Había tenido sus aventuras cuando iba a la universidad, pero llevaba cerca de treinta años casado con Emily y desde entonces solo le había sido infiel en los congresos de medicina. Cierto, se celebraban dos veces al año como mínimo, en Cancún, en Suiza, en sitios exóticos, pero el asunto de la infidelidad había empezado hacía solo unos diez o quince años. Era imposible que tuviera una hija de esa edad.
– Supongo que nunca puede estarse seguro… -aventuró Beverly-. ¿La hago pasar?
– No.
– Ahora se lo digo -aseguró Beverly, y añadió con un hilo de voz-: pero supongo que no estaría bien que montara una escena delante de los demás pacientes. Tiene pinta de ser un poquito, esto, inestable. Y si no es su hija, tal vez podría quitársela de encima rápidamente en privado.
Bennett asintió despacio. Se recostó en la silla.
– Está bien -accedió-, hágala pasar.
– Menuda sorpresa, ¿eh? -La mujer de la puerta que acunaba a la niña que llevaba en brazos era una rubia poco agraciada, de estatura media, vestida con vaqueros y una camiseta. Ropa desastrada. La niñita tenía la cara sucia y se le caían los mocos-. Disculpe que no vaya vestida para la ocasión, pero ya sabe cómo son estas cosas.
Bennett no se levantó.
– Adelante, por favor, ¿señorita…?
– Murphy. Elizabeth Murphy. -Señaló a la niña con un gesto de cabeza-. Esta es Bess.
– Soy el doctor Bennett.
Le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento enfrente del escritorio. La observó con detenimiento mientras se sentaba, pero no descubrió ningún parecido, nada de nada. El tenía el cabello oscuro, piel clara y un ligero sobrepeso. Ella era más bien morena de piel aceitunada, muy delgada, nerviosa y de aspecto enfermizo.
– Sí, lo sé, está pensando que no me parezco a usted en nada, pero con mi verdadero color de pelo y un poco más de peso, enseguida se nota el parecido familiar.
– Disculpe, pero, para ser sincero, no lo veo -repuso Bennett, recostándose hacia atrás.
– No pasa nada -aseguró ella, encogiéndose de hombros-, supongo que debe de ser una gran sorpresa para usted, esto de presentarme en su consulta así.
– Desde luego, es una sorpresa.
– Quería llamar antes para avisarle, pero luego decidí pasarme directamente y ya está, por si acaso se negaba a recibirme.
– Ya veo. Señorita Murphv, ¿qué le hace pensar que es usted mi hija?
– Lo soy, se lo aseguro, de eso no hay duda.
La joven hablaba con asombrosa seguridad.
– ¿Su madre dice conocerme? -preguntó Bennett.
– No.
– ¿Nos hemos visto alguna vez?
– Dios, no.
Bennett suspiró, aliviado.
– Entonces temo que no entiendo…
– Iré al grano: fue residente en Dallas, en el Southern Memorial.
Bennett frunció el ceño.
– Sí…
– Por entonces llevaban un registro de los estudiantes por si acaso los necesitaban para donaciones urgentes de sangre.
– Fue hace mucho tiempo.
Echó cuentas. De eso debía de hacer unos treinta años.
– Pues bien, no tiraron la sangre.
Bennett volvió a apreciar la convicción en su tono de voz.
– Y eso ¿qué significa?
Murphy se removió en el asiento.
– ¿Quiere coger a su nieta?
– Por ahora no, gracias.
La mujer esbozó una sonrisa torcida.
– No es como esperaba. Creía que un médico sería más… comprensivo. Hasta en Bellevue, donde te dan la metadona, hay gente más amable.
– Señorita Murphy, permítame…
– Cuando dejé las drogas y tuve esta preciosa niña, quise darle un sentido a mi vida, quise que mi hija conociera a sus abuelos. Así que pensé en encontrarme por fin con usted.
Bennett decidió que había llegado el momento de poner fin a aquella farsa, así que se levantó.
– Señorita Murphy, supongo que sabe que puedo pedir un análisis genético y que este demostrará…
– Sí, lo sé.
La mujer arrojó una hoja de papel doblada encima de la mesa. Bennett la abrió despacio. Se trataba de los resultados de una prueba realizada en un laboratorio genético de Dallas. Le echó un vistazo y, de pronto, se sintió mareado.
– Ratifica que es mi padre más allá de cualquier duda -lo informó la mujer-. Una posibilidad entre cuatro mil millones de que no lo sea. Contrastaron mi material genético con su sangre almacenada.
– Esto es una locura -se escandalizó Bennett, desplomándose en la silla.
– Creía que me felicitaría, no fue fácil averiguarlo. Mi madre vivía en St. Louis hace veintiocho años. Por entonces estaba casada…
Bennett había cursado sus estudios en la facultad de medicina de St. Louis.
– Pero si no me conoce.
– Se hizo inseminar con el esperma de un donante. Con el suyo. -A Bennett empezó a darle vueltas la cabeza-. Supuse que el donante sería un estudiante de medicina -continuó la mujer- porque mi madre acudió a la clínica de la facultad y esta contaba con su propio banco de esperma. Por ese entonces los estudiantes de medicina donaban semen a cambio de dinero, ¿no?
– Sí, veinticinco dólares.
– Ahí lo tiene, mucho dinero en esos días. Y se podía hacer, ¿qué? ¿Una vez a la semana? Solo había que entrar ahí y meneársela un rato.
– Más o menos.
– Hace quince años la clínica se incendió y se perdieron todos los informes, pero me hice con los anuarios de los estudiantes y rebusqué entre ellos. Los cursos tenían ciento veinte alumnos, la mitad mujeres. Eso son unos sesenta hombres. Si eliminas los asiáticos y otras minorías, te quedan treinta y cinco por año. Por entonces no solía guardarse el esperma más de un año, así que al final me quedaron unos ciento cuarenta nombres. Fue más rápido de lo que creía.
Bennett se hundió en la silla.
– Aunque, ¿quiere saber la verdad? Lo supe al instante, en cuanto vi su foto en el anuario médico. No sé, el pelo, las cejas… -Se encogió de hombros-. Da igual, aquí estoy.
– Se suponía que esto no ocurriría -protestó Bennett-. Éramos donantes anónimos, se nos dijo que no podrían rastrearnos y que jamás sabríamos si teníamos hijos o no. Por ese entonces, el anonimato era incuestionable.
– Bueno, sí, eso era entonces.
– Pero yo nunca quise ser su padre, a eso voy.
La mujer se encogió de hombros.
– ¿Qué quiere que le diga?
– Mi intención no era tener un hijo, sino ayudar a parejas estériles a tener uno.
– Bueno, pues soy su hija.
– Pero usted ya tiene padres…
– Soy su hija, doctor Bennett, y puedo demostrarlo en los tribunales.
Se hizo un silencio durante el que se miraron fijamente. La niña babeaba y no paraba de moverse.
– ¿Por qué ha venido aquí? -preguntó Bennett, al fin.
– Quería conocer a mi padre biológico…
– Muy bien, ya me conoce.
– Y quería que cumpliera con sus obligaciones. Por lo que me hizo.
Así que era eso, por fin ponía las cartas sobre la mesa.
– Señorita Murphy, no obtendrá nada de mí -le advirtió, muy despacio.
Bennett se levantó y ella hizo otro tanto.
– Soy drogadicta por culpa de sus genes.
– No diga estupideces.
– Su padre era alcohólico y usted también tuvo problemas con las drogas. Lleva los genes de la adicción.
– ¿Qué genes?
– El AGS3, responsable de la dependencia a la heroína; el DATl, responsable de la dependencia a la cocaína. Usted tiene esos genes, igual que yo, y fue de usted de quien los heredé. Para empezar, jamás debería de haber donado esperma.
– ¿De qué está hablando? -preguntó, repentinamente nervioso. Esa mujer estaba siguiendo a las claras un guión aprendido. Percibió el peligro-. Doné esperma hace treinta años, cuando no existía ninguna prueba. Hoy no puede exigir responsabilidades…
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