– Sí, Vasco.
– Perfecto. Me alegra que nos entendamos tan bien. -Retrocedió un paso-. Extiende las manos.
– Estoy bien…
– Que extiendas las manos. -Vasco nunca levantaba la voz en momentos de tensión. La bajaba. Eso les obligaba a prestar atención, los ponía nerviosos-. Extiende las manos ya, Nick.
Nick Ramsey extendió las manos. No le temblaban.
– Muy bien. Sube a la ambulancia.
– Solo quería…
– Que subas, Nick. No quiero oír una palabra más.
Vasco entró en la parte delantera, se sentó junto a Dolly y encendió el motor.
– ¿Todo bien ahí atrás? -preguntó Dolly.
– Más o menos.
– No le hará daño al niño, ¿verdad?
– No, son solo un par de agujitas -la tranquilizó Vasco-. Unos segundos y listo.
– Será mejor que no le haga daño.
– Eh, ¿sigues queriéndolo hacer o qué?
– Sí, adelante.
– Muy bien. Entonces, vamos.
Se pusieron en marcha.
Brad Gordon tuvo un mal presentimiento en cuanto entró en el Border Café de Ventura Boulevard y miró en los compartimientos. El lugar era un cuchitril grasiento lleno de actores. Un tipo lo saludó desde uno de los compartimientos del fondo. Brad se dirigió hacia allí.
El hombre llevaba un traje gris claro. Era bajo, medio calvo y no parecía muy seguro de sí mismo; el apretón de manos fue laxo.
– Willy Johnson -se presentó-. Soy su nuevo abogado para el próximo juicio.
– Creía que mi tío, Jack Watson, ponía el abogado.
– Así es -confirmó Johnson-. Soy yo. Estoy especializado en pederastía.
– ¿Qué significa eso?
– Sexo con un jovencito, pero mi experiencia se extiende a cualquier pareja menor de edad.
– No me he acostado con nadie -protestó Brad-, ni menor ni mayor de edad.
– He repasado su ficha y los informes policiales -comentó Johnson, sacando una libreta de hojas amarillas-. Creo que disponemos de varias vías posibles de defensa.
– ¿Y la chica?
– No podemos contar con ella, está fuera del país, en Filipinas. Por lo visto su madre se ha puesto enferma, pero me han dicho que volverá para el juicio.
– Creía que no iba a haber juicio -se extrañó Brad. La camarera se acercó, pero la despidió con un gesto-. ¿Por qué nos hemos encontrado aquí?
– Tengo que estar en los tribunales a las diez, en Van Nuys, y esto me quedaba a mano.
Brad miró a su alrededor, incómodo.
– Este lugar está lleno de gente. De actores. Esa gente habla mucho.
– No vamos a discutir los detalles del caso -lo tranquilizó Johnson-, pero me gustaría establecer las bases de su defensa. En su caso, propongo una defensa genética.
– ¿Una defensa genética? ¿Qué significa eso?
^La gente con diversas anomalías genéticas es incapaz de reprimir ciertos impulsos -se explicó Johnson-, así que, técnicamente, son inocentes. Lo propondremos como explicación de su caso.
– ¿Qué anomalía genética? No tengo ninguna anomalía genética.
– Eh, que no es nada malo -le aseguró Johnson-. Considérelo como una diabetes. Usted no es el responsable, ya nació así. En su caso, siente el impulso irresistible de acostarse con jovencitas atractivas. -Sonrió-. Es un impulso que comparte con cerca del 90 por ciento de la población adulta masculina.
– ¿Qué mierda de defensa es esa? -protestó Brad Gordon.
– Una muy efectiva. -Johnson rebuscó entre los papeles de una carpeta-. Recientes informes…
– ¿Pretende decirme que existe un gen responsable de que te acuestes con jovencitas?
Johnson suspiró.
– Ojalá fuese tan sencillo. Por desgracia, no.
– Entonces, ¿cuál es la defensa?
– D4DR.
– ¿Qué significa eso?
– Se llama el gen de la novedad. Es el gen que te impele a asumir riesgos y comportamientos donde prima la búsqueda de la emoción.
– Eso no son más que gilipolleces.
– ¡No me diga! Veamos. ¿Ha saltado alguna vez desde un avión?
– Sí, en el ejército. Lo odiaba.
– ¿ Submarinismo?
– Un par de veces. Tenía una novia a la que le gustaba.
– ¿Escalada?
– No.
– ¿De verdad? ¿Su clase del instituto no subió al monte Rainer?
– Sí, pero eso fue…
– Ha escalado uno de los mayores picos estadounidenses -lo atajó Johnson, asintiendo con la cabeza-. ¿Suele conducir coches deportivos a gran velocidad?
– No, la verdad es que no.
– En los últimos tres años le han puesto cinco multas por exceso de velocidad al volante de su Porsche. Según las leyes de California, podría haber perdido su carnet de conducir en cualquier momento.
– Iba a la velocidad normal…
– Creo que no. ¿Qué me dice sobre lo de acostarse con la amiguita del jefe?
– Bueno…
– ¿Y con la esposa del jefe?
– Solo una vez, en otro trabajo. Pero fue ella la que…
– Se consideran parejas de riesgo, señor Gordon. Cualquier jurado me daría la razón. ¿Qué me dice del sexo sin protección? ¿Enfermedades venéreas?
– Eh, un momento -le cortó Brad-. No quiero entrar…
– Por supuesto que no, y no me sorprende, teniendo en cuenta que ha pasado por tres casos de pediculosis pubis, es decir, ladillas. Dos gonorreas, una clamidia, dos condilomas o verrugas genitales entre las que tenemos… Mmm, una cerca del ano. Y eso solo en los últimos cinco años, según el historial de su médico de California.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
Johnson se encogió de hombros.
– Caída libre, submarinismo, escalada, conducción temeraria, parejas sexuales de alto riesgo, sexo no seguro… Si eso no establece un patrón de comportamiento adicto a las situaciones límites y las emociones fuertes, ya me dirá usted qué.
Brad Gordon se quedó en silencio. Debía admitir que el tipo bajito sabía exponer un caso. Jamás había considerado su vida desde ese punto de vista. Como cuando se tiraba a la mujer del jefe. Su tío se había limitado a ponerlo de vuelta y media, le había preguntado por qué tomaba esa mierda de decisiones, lo había llamado memo y le había aconsejado que mantuviera el pajarillo enjaulado. Brad no había sabido qué decirle. Bajo la fulminante mirada de su tío, sus acciones le habían parecido bastante estúpidas. La tipa ni siquiera estaba buena. Sin embargo, ahora Brad tenía una respuesta para la pregunta de su tío: no podía evitarlo, su herencia genética condicionaba su comportamiento.
Johnson se explayó un poco más en los detalles y le dio profusión de explicaciones. Según él, Brad estaba a merced de ese gen D4DR, que controlaba los niveles químicos de su cerebro. Algo llamado dopamina empujaba a Brad a asumir riesgos y a disfrutar de la experiencia, a desearla. Los escáneres cerebrales y otras pruebas demostraban que la gente como Brad no controlaba el deseo de vivir al límite.
– Es el gen de la novedad -aseguró Johnson-. El nombre se lo ha puesto el genetista más importante de Estados Unidos, el doctor Robert Bellarmino, uno de los mejores investigadores genéticos de los NIH. Cuenta con un inmenso laboratorio y publica cincuenta artículos al año. Ningún jurado pondría en entredicho su investigación.
– Muy bien, así que tengo el gen. ¿En serio cree que funcionará?
– Sí, pero vamos a añadirle una guinda al pastel antes de ir a juicio.
– ¿Y eso qué significa?
– Antes de un juicio, es natural que uno esté preocupado, estresado.
– Sí…
– Quiero que se vaya de viaje para alejar las preocupaciones de su cabeza. Quiero que recorra el país y quiero que asuma riesgos allí adonde vaya.
Johnson le expuso el plan: multas por exceso de velocidad, parques de atracciones, peleas, montañas rusas, escaladas en parques nacionales… Eso sí, en todo momento debía procurar enzarzarse en discusiones sobre seguridad y cursar una reclamación sobre la insuficiencia del equipo. Lo que fuera para que su nombre acabara recogido en un documento que luego pudiera ser utilizado en un juicio.
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