– Podría darse el caso, pero teniendo en cuenta que las células son suyas, los hijos no tienen nada que hacer.
– Estamos hablando de biopsias de hígado y bazo -advirtió Diehl-, no se trata de cirugía menor precisamente.
– Ni tampoco de cirugía mayor -repuso Rodríguez-. Creo que se trata de un procedimiento bastante común que incluso puede llevarse a cabo en un ambulatorio. Por descontado, suya sería la obligación de asegurarse que la extracción de células la realizara un médico competente. Asumo que así lo haría usted.
Diehl frunció el ceño.
– Veamos si lo he entendido. ¿Me está diciendo que puedo agarrar a cualquiera de sus hijos por la calle como si tal cosa, llevármelo a un médico y quitarle sus células? ¿Tanto si le gusta como si no?
– Exacto, sí.
– ¿Cómo puede ser eso legal? -preguntó Diehl.
– Porque andan por ahí con células que legalmente le pertenecen a usted, por consiguiente con una propiedad robada, y eso es un delito grave. Según la ley, si un ciudadano es testigo de la comisión de un delito grave, tiene derecho a llevar a cabo la detención. De modo que, si viera a los hijos de Burnet caminando por la calle, podría detenerlos con todas las de la ley.
– ¿Yo personalmente?
– No, no. En este tipo de casos ha de recurrirse a un profesional competente, un captor de fugitivos.
– ¿Se refiere a un cazarrecompensas?
– No les gusta que los llamen así, y a nosotros tampoco.
– Está bien. ¿Conocen algún captor de fugitivos de confianza?
– Lo conocemos.
– Entonces llámenlo -lo apremió Diehl-. ¿A qué esperan?
Vasco Borden se puso delante del espejo y repasó su aspecto con ojo profesional mientras se aplicaba rímel en los bordes canosos de la perilla. Vasco era un hombre imponente, de casi un metro noventa y cinco, ciento diez kilos, todo músculo, sin apenas un gramo de grasa en todo el cuerpo. La cabeza rasurada y su bien cuidada y negra perilla le daban el aspecto de un diablo. Un señor diablo. Quería parecer intimidatorio y lo conseguía.
Se volvió hacia la maleta que descansaba encima de la cama y en la que había colocado con sumo cuidado un mono con el logo de Con Ed en el pecho, una llamativa americana de cuadros escoceses, un elegante traje negro italiano, una chaqueta de motorista en cuya espalda se leía «Die in Hell», un chándal de velvetón, una escayola falsa para la pierna, una Mossberg 590 de cañón recortado y dos Parabellum del calibre 45 negras. Ese día vestía una americana de tweed, pantalones de sport y zapatos marrones de cordones.
Por último, dispuso tres fotografías encima de la cama.
La primera, la del tipo, Frank Burnet: cincuenta y un años, en forma, ex marine.
La de la hija del tipo, Alex: treinta y pocos, abogada.
La del nieto del tipo, Jamie: ocho años.
El tipo había desaparecido y Vasco no veía razón por la que molestarse en buscarlo. Burnet podía estar en cualquier parte del mundo: México, Costa Rica, Australia… Sería mucho más fácil obtener las células directamente de otros miembros de la familia.
Miró la foto de la hija, Alex. Una abogada… Como objetivo, de lo peor. Aunque condujeras el asunto sin salirte de la ley, tenías la demanda asegurada. La chica era rubia y parecía estar en buena forma física; bastante atractiva, si te iban las flacas, aunque demasiado escuchimizada para el gusto de Vasco; además, seguramente recibía clases de defensa personal israelí durante el fin de semana. Nunca se sabía. De todas formas, anunciaba problemas potenciales.
Lo que dejaba al crío.
Jamie. Ocho años, en segundo curso, escuela municipal. Vasco podía acercarse, recogerlo, obtener las muestras y tenerlo todo listo por la tarde. Perfecto. Vasco recibiría un extra de cincuenta mil dólares si obtenía resultados en la primera semana, los cuales se reducirían a diez mil al cabo de cuatro, de modo que tenía razones más que suficientes para dejarlo listo cuanto antes.
«A por el niño», se dijo. Sencillo y al grano.
Dolly entró con un papel en la mano. Ese día vestía un traje azul marino, zapatos de tacón bajo y una camisa blanca. Llevaba un maletín de piel marrón. Como era habitual, su aspecto anodino le permitía proceder sin que nadie se fijara en ella.
– ¿Qué te parece? -preguntó, tendiéndole el papel.
Vasco le echó un rápido vistazo. Era una autorización firmada por Alex Burnet mediante la que se facultaba a la persona que la entregara a recoger a su hi)o Jamie en el colegio y llevarlo al médico para que le hicieran una revisión.
– ¿Has llamado a la consulta de! médico? -preguntó Vasco.
– Sí. Les comenté que Jamie tenía fiebre y la garganta irritada y me dijeron que se lo llevara.
– De modo que si el colegio llama al médico…
– Tenemos las espaldas cubiertas.
– ¿Te envía el bufete de la madre?
– Así es.
– ¿Llevas la tarjeta?
Dolly sacó una tarjeta de visita con el logo de la firma de abogados.
– ¿Y si llaman a la madre?
– Como ves, el número de su móvil aparece en la nota.
– ¿Es el de Cindy?
– Sí. -Cindy era su oficinista en Playa del Rey.
– De acuerdo, vamos allá -se decidió Vasco. Le pasó el brazo por los hombros-. ¿Estás segura de que no tienes reparos de ningún tipo?
– Claro, ¿por qué?
– Ya sabes por qué.
Dolly sentía debilidad por los niños. Se derretía en cuanto la miraban a los ojos. En una ocasión tuvieron que perseguir a un fugitivo hasta Canadá y lo localizaron en su casa de Vancouver. Dolly preguntó a la niña que respondió a la puerta si su padre estaba en casa y la niñita, de unos ocho años, respondió que no, que no estaba. Dolly se conformó con la respuesta y se marchó. En ese mismo momento, el tipo enfilaba la calle en su coche, de camino a casa. La encantadora niña cerró la puerta, fue hasta el teléfono, llamó a su padre y le dijo que no se detuviera. Se las sabía todas; llevaban huyendo desde que tenía cinco años. Nunca más volvieron a verle el pelo al tipo.
– Solo fue una vez -protestó Dolly.
– Han sido más de una.
– Vasco, hoy todo va a salir bien -aseguró.
– Está bien.
Dejó que la besara en la mejilla.
La ambulancia estaba aparcada junto al bordillo, con las puertas traseras abiertas. Vasco olió el humo del tabaco y rodeó el vehículo. Nick estaba fumando sentado en la parte de atrás, ataviado con una bata blanca de laboratorio.
– Por Dios, Nick. ¿Qué estás haciendo?
– Es solo uno -protestó Nick.
– Apaga eso -ordenó Vasco-. Salimos ya. ¿Tienes el material?
– Lo tengo.
Nick Ramsey era el médico del que echaban mano para sus trabajitos cuando necesitaban un facultativo. Había trabajado en servicios de urgencias hasta que el alcohol y las drogas lo retiraron de circulación. Había salido de rehabilitación, pero le costaba encontrar un trabajo estable.
– Quieren biopsias del hígado y del bazo, y sangre…
– Lo he leído. Aspiraciones con aguja fina. Estoy listo.
Vasco se detuvo un momento.
– ¿Has bebido, Nick?
– No. Mierda, claro que no.
– Te lo huelo en el aliento.
– Que no. Vamos, Vasco, ya sabes que no…
– Tengo buen olfato, Nick.
– Que no.
– Abre la boca.
Vasco se inclinó y lo olisqueó.
– Solo ha sido un traguito, nada más -se defendió Nick.
Vasco alargó la mano.
– La botella.
Nick rebuscó bajo la camilla y le tendió una botella de Jack Daniel's.
– Genial. -Vasco se acercó y le habló a milímetros de la cara-. Escúchame bien: vuelve a intentar tomarme el pelo y yo personalmente te echaré a patadas de la ambulancia -le advirtió en voz baja-. ¿Quieres arruinar tu vida? No te preocupes, yo me encargaré de ello. ¿Entendido?
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