Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Usted lo sabía -lo atajó ella-. Usted sabía que tenía un problema con la cocaína, sabía que lo llevaba en la sangre, pero aun así vendió su esperma, puso su peligroso semen en el mercado sin pensar en los posibles infectados.

– ¿Infectados?

– No tenía derecho a hacer lo que hizo. Es usted la vergüenza de la profesión médica. Hizo que otra gente cargara con sus enfermedades genéticas… Y encima le importaba un pimiento.

A pesar de lo alterado que estaba, consiguió controlarse. Se dirigió hacia la puerta.

– Señorita Murphy, no tengo nada más que hablar con usted -dijo.

– ¿Me está echando? Se arrepentirá de esto. Se arrepentirá, se lo aseguro.

Y salió de la consulta echando pestes.

Bennett se desplomó en la silla, sintiéndose repentinamente exhausto. Estaba conmocionado. Se quedó mirando el escritorio y la pila de historiales de los pacientes de la sala de espera. En ese momento, nada parecía tener importancia. Llamó a su abogado y le explicó la situación sucintamente.

– ¿Quiere dinero? -preguntó el abogado.

– Supongo.

– ¿Te ha dicho cuánto?

– Jeff, ¿no estarás hablando en serio? -se escandalizó Bennett.

– Por desgracia, sí -contestó el abogado^. Ocurrió en Missouri cuando allí todavía no existían leyes claras acerca de la paternidad en temas relacionados con la inseminación artificial. Los casos como el tuyo no habían supuesto ningún problema hasta hace muy poco. No obstante, por norma el tribunal siempre ordena la manutención del hijo en disputas de paternidad.

– Tiene veintiocho años.

– Sí, y padres, y pese a todo puede alegar malos tratos durante la infancia y lo que le apetezca sacarse de la manga. Puede que consiga algo del juez o puede que no, pero recuerda que los fallos sobre paternidad suelen ser desfavorables para los hombres. Pongamos que dejas a una mujer embarazada y que esta decide abortar. Puede hacerlo sin consultarte, pero si decide tenerlo, tendrás que hacerte cargo de la manutención de la criatura aunque nunca hubieras accedido a tener un hijo con la madre. El

tribunal alegará que, en primer lugar, es responsabilidad tuya no haberla dejado embarazada. O supon que les haces un análisis genético a tus hijos y descubres que no son tuyos, que tu mujer te ha engañado. El tribunal seguirá exigiéndote la manutención de esos niños.

– Pero si tiene veintiocho años, ya no es una niña…

– La cuestión es la siguiente: ¿le conviene a un médico prominente ir a los tribunales por negarse a pagar la manutención de su hija?

– No -contestó Bennett.

– Exacto, no le conviene, y ella lo sabe. Además, supongo que también conoce la ley de Missouri, así que te recomiendo que esperes a que vuelva a ponerse en contacto contigo, que conciertes una entrevista con ella y que me llames. Si tiene abogado, mejor que mejor. Procura que también esté presente. Mientras tanto, envíame por fax ese análisis genético que te ha dado.

– ¿Voy a tener que pagarle?

– Cuenta con ello -le aseguró el abogado, y colgó.

C082.

La agente que custodiaba la recepción de la comisaría de Rockville era una atractiva mujer negra de piel satinada y unos veinticinco años. En la placa identificativa se leía: AGENTE J. LOWRY. Llevaba el uniforme arrugado. Georgia Bellarmino empujó a su hija para que se acercara al mostrador y dejó la bolsa de papel llena de jeringuillas delante de la policía.

– Agente Lowry, quisiera saber por qué mi hija tiene estas cosas, pero se niega a decírmelo.

Su hija la fulminó con la mirada.

– Te odio, mamá.

La agente Lowry no pareció sorprenderse. Miró las jeringuillas y se volvió hacia la hija de Georgia.

– ¿Te las ha recetado un médico?

– Sí.

– ¿Tienen que ver con temas de fertilidad?

– Sí.

– ¿Qué edad tienes?

– Dieciséis años.

– ¿Puedo ver algún tipo de identificación?

– Dice la verdad, tiene dieciséis años -intervino Georgia Bellarmino, inclinándose hacia delante-, y quiero saber…

– Lo siento, señora -la atajó la policía-, si tiene dieciséis años y estos fármacos están relacionados con temas de fertilidad, no tiene la obligación de informarle.

– ¿Qué significa que no tiene la obligación de informarme? Es mi hija y tiene dieciséis años.

– Es lo que dice la ley, señora.

– Pero esa ley hace referencia a los abortos y ese no es su caso. No sé qué narices está haciendo con estos fármacos. ¿No lo entiende? Se está chutando fármacos para ser fértil.

– Lo siento, pero no puedo ayudarla.

– ¿Me está diciendo que mi hija puede inyectarse medicamentos y que a mí no me está permitido saber qué ocurre?

– No, si ella no quiere decírselo, no.

– ¿Y su médico?

La agente Lowry sacudió la cabeza.

– El tampoco puede decirle nada. Se lo exige el secreto profesional.

Georgia Bellarmino recogió las jeringuillas y las volvió a meter en la bolsa.

– Esto es ridículo.

– Yo no redacto las leyes -contestó la policía-, solo me ocupo de que se cumplan.

Volvieron a casa en coche.

– Cariño, ¿estás intentando quedarte embarazada? -preguntó Georgia.

– No -contestó furiosa Jennifer, sentada con los brazos cruzados.

– Tienes dieciséis años, por lo que no debería ser difícil… Así que, ¿se puede saber qué estás haciendo?

– Me has hecho sentir como una imbécil.

– Cariño, estoy preocupada.

– No, no lo estás. Eres una bruja entrometida. Te odio y odio este coche.

Siguieron discutiendo durante un rato, hasta que Georgia dejó a su hija en el instituto. Jennifer salió del coche y estampó la puerta.

– ¡Y encima me haces llegar tarde a francés!

Había sido una mañana extenuante y había cancelado dos visitas. Ahora tendría que intentar volver a emplazar a sus clientes para otra ocasión. Georgia entró en el despacho, dejó la bolsa de jeringuillas en el suelo y empezó a marcar los números.

La secretaria, Florence, entró y vio la bolsa.

– Vaya, ¿no eres ya un poco mayor para esto?

– No son mías -contestó Georgia, molesta.

– Entonces… ¿No serán de tu hija?

Georgia asintió con la cabeza.

– Sí.

– Es ese doctor Vandickien.

– ¿Quién?

– El tipo ese de Miami. Las adolescentes toman hormonas, se les inflan los ovarios, le venden los óvulos y se embolsan el dinero.

– Para hacer ¿qué?

– Para pagarse implantes de mama.

Georgia suspiró.

– Genial, lo que me faltaba.

Quería que su marido tuviera una charla con Jennifer pero, por desgracia, Rob estaba en un vuelo hacia Ohio, donde iba a grabar un programa de televisión que trataría sobre él. La discusión, acalorada sin duda, tendría que esperar.

C063.

En el tranvía subterráneo que comunica el edificio de oficinas del Senado con el comedor, el senador Robert Wilson (demócrata por Vermont) se volvió hacia la senadora Dianne Feinstein (demócrata por California) y le comentó:

– Creo que deberíamos ir un paso por delante con lo de la genética. Por ejemplo, deberíamos redactar una ley para prevenir que las jóvenes pudieran vender sus óvulos por dinero.

– Eso ya lo están haciendo, Bob -repuso Feinstein-, hoy por hoy ya pueden vender sus óvulos.

– ¿Para qué? ¿Para pagarse la universidad?

– Tal vez algunas, pero la mayoría lo hacen para comprarle un coche nuevo al novio o para pagarse una operación de estética.

El senador Wilson no daba crédito.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Desde hace un par de años -contestó Feinstein.

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