eh, cómo había dolido, para cagarse! Había visto las estrellas.

Por descontado, el monitor de patio, el señor Mocos Colgantes, no había hecho nada excepto ponerse a gimotear:

– ¡Basta ya, niños! ¡Niños, basta ya!

Habían castigado al niño mono y habían llamado a su madre para que viniera a buscarlo, pero su madre obviamente no se lo había llevado a casa, haciéndole un flaco favor porque allí estaban ahora, paseando al final de la colina, a punto de cruzar el campo de béisbol.

Jamie y el niño mono.

¡Esto no se queda así!

Billy los alcanza de costado, a toda velocidad, y ambos salen volando como si fueran bolos junto a la caseta en el lateral del campo. Jamie aterriza con la barbilla y levanta una nube de polvo amarillento, y el niño mono se golpea contra la valla metálica de protección que hay detrás de la base del bateador. A un lado, los amigos de Billy gritan: «¡Sangre! ¡Queremos sangre!».

El niño pequeño, Jamie, gimotea tumbado en el suelo, así que Billy se dirige derecho al niño mono y carga contra él con la tabla. Con los ejes por delante, la blande y alcanza al cabroncete negro detrás de la oreja, creyendo que eso le dará una lección. Al niño mono le flaquean las piernas y se desploma en el suelo como una muñeca de trapo, momento que Billy aprovecha para propinarle un fuerte puntapié en la barbilla que le hace levantar el culo del suelo. Sin embargo, Billy no quiere que la sangre de ese mono le manche sus zapatillas Vans, así que vuelve a la carga blandiendo la tabla, imaginando que se la estampará en la cara, que incluso le romperá la nariz y la mandíbula y que quedará más feo de lo que ya es.

Sin embargo, el otro se hace a un lado de un salto, la tabla se estrella contra la malla con estrépito y el niño mono le clava los dientes en la muñeca y los aprieta con fuerza. Billy grita y deja caer la tabla, pero el niño mono no cede. Billy siente que la mano se le está quedando entumecida y ve un hilillo de sangre corriéndole por el brazo y por la barbilla del niño mono, que no deja de gruñir como un perro, con ojos desorbitados, mirándolo fijamente. Además, es como si tuviera el pelo erizado o algo así, y Billy piensa en un instante de puro pánico: «Joder, este negro de mierda me va a comer».

En ese momento sus colegas se acercan corriendo, blandiendo las cuatro tablas en alto con las que golpean al mono en la cabeza mientras Billy no deja de chillar y el simio de gruñir. Transcurre una eternidad antes de que el niño mono le suelte la mano y salte sobre Markie Lester para golpearlo con fuerza en el pecho. El Pestes cae y empiezan a rodar por el suelo seguidos de los demás mientras Billy se sujeta el brazo ensangrentado.

Segundos después, cuando el dolor es soportable, Billy levanta la vista y ve que el mono ha trepado por la malla metálica y se encuentra a unos cuatro metros por encima de ellos mirando fijamente a sus colegas, que lo esperan abajo, gritándole y agitando las tablas. No obstante, no ocurre nada. Billy se pone en pie como puede.

– Parecéis una panda de monos -dice.

– ¡Queremos hacerlo bajar!

– Pues no va a bajar, que no es tonto -repuso Billy-. Sabe que si baja se va a cagar.

– Entonces, ¿cómo lo pillamos?

Billy se siente mezquino, tiene sed de mal, arde en deseos de causar dolor, así que se acerca a Jamie y empieza a patearlo intentando alcanzarlo en los testículos, pero el niño rueda sobre sí mismo y pide ayuda a gritos como el criajo que es. A algunos de sus colegas no les parece bien.

– Eh, déjalo en paz. Eh, que solo es un crío.

No obstante, Billy piensa: «Que les den», lo único que quiere es que baje ese mono y sabe que ver al payaso del otro niño rodando por el suelo lo hará bajar. Una patada y otra y otra. El niño pide ayuda a gritos.

De repente, sus colegas se ponen a gritar.

– ¡Ah, mierda!

– ¡Mierda, mierda!

– ¡Mierda!

Y salen corriendo. En ese momento, algo caliente y blando se estrella contra la nuca de Billy, quien percibe un extraño olor al que no puede dar crédito. Se pasa la mano y… ¡Jesús! No pue de creerlo.

– ¡Mierda! ¡Está tirando mierda!

El niño mono está allí arriba con los pantalones bajados lanzándoles excrementos. Con mucha puntería, con precisión mortífera. Los niños están cubiertos de heces. Entonces, un nuevo lanzamiento acierta en plena cara a Billy, que tiene la boca medio abierta.

– ¡Qué asco! -Escupe una y otra vez, se limpia la cara y vuelve a escupir intentando quitarse el sabor de la boca. ¡Mierda de mono! ¡Joder! ¡Mierda! Billy levanta un puño-. ¡Puto animal!

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