Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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Ya en la calle, el mundo a su alrededor se le antojó completamente distinto. No existía nada más alegremente inocuo que la luz del sol en Beverly Hills y, sin embargo, Alex se sentía intimidada. Aunque ignoraba por qué o de dónde procedía dicha amenaza.

Cogió a Jamie de la mano.

– ¿Vamos andando? -preguntó, fastidiado.

– Sí, vamos a pie.

No obstante, las dudas la acosaron en cuanto Jamie lo preguntó. Vivían a pocas manzanas del colegio, pero ¿era seguro ir a casa? ¿No los estarían esperando los tipos de la ambulancia? ¿O la próxima vez se esconderían mejor?

– Queda muy lejos para ir andando -protestó Jamie, caminando con desgana-. Y hace mucho calor.

– Iremos andando y no se hable más. -Abrió el móvil y marcó el número de la oficina. Contestó Amy, su ayudante-. Escucha, quiero que repases las demandas interpuestas recientemente en el condado. Averigua si mi nombre aparece en alguna como parte demandada.

– ¿Hay algo que debiera saber? -preguntó Amy en tono jocoso, aunque con una risita nerviosa. La mala praxis de los abogados podía dar con los huesos de sus ayudantes en prisión. Últimamente se habían conocido varios casos.

– No -aseguró Alex-, pero creo que tengo unos cazarrecompensas detrás de mí.

– ¿Te has fugado estando bajo fianza?

– No, el caso es ese, que no sé qué quiere esa gente.

La ayudante le aseguró que lo comprobaría.

– Mamá, ¿qué es cazar con pesas? ¿Por qué van detrás de ti? -preguntó Jamie a su lado.

– Es lo que intento averiguar, Jamie. Creo que se trata de un error.

– ¿Quieren hacerte daño?

– No, no. No es eso.

No había razón para preocuparlo. La ayudante volvió a llamar.

– Muy bien, efectivamente te han puesto una demanda. En el Tribunal Superior, en el condado de Ventura.

Eso se encontraba a más de una hora de Los Angeles, pasado Oxnard.

– ¿Cuál es el motivo?

– La presentó BioGen Research Incorporated, de Westview Village. No puedo acceder a los detalles de la demanda por internet, pero te buscan por incomparecencia.

– ¿Cuándo tenía que haberme presentado?

– Ayer.

– ¿Se supone que recibí la citación?

– Eso parece.

– Pues es mentira -aseguró Alex.

– Pone que sí.

– ¿Hay una citación por desacato? ¿Una orden judicial de detención?

– No sale nada, pero tarda un día en aparecer toda la información, así que podría ser.

Alex cerró el teléfono de golpe.

– ¿Te van a detener?

– No, cariño, no lo van a hacer.

– Entonces, ¿puedo volver al colegio después de comer?

– Ya veremos.

Todo parecía tranquilo bajo el sol del mediodía alrededor del bloque de pisos al norte de Roxbury Park. Alex se paró en el otro extremo del parque para observar la zona con detenimiento.

– ¿A qué esperamos? -preguntó Jamie.

– Un segundo.

– Ya ha pasado.

– No, todavía no.

Alex se fijó en un hombre vestido con mono de trabajo que asomaba por uno de los lados del edificio. Parecía el encargado de la lectura de los contadores, pero a aquel tipo corpulento con peluca y una perilla negra bien cuidada ya lo había visto antes en alguna otra parte. Además, los encargados de la lectura de los contadores nunca entraban por delante, siempre lo hacían por el callejón de atrás. Alex pensó que si ese tipo era un cazarrecompensas tenía derecho a entrar en su propiedad sin aviso previo y sin una orden de detención; hasta podía tirar la puerta abajo, si quería. Tenía derecho a registrar su piso, a revolver entre sus cosas e incluso a llevarse el ordenador y rebuscar en el disco duro. Podía hacer lo que quisiera para capturar a un fugitivo. Sin embargo, ella no era…

– ¿Podemos entrar, mamá? -gimoteó Jamie-. Por favooor.

Su hijo tenía razón en una cosa: no podían quedarse allí plantados. Había un cajón de arena en medio del parque, varios niños, canguros y madres sentadas alrededor.

– Ve a jugar con la tierra.

– No quiero.

– Ve.

– Es para niños pequeños.

– Solo un rato, James.

Jamie pateó el suelo y se sentó en el borde del cajón de arena. Pegaba puntapiés a la tierra mientras Alex marcaba el número de su ayudante.

– Amy, estaba pensando en BioGen, la empresa que compró la línea celular de mi padre… No tenemos ninguna petición pendiente, ¿verdad?

– No. Todavía queda un año para que el caso llegue al Tribunal Supremo de California.

Pero entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Qué tipo de demanda querría interponer BioGen ahora?

– Llama al ayudante del juez de Ventura y averigua de qué va todo esto.

– De acuerdo.

– ¿Sabes algo de mi padre?

– Nada por el momento.

– Bien.

En realidad no estaba bien, porque tenía el terrible presentimiento de que todo eso tenía que ver con su padre. O al menos con las células de su padre. Los cazarrecompensas iban equipados con una ambulancia y un médico en la parte trasera de esta porque querían recoger una muestra o llevar a cabo algún tipo de procedimiento quirúrgico. Agujas largas. Había visto el reflejo de la luz del sol en unas agujas largas envueltas en plástico cuando el médico de la ambulancia rebuscaba entre el material.

Entonces lo comprendió: querían extraerle sus células.

Querían sus células o las de su hijo, aunque no sabía para qué. No obstante, estaba claro que se creían con todo el derecho de hacerlo. ¿Debería llamar a la policía? Decidió que todavía no. Si hubiera una orden de detención por incomparecencia, la detendrían. ¿Qué haría entonces con Jamie? Sacudió la cabeza.

En esos momentos necesitaba tiempo para averiguar qué ocurría, tiempo para desentrañar ese embrollo. ¿Qué se suponía que debía hacer? Quería hablar con su padre, pero llevaba varios días sin responder al teléfono. Si esos tipos sabían dónde vivía, también sabrían qué tipo de coche conducía y…

– Amy, ¿qué te parecería llevarte mi coche unos días?

– ¿El BMW? Ningún problema, pero…

– Y yo me llevaré el tuyo -la atajó Alex-, pero tienes que traérmelo. Deja de hacer eso, Jamie, no levantes polvo.

– ¿Estás segura? Es un Toyota lleno de abolladuras.

– En realidad me va que ni pintado. Acércate hasta el Roxbury Park y aparca delante de un bloque de pisos blanco orientado hacia el sur con una verja de entrada de hierro forjado.

Tanto por carácter como por educación, Alex no estaba preparada para enfrentarse a la situación en la que se encontraba. Nunca había tenido que ocultarse de nada ni de nadie, acataba las normas, era funcionaría judicial y seguía las reglas del juego, no se saltaba los semáforos en ámbar, no aparcaba en las zonas reservadas y pagaba todos sus impuestos. En la firma de abogados se la tenía por una persona íntegra, aburrida. Solía decirles a los clientes que las leyes estaban hechas para cumplirlas, no para saltárselas. Y lo creía a pies juntillas.

Cinco años atrás había descubierto que su marido le ponía los cuernos y lo había echado de casa al cabo de una hora de enterarse de la verdad. Le hizo la maleta, se la dejó en el escalón de la puerta y cambió la cerradura. Cuando él regresó de su «escapada para ir a pescar», lo mandó a paseo sin siquiera abrirle. De hecho, Matt se acostaba con una de las mejores amigas de Alex -en su línea- y ella no volvió a dirigirle la palabra a esa mujer.

Nunca puso en entredicho el derecho de Jamie de ver a su padre y, de hecho, procuró que así fuera. Dejaba al niño con Matt a la hora convenida en punto, a pesar de que Matt no solía devolverlo según lo acordado. Sin embargo, Alex era de la opinión que, a la larga, el tiempo ponía a todo el mundo en su sitio. Creía que si ella cumplía con su parte, los demás acabarían haciendo lo propio tarde o temprano.

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