Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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En uno de los lados, Zanger, el representante de la cadena, preguntó:

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Estamos esperando otra puñetera cámara -contestó Gorevitch. Se dirigió hacia el representante de DHL, un joven malayo con uniforme de color amarillo chillón-: ¿Cuánto falta?

– Han dicho que menos de una hora, señor.

Gorevitch dejó escapar un bufido desdeñoso.

– Hace dos horas dijeron lo mismo.

– Sí, señor, pero el avión ha despegado de Bekasi y ya viene hacia aquí.

Bekasi estaba en la costa norte de Java, a mil trescientos kilómetros de allí.

– ¿Y la cámara va en el avión?

– Sí, eso creo.

Gorevitch siguió paseando, evitando la mirada acusadora de Zanger. Era todo un sainete. Durante casi una hora Gorevitch había sudado la gota gorda en la jungla para resucitar al simio antes de que el animal diera señales de volver a la vida. A continuación, había tenido que apañárselas para atarlo y volver a sedarlo -esta vez sin pasarse- y luego vigilar de cerca su evolución para evitar que la criatura sufriera una descarga de adrenalina mientras lo trasladaba al norte, a Medan, la ciudad más próxima al aeropuerto.

El orangután sobrevivió al viaje sin mayores percances y acabó en un almacén, donde no dejaba de renegar como un marinero holandés. Gorevitch se puso en contacto con Zanger, quien de inmediato voló hasta allí desde Nueva York.

Sin embargo, cuando Zanger llegó, el simio tenía laringitis y había dejado de hablar, solo emitía un ronco susurro.

– ¿Qué cono quieres que hagamos con esto? -protestó Zanger-, pero si no se le oye.

– No importa -contestó Gorevitch-, lo grabamos y luego doblamos la voz. Ya sabes, lo sincronizamos con el movimiento de los labios.

– ¿Que luego le añadirás la voz?

– Nadie se enterará.

– ¿Te has vuelto loco? Se enterará todo Dios. Todos los laboratorios del mundo revisarán el vídeo con aparatos sofisticados. No tardarían ni cinco minutos en averiguar que lo has doblado.

– Está bien, entonces esperaremos a que se mejore -accedió Gorevitch.

Esa solución tampoco fue del agrado de Zanger.

– Parece enfermo. No me digas que se ha resfriado.

– Es posible -admitió Gorevitch.

De hecho, estaba casi seguro de haber sido él quien le había contagiado el resfriado durante el boca a boca. Para Gorevitch solo se trataba de un catarro leve, pero parecía revestir mayor gravedad para el orangután, que se doblaba sobre sí mismo con cada acceso de tos.

– Tiene que verlo un veterinario.

– Imposible, se trata de una especie protegida y nos lo hemos llevado, ¿recuerdas? -replicó Gorevitch.

– Te lo has llevado tú -puntualizó Zanger- y si no te andas con cuidado, también te lo cargarás.

– Es joven, se recuperará.

En efecto, al día siguiente el simio volvía a hablar, pero tosía espasmódicamente y escupía unos asquerosos salivazos de color verde amarillento. Gorevitch decidió que era preferible grabar al animal cuanto antes, así que fue a buscar el nuevo equipo al coche, tropezó y la cámara cayó a la cuneta embarrada. La cubierta se partió. Había ocurrido a apenas tres metros de la puerta del almacén.

Además, en toda la ciudad de Medan no consiguieron encontrar una cámara de vídeo decente, así que tuvieron que pedir que les enviaran una desde Java por avión. La estaban esperando, mientras el simio los insultaba, carraspeaba, les tosía y les escupía desde la jaula.

Zanger se mantenía fuera de su alcance, con gesto frustrado.

– Por Dios, menuda cagada.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Gorevitch una vez más, volviéndose hacia el chico malayo.

El joven sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

Dentro de la jaula, el orangután tosió y soltó un taco.

Georgia Bellarmino abrió la puerta del dormitorio de su hija y le echó un rápido vistazo. La habitación era un caos, como siempre: migajas entre las arrugas de la colcha hecha un rebujo, CD rayados por el suelo, latas de CocaCola arrojadas debajo de la cama junto con un cepillo lleno de pelos, unas tenacillas de rizar y un tubo vacío de crema autobronceadora. Georgia abrió los cajones de la mesilla de noche y descubrió un montón de envoltorios de chicle, ropa interior hecha un ovillo, pastillas para el aliento, rímel, fotos del último baile del colegio, cerillas, una calculadora, unos calcetines sucios, números antiguos de Teen, Vogue y People. Y un paquete de cigarrillos que no le alegró el día precisamente.

A continuación, a por los cajones del tocador. Les echó un rápido vistazo, hurgando hasta el fondo. En el armario se entretuvo un poco más. En la parte de abajo se arremolinaba un batiburrillo de zapatos y zapatillas de deporte. Revisó el mueble del lavabo e incluso el cesto de la ropa sucia.

No encontró nada que explicara los morados.

Aunque se preguntó para qué querría un cesto en la habitación cuando Jennifer dejaba la ropa sucia tirada por el suelo del cuarto de baño. Georgia Bellarmino se agachó y la recogió en un acto reflejo, pero fue entonces cuando se fijó en el suelo embaldosado. Rayotes hechos por una goma. Débiles. En paralelo.

Sabía muy bien qué explicaba esas marcas: la escalera.

Levantó la vista y vio un panel del techo suelto y con marcas de dedos.

Georgia fue a buscar la escalera.

Apartó el panel y le cayeron encima agujas y jeringuillas, que acabaron en el suelo con un tintineo.

«Por amor de Dios», pensó. Subió un par de peldaños más y rebuscó en el hueco del ático. Tocó unos tubos de cartón apilados parecidos a cajas de dentífrico, y los sacó. Todos tenían nombre de medicamento: Lupron, GonalF, Follestim.

Fármacos para el tratamiento de la infertilidad.

¿Qué estaba haciendo su hija?

Decidió no llamar a su marido, solo lo preocuparía. En su lugar sacó el móvil y marcó el número del instituto.

C061.

El intercomunicador zumbaba en su consulta de Chicago, pero el doctor Martin Bennett no le prestó atención.

El informe de la biopsia era peor de lo que había esperado, mucho peor. Pasó los dedos a lo largo del borde del papel, preguntándose cómo se lo iba a decir al paciente.

Martin Bennett tenía cincuenta y cinco años, llevaba siendo especialista en medicina interna cerca de veinticinco y en su día había dado malas noticias a muchos pacientes. Sin embargo, no por eso resultaba más fácil, especialmente si eran jóvenes y tenían niños pequeños. Miró las fotografías de sus hijos sobre el escritorio. Ahora los dos iban a la universidad. Tad estaba a punto de licenciarse en Stanford y Bill iba a Columbia. Además, Bill estaba realizando un curso preparatorio para entrar en la facultad de medicina.

Oyó que llamaban a la puerta y, segundos después, su enfermera, Beverly, asomó la cabeza.

– Lo siento, doctor Bennett, pero creo que es importante y como no respondía al intercomunicador…

– Lo sé, solo estaba… tratando de encontrar la manera de decírselo. -Se enderezó-. Haga pasar a Andrea.

Beverly sacudió la cabeza.

– Andrea no ha llegado todavía, yo le hablo de la otra mujer.

– ¿Qué otra mujer?

Beverly entró en la consulta y cerró la puerta detrás de ella. Bajó la voz.

– Su hija.

– ¿De qué está hablando? No tengo ninguna hija.

– Bueno, ahí fuera en la sala de espera hay una mujer que dice que es su hija.

– Eso es imposible -repuso Bennett-. ¿Quién es?

Beverly le echó un vistazo a una tarjeta.

– Se apellida Murphy y vive en Seattle. Su madre trabaja en la universidad. Debe de tener unos veintiocho años y viene con una niñita, de año y medio o así.

– ¿Murphy? ¿Seattle? -Bennett intentó hacer memoria-. ¿Y dice que tiene unos veintiocho años? No, no. Es imposible.

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