Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Estoy aquí.

– Lo vi la semana pasada y parecía un anciano.

Josh no respondió.

– La familia lo está velando. Deberías ir.

– Lo intentaré.

– Josh, tu hermano también parece mayor.

– Lo sé.

– He intentado decirle que le pasa lo que a su padre, para animarlo, pero es que Adam parece muy viejo.

– Lo sé.

– ¿Qué está pasando? -preguntó-. ¿Qué le has hecho?

– ¿Que qué le he hecho?

– Sí, Josh. Le has dado a esa gente un gen o lo que fuera que llevaras en ese aerosol y se están haciendo viejos.

– Mamá, Adam se lo hizo él sólito. Lo inhaló porque creyó que se colocaría. Ni siquiera estaba con él cuando lo hizo. Además, fuiste tú quien me pidió que se lo diera al hijo de Lois Graham.

– ¿Cómo puedes decir una cosa así?

– Pero si fuiste tú quien me llamó.

– Josh, no digas tonterías. ¿Por qué iba a llamarte? ¿Qué voy a saber yo de tu trabajo? Tú me llamaste… y me preguntaste dónde vivía Eric. Y me pediste que no se lo dijera a su madre. Eso es lo que yo recuerdo.

Josh no contestó. Hizo presión sobre los ojos cerrados con la punta de los dedos hasta que vio lucecitas. Quería huir. Quería abandonar esa oficina y la compañía. Quería que nada de eso hubiera sucedido.

– Mamá, estamos hablando de algo muy serio -dijo al fin. Se le acababa de ocurrir que podrían enviarlo a la cárcel.

– Ya sé que es muy serio. Estoy asustada, Josh. ¿Qué va a pasar? ¿Voy a perder a mi hijo?

– No lo sé, mamá. Espero que no.

– He llamado a los Levine de Scarsdale y creo que hay una esperanza -comentó su madre-. Ya son viejos, los dos pasan de los sesenta y a mí me pareció que estaban bien. Helen me aseguró que nunca se había sentido mejor y George se ha aficionado al golf.

– Eso está muy bien.

– Así que tal vez estén bien.

– Eso creo.

– Entonces puede que Adam también lo esté.

– De verdad, espero que así sea, mamá, créeme.

Josh colgó el teléfono. Por descontado que los Levine estaban bien. Lo que les había enviado en los tubos era solución salina, no el gen. No iba a enviar sus genes experimentales a una gente de Nueva York que ni siquiera conocía.

Si eso daba esperanzas a su madre, pues perfecto. Dejaría el asunto tal como estaba porque en ese momento Josh no albergaba demasiadas esperanzas. Al menos no para su hermano. Y, por consiguiente, tampoco para él.

Tendría que decírselo a Rick Diehl, pero no por ahora. Todavía no.

C049.

El marido de Gail Bond, Richard, asesor de inversiones, solía trabajar hasta tarde acompañando a clientes importantes, y ninguno lo era tanto como el estadounidense con el que se sentaba a la mesa en esos momentos: Barton Williams, el famoso inversor de Cleveland.

– ¿Quiere sorprender a su mujer, Barton? -preguntó Richard Bond-, porque creo que tengo lo que necesita.

Encorvado sobre la mesa, Williams lo miró sin molestarse siquiera en fingir interés. Barton Williams tenía setenta y cinco años y se parecía mucho a un sapo: rostro de mejillas caídas de grandes poros, nariz chata y carnosa y ojos saltones. Además, esa costumbre que tenía de descansar los brazos encima la mesa y posar la barbilla sobre los dedos aún lo asemejaba más a un batracio. En realidad, lo que estaba descansando era un cuello artrítico, ya que abominaba los aparatos correctores porque creía que lo hacían parecer viejo.

Por lo que a Richard Bond concernía, ya podía tumbarse encima de la mesa cuan largo era. Williams era lo bastante mayor y lo bastante rico para hacer lo que le apeteciera, y lo que siempre le apetecía y le había apetecido toda su vida eran las mujeres. A pesar de la edad y el físico, seguía manteniendo más que frecuentes relaciones sexuales a cualquier hora del día. Richard se había encargado de que varias mujeres se dejaran caer por allí al final de la velada: miembros femeninos de su personal con la excusa de ir a llevarle papeleo, viejas amigas que se acercaban a saludarlo para que se lo presentaran y otras comensales, admiradoras del gran inversor, tan emocionadas que tenían que acercarse para conocerlo.

Nada conseguiría engatusar a Barton Williams, pero al menos lo divertía; y siempre esperaba que sus socios se tomaran alguna que otra molestia por él. Cuando se vale diez mil millones de dólares, la gente se esfuerza por tenerlo a uno contento. Así funcionaba. Lo consideraba un tributo.

Con todo, si en esos momentos había algo que Barton Williams deseaba por encima de cualquier otra cosa era aplacar a su esposa, con la que llevaba casado cuarenta años. Por razones inexplicables, la sexagenaria Evelyn de repente se sentía insatisfecha con su matrimonio y deploraba las interminables escapadas de Barton, como ella las llamaba.

Un regalo ayudaría.

– Pero será mejor que sea muy bueno -le advirtió Barton-. Está acostumbrada a todo: villas en Francia, yates en Cerdeña, joyas de Winston, chefs traídos expresamente de Roma para el cumpleaños de su chucho… Ese es el problema, que ya no hay nada que pueda comprarle. Tiene sesenta años y se ha hartado.

– Le prometo que este regalo es único en el mundo -aseguró Richard-. A su mujer le gustan los animales, ¿verdad?

– Ha montado un maldito zoo en nuestra propia casa.

– ¿Y cuida aves?

– Por Dios, debe de tener cientos. El condenado jardín de invierno está lleno de pichones que no callan ni a sol ni a sombra. Los cría.

– ¿Y loros?

– De todo tipo. No habla ninguno, gracias a Dios. Nunca ha tenido mucha suerte con los loros.

– Pues su suerte está a punto de cambiar.

Barton exhaló un suspiro.

– No necesita otro maldito pajarraco.

– Este sí-repuso Richard-, no existe otro igual en el mundo entero.

– Salgo a las seis de la mañana -rezongó Barton.

– Lo estaré esperando en el avión -le aseguró Richard.

C050.

Rob Bellarmino sonrió de modo tranquilizador.

– No hagáis caso de las cámaras -aconsejó a los jóvenes.

Habían desplegado todo el equipo en la biblioteca del instituto George Washington de Silver Spring, en Maryland. Tres semicírculos de sillas alrededor de una central, donde el doctor Bellarmino se sentaba para charlar con los estudiantes sobre cuestiones éticas relacionadas con el campo de la genética.

La gente de la televisión tenía tres cámaras en funcionamiento, una al fondo de la sala, otra a uno de los lados, cerca de Bellarmino, y otra dirigida hacia los jóvenes para grabar sus rostros fascinados mientras oían hablar sobre la vida y milagros de un genetista en funciones de los NIH. Según el productor del programa, era importante difundir la interacción de Bellarmino con la comunidad, algo con lo que Bellarmino comulgaba. Los jóvenes habían sido escogidos por destacar en los estudios y por sus conocimientos de la materia.

Pensó que sería divertido.

Charló unos minutos sobre su formación y a continuación se abrió el turno de preguntas. Se tomó su tiempo para contestar la primera.

– Doctor Bellarmino, ¿cuál es su opinión acerca de la mujer de Texas que clonó a su gato muerto? -preguntó una jovencita asiática.

Lo que de verdad pensaba Bellarmino sobre el asunto del gato muerto no podía responderlo. Lo consideraba una señora majadería que banalizaba el trabajo verdaderamente trascendental que él y otros como él estaban llevando a cabo.

– Es evidente que nos hallamos ante una situación muy difícil donde se implican los sentimientos -contestó Bellarmino con diplomacia-. Todos les cogemos cariño a nuestras mascotas, pero… -Vaciló-. El trabajo lo realizó una compañía californiana llamada Genetic Savings and Clone y, según publicaron, el coste ascendió a cincuenta mil dólares.

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