¿Qué?
– Gerard. Que dónde está Gerard.
– Me temo que ha ocurrido un accidente.
– ¿Qué accidente? ¿Qué has hecho?
– Estaban limpiando la jaula en la cocina y la ventana estaba abierta. Salió volando.
– Es imposible, tiene las alas recortadas.
– Ya lo sé -contestó Richard, sin poder reprimir un nuevo bostezo.
– No salió volando.
– Lo único que sé es que oí chillar a Nadezhda y que cuando llegué a la cocina estaba señalando la ventana. Me asomé y vi que el pajarraco agitaba las alas desesperado mientras caía al suelo. Por descontado, bajé corriendo a la calle, pero ya no estaba.
El hijo de puta intentaba reprimir una sonrisa.
– Richard, esto es muy serio, se trata de un animal transgénico. Si escapa podría transmitir sus genes a otros loros.
– Ya te lo he dicho, ha sido un accidente.
– ¿Dónde está Nadezhda?
– Ahora viene solo por la tarde. Pensé que así reduciríamos gastos.
– ¿Tiene móvil?
– La contrataste tú, cielo.
– No me llames cielo. No sé qué has hecho con ese loro gris, pero esto no es cosa de broma, Richard.
– Qué quieres que te diga -contestó, encogiéndose de hombros.
Por descontado, eso arruinaba todos sus planes. Tenían pensado publicar en línea el mes siguiente y eran conscientes de que investigadores de todo el mundo pondrían el grito en el cielo proclamando que mentían. Dirían que no se trataba más que de otro fenómeno de Hans el Listo, pura mímica. Y Dios sabe qué más. Todo el mundo querría ver el pájaro y el pájaro había desaparecido.
– Mataría a Richard -comentó con Maurice, el jefe del laboratorio.
– Y yo contrataré al mejor «abobado» para tu defensa -contestó él, sin sonreír-. ¿Crees que sabe dónde está el pájaro?
– Seguramente, pero no me lo va a decir. Odiaba a Gerard.
– Tienes un problema de custodia por un pájaro.
– Hablaré con Nadezhda, pero lo más probable es que le haya pagado y la haya despachado.
– ¿El pájaro sabía tu nombre o el del laboratorio? ¿Algún número de teléfono?
– No, pero memorizó los tonos de marcado de mi móvil. Solía cantarlos como una secuencia de sonidos.
– Entonces puede que te llame algún día.
Gail suspiró.
– Tal vez.
Alex Burnet se encontraba en medio del juicio más complicado de su carrera, un caso de violación en que se juzgaba la agresión sexual sufrida por un niño de dos años en Malibú. El acusado, Mick Crowley, era un joven periodista de treinta años, un columnista político afincado en Washington, que, estando de visita en casa de su cuñada, sintió el impulso irreprimible de practicar sexo anal con el hijo pequeño de esta, que todavía llevaba pañales. Crowley, acaudalado y desaprovechado licenciado de Yale, heredero de una fortuna farmacéutica, había contratado al famoso abogado de la capital Abe Ganzler («¿Dónde están las pruebas?») para su defensa.
Al final resultó que la afición de Crowley por los fetiches sexuales era ampliamente conocida en Washington, pero Ganzler -tal como tenía por costumbre- realizó una enérgica campaña en la prensa meses antes del juicio en la que se calificaba insistentemente a Alex y a la madre del niño de «fantasiosas feministas fundamentalistas» cuya «enferma y retorcida imaginación» había dado pie a todo ese asunto, a pesar de la existencia del examen médico bien documentado que se le había practicado al niño. Pese al diminuto pene de Crowley, el recto de la criatura había sufrido desgarros importantes.
Se encontraban en medio de la frenética preparación para el tercer día del juicio cuando Amy, la ayudante de Alex, le informó por el intercomunicador de que tenía a su padre al teléfono. Alex descolgó el auricular.
– Estoy bastante ocupada, papá.
– No te molestaré mucho. Me voy fuera un par de semanas.
– Muy bien, de acuerdo.
Uno de los abogados entró y descargó la última edición de los periódicos encima de la mesa. El Star publicaba imágenes del niño violado y del hospital de Malibú, y fotografías nada favorecedoras de Alex y la madre del niño entrecerrando los ojos para protegerse del sol.
– ¿Adonde vas, papá?
– Todavía no lo sé, pero necesito estar un tiempo a solas -contestó-. Puede que el móvil no funcione, así que ya te enviaré una nota cuando llegue. Y una caja con cosas… Por si las necesitas.
– Muy bien, papá, que te lo pases bien.
Iba hojeando las páginas del L. A. Times mientras hablaba con él. Hacía años que ese periódico batallaba por el derecho al acceso y publicación de toda la documentación judicial, ya fuera preliminar, privada o especulativa. Los jueces de California eran sumamente reacios a vetar el acceso a documentos en los que incluso aparecía la dirección de mujeres acosadas o los detalles anatómicos de niños que habían sido violados. Por otro lado, también había abogados que aprovechaban la política de The Times para presentar graves e infundadas alegaciones preliminares sabiendo que el diario las publicaría. Y las publicaba siempre, valiéndose del derecho a la información. Sí, estaba claro que la gente tenía que saber la profundidad exacta del desgarro que había sufrido el pobre niño…
– ¿Cómo lo llevas por ahora? -preguntó su padre.
– Bien, papá, no te preocupes.
– ¿No te estarán molestando?
– No. Estoy esperando ayuda de las organizaciones de protección al menor, pero por ahora no se pronuncian y eso es muy extraño.
– Estoy seguro de que todavía te sorprende -repuso él-. Esa rata tiene contactos políticos, ¿no? Menudo picha corta. Tengo que dejarte, Lexie.
– Adiós, papá.
Colgó el teléfono. Ese día tenían que entregarle los resultados de las pruebas de ADN, pero no habían llegado todavía. Apenas habían podido obtener muestras para realizar los análisis y le preocupaba lo que estos pudieran revelar.
Las luces fueron atenuándose poco a poco en la lujosa sala de presentaciones de Selat, Anney, Koss Ltd., la prestigiosa agencia de publicidad londinense. En la pantalla apareció un centro comercial estadounidense y la imagen borrosa de unos coches circulando a toda velocidad junto a un lamentable batiburrillo de señales. Gavin Koss sabía por experiencia que esa imagen era una magnífica estrategia para congeniar con la audiencia de forma inmediata. Cualquier crítica hacia Estados Unidos era un éxito asegurado.
– El mercado estadounidense invierte en publicidad más que cualquier otro país del mundo -anunció Koss-. Claro que, qué otra opción les queda teniendo en cuenta la calidad de sus productos…
Las risitas disimuladas circularon por la sala a oscuras.
– Y la inteligencia del público estadounidense…
Risas contenidas, ahogadas.
– Como uno de nuestros columnistas ha puesto de manifiesto recientemente, la gran mayoría de los estadounidenses no se encontrarían el trasero ni con ambas manos.
Estentóreas carcajadas. Estaba empezando a ganárselos.
– Gente tosca y sin cultura que no hace más que darse palmaditas en la espalda sin dejar de endeudarse cada vez más. -Creyó que con eso era suficiente, por lo que cambió de tono-. No obstante, me gustaría que detuvieran su atención en la ingentebcantidad de mensajes publicitarios, como los que ven aquí, distribuidos a lo largo de la carretera. Del mismo modo, no debemos olvidar que todos los vehículos que circulan por allí llevan la radio encendida, con la consiguiente emisión de otros tantos mensajes publicitarios. A decir verdad, se calcula que los estadounidenses escuchan unos tres mil mensajes diarios… O, lo que es más probable: no los escuchan. Los psicólogos han determinado que la ingente cantidad de mensajes crea una especie de anestesia que, con el tiempo, acaba arraigando. En un entorno mediático saturado, los mensajes pierden impacto.
Читать дальше
Конец ознакомительного отрывка
Купить книгу