En el trabajo se la consideraba una persona idealista, poco práctica y poco realista, a lo que ella respondía que en la abogacía, realista era sinónimo de deshonesto. Se mantenía en sus trece.
Con todo, era cierto que a veces tenía la sensación de que ella misma se limitaba a casos que no ponían en entredicho sus convicciones. El propio jefe de la firma, Robert A. Koch, le había puesto palabras a esa sensación: «Alex, eres como un objetor de conciencia: dejas que sean los demás los que entren en combate, pero hay veces en que no puede evitarse el conflicto y entonces hay que tomar las armas». Koch era ex marine, como su padre, con quien compartía el orgullo de serlo y la misma franqueza y brusquedad a la hora de expresarse. Alex nunca se lo había tomado en serio, pero ahora eso había cambiado. Ignoraba qué estaba sucediendo, pero sabía que la labia no sería suficiente para sacarla del aprieto.
También sabía que nadie iba a clavarle una aguja, ni a ella ni a su hijo, y haría lo que hubiera que hacer para impedirlo.
Cualquier cosa.
Volvió a repasar mentalmente el incidente del colegio. No llevaba pistola porque nunca la había tenido, pero en esos momentos le habría gustado empuñar una. Se preguntó si los habría matado en el caso de que se hubieran atrevido a hacerle algo a su hijo.
La respuesta fue: sí, los habría matado.
Y sabía que era cierto.
Un Toyota Highlander blanco con el parachoques delantero destrozado aparcó cerca de allí. Vio a Amy al volante.
– Jamie, vamos -lo llamó.
Jamie enfiló el camino hacia su casa, pero Alex lo obligó a virar en otra dirección.
– ¿Adonde vamos?
– Vamos a hacer un viajecito.
– ¿Adonde? -No las tenía todas consigo-. No quiero viajar.
– Te compraré una PSP -dijo Alex sin pensárselo dos veces. Llevaba un año entero negándose en redondo a comprarle uno de esos juegos electrónicos, pero en esos momentos dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
– ¿De verdad? ¡Gracias! -Con todo, siguió con el ceño fruncido-. Pero ¿qué juegos? Quiero el de Tony Hawk Tres y el de Shrek…
– Lo que quieras, pero sube al coche. Vamos a llevar a Amy de vuelta al trabajo.
– ¿Y luego? ¿Adonde iremos luego?
– A Legoland.
Lo primero que se le pasó por la cabeza.
– Te he traído el paquete de tu padre -le informó Amy por el camino de vuelta a la oficina-. Pensé que lo querrías.
– ¿Qué paquete?
– Llegó al despacho la semana pasada, pero no lo abriste, estabas con lo del juicio de Mick Crowley por el caso de violación. Ya sabes, ese periodista político al que le gustan los niños pequeños.
Era un pequeño paquete FedEx. Alex rasgó el sobre y vació el contenido en su regazo.
Un móvil barato de tarjeta.
Dos tarjetas prepago.
Cinco mil dólares en billetes de cien envueltos en papel de aluminio.
Una nota críptica: «En caso de necesidad. No uses las tarjetas de crédito. Apaga tu móvil. No le digas a nadie adonde vas. Coge prestado el coche de alguien. Envíame un mensaje al busca cuando estés en un motel. No te separes de Jamie».
– Qué hijo de puta -suspiró Alex.
– ¿Qué es?
– De verdad que a veces lo mataría -contestó. Era todo lo que Amy necesitaba saber-. Escucha, hoy es martes, ¿por qué no te tomas un largo fin de semana?
– Eso es lo que quiere hacer mi novio. Le gustaría ir a Pebble Beach a ver el desfile de coches antiguos.
– Qué gran idea. Llévate mi coche.
– ¿De verdad? No sé… ¿Y si le pasa algo? ¿Y si tengo un accidente o algo así?
– No te preocupes por eso -la tranquilizó Alex-, anda, llévatelo.
Amy frunció el ceño. Se hizo un largo silencio.
– ¿Jvío será peligroso?
– Qué va a ser peligroso.
– No sé en qué estás metida.
– No es nada, un caso de identificación equivocada. El lunes estará todo aclarado, te lo prometo. Tráete el coche el domingo por la noche y nos vemos el lunes en el despacho.
– ¿Estás segura?
– Totalmente.
– ¿Puede conducir mi novio? -preguntó Amy.
– Pues claro.
De no ser por la caja de cereales, Georgia Bellarmino no lo habría sabido nunca.
Georgia estaba al teléfono con un cliente de Nueva York, un asesor de inversiones que acababa de conseguir un puesto en el Departamento de Energía. Estaban hablando sobre la casa que iba a comprar para la familia cuando se mudaran a Rockville, en Maryland. Georgia, la agente inmobiliaria de Rockville con mayores ventas durante tres años consecutivos, estaba ocupada tratando de ultimar los detalles de la compra cuando su hija de dieciséis años, Jennifer, la llamó desde la cocina.
– Mamá, voy a llegar tarde al insti. ¿Dónde están los cereales?
– En la mesa de la cocina.
– No, no están.
– Vuelve a mirar.
– ¡Mamá, no quedan! Debe de habérselos acabado Jimmy.
La señora Bellarmino tapó el auricular con la mano.
– Pues coge otra caja, Jen. Tienes dieciséis años y dos manitas.
– ¿Dónde está?
Portazos en la cocina.
– Mira encima del horno -le indicó su madre.
– Ya lo he hecho, no hay.
La señora Bellarmino le dijo a su cliente que lo llamaría más tarde y fue a la cocina. Su hija llevaba unos vaqueros de cintura baja y un top mínimo que se parecía a lo que una buscona se habría puesto para ir a trabajar. En los tiempos que corrían, hasta las jovencitas de instituto se vestían así. Suspiró.
– Mira encima del horno, Jen.
– Que ya lo he hecho.
– Vuelve a mirar.
– Mamá, ¿por qué no los encuentras tú y ya está? Voy a llegar tarde.
La señora Bellarmino se mantuvo firme.
– Encima del horno.
Jennifer alargó la mano, abrió las puertas y sacó la caja de cereales que, evidentemente, estaba justo donde había dicho su madre. Sin embargo, la señora Bellarmino no miraba la caja, sino la barriga de su hija, que había quedado al descubierto.
– Jen… Te han vuelto a salir esos morados.
Su hija sacó la caja y se estiró el top para taparse la barriga.
– No es nada.
– El otro día también los tenías.
– Mamá, llego tarde.
Se sentó a la mesa.
– Jennifer, déjame ver eso.
Su hija se puso en pie con un suspiro de exasperación y se levantó el top para dejar la barriga al descubierto. La señora Bellarmino vio un morado de unos tres centímetros justo encima de la raya del biquini. Y aun otro, más difuminado, en el otro lado.
– No es nada, mamá. Es que me doy con el canto del escritorio.
– Pero no tendrían que salirte morados…
– No es nada.
– ¿Te tomas las vitaminas?
– Mamá, ¿podrías dejarme desayunar tranquila?
– Ya sabes que puedes contarme lo que sea, sabes que…
– ¡Mamá, vas a hacerme llegar tarde al insti! ¡Tengo un examen de francés!
De nada le valdría seguir presionándola en ese momento y, de todos modos, el teléfono volvió a sonar. Seguro que era el pesado del cliente de Nueva York. Los clientes no tenían paciencia, esperaban que los agentes inmobiliarios estuvieran disponibles a todas horas del día. Fue a la otra habitación para atender la llamada y abrió la carpeta para repasar los números.
Cinco minutos después, su hija gritó desde la otra punta:
– ¡Adiós, mamá!
Georgia oyó el portazo de la entrada.
La dejó muy preocupada. Tenía un presentimiento, así que llamó a su marido al laboratorio de Bethesda. Por una vez Rob no estaba reunido y la pasaron con él enseguida. Le contó lo sucedido.
– ¿Qué crees que deberíamos hacer? -preguntó.
– Regístrale la habitación -contestó él sin vacilar-. Es nuestra responsabilidad.
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