Y recibe un nuevo disparo en la frente.
Recoge la tabla y se aleja a toda prisa. Se reúne con sus colegas, que también escupen. Qué asco. Se les queda pegada a la ropa, a la cara. Mierda. Todos miran a Billy, lo llevan escrito en la cara: «Mira qué nos ha pasado por tu culpa», así que ha llegado el momento de redoblar el ataque. Y Billy sabe cómo.
– Eso de ahí es un animal y solo hay una cosa que puede hacerse con los animales -dice Billy-. Mi padre tiene una pistola y sé dónde está.
– Fanfarronadas -se mofa Markie.
– Eres un mentiroso de mierda -añade Hurley.
– ¿ Ah, sí? Esperad y veréis. Ese niño mono va a perderse las clases de mañana. Esperad y veréis.
Billy se aleja penosamente de camino a casa, arrastrando la tabla y a los demás tras él. «Mierda, ¿qué acabo de prometerles?», piensa.
Stan Milgram había iniciado el largo viaje para ver a su tía en California, pero no llevaba conduciendo más de una hora cuando Gerard empezó a quejarse.
– Qué asco -rezongó Gerard, encaramado en la percha-. Esto huele que apesta. -Miró por la ventana-. ¿Qué lugar tan espantoso es este?
– Es Columbus, Ohio -contestó Stan.
– Espantoso -insistió Gerard.
– Ya sabes lo que dicen: Columbus es Cleveland sin los oropeles.
El loro no contestó.
– ¿Sabes lo que son los oropeles?
– Sí, calla y conduce.
Gerard parecía malhumorado, y Stan creía que no debería ser así teniendo en cuenta lo bien que había tratado al pájaro el último par de días. Stan se había conectado a internet para averiguar qué comían los loros grises y le había dado manzanas suculentas y verduras especiales; incluso había dejado encendida la televisión por la noche en la tienda de animales para que Gerard la viera. Al cabo de un día, Gerard había dejado de intentar picotearle los dedos. Incluso le había permitido ponérselo al hombro sin intentar arrancarle la oreja.
– ¿Falta mucho? -preguntó Gerard.
– No, solo llevamos una hora de camino.
– ¿Cuánto queda?
– Tenemos que conducir tres días, Gerard.
– Tres días, eso significa veinticuatro veces tres, es decir setenta y dos horas.
Stan frunció el ceño. Nunca había oído que a un pájaro se le dieran bien las mates.
– ¿Dónde lo has aprendido?
– Soy un hombre de recursos.
– No eres un hombre. -Se echó a reír-. ¿No salía eso en una película?
Sabía que a veces los pájaros repetían frases de películas.
– Dave, esta conversación ya no tiene ningún objeto. Adiós -contestó Gerard, con voz monótona.
– Eh, espera, esa me la conozco, es de La guerra de las galaxias.
– Ajústense los cinturones, esta noche vamos a tener tormenta -respondió, esta vez adoptando una voz de mujer.
Stan frunció el ceño.
– Una peli de aviones…
– Lo buscan por aquí, lo buscan por allá, esos francesitos lo buscan sin cesar.
– Lo sé, no es de una peli, es de un poema.
– ¡Que me aspen! -contestó, esta vez con acento británico.
– Me rindo -admitió Stan.
– Yo también -dijo Gerard con un suspiro exagerado-. ¿Cuánto queda?
– Tres días -insistió Stan.
El loro contempló la ciudad que pasaba por su ventanilla.
– Bueno, ya se han librado de las ventajas de la civilización -comentó, arrastrando las palabras con acento vaquero. A continuación, reprodujo el sonido del aporreo de un banjo.
Ese mismo día algo más tarde, el loro empezó a entonar canciones francesas, o tal vez fueran árabes, Stan no estaba seguro. Daba igual, en otro idioma. Tenía la sensación de estar escuchando un concierto en directo o su grabación, porque el loro imitó el sonido ambiente, la prueba de los instrumentos y la animación del público cuando los músicos salieron al escenario antes de empezar a cantar. Le pareció entender algo como «Didi» o así.
Al principio y durante un rato lo encontró interesante. Era como estar escuchando la radio de un país extranjero, aunque Gerard tendía a repetirse.
En una estrecha carretera secundaria se toparon con otro coche conducido por una mujer que no les dejaba pasar. Stan intentó adelantarla un par de veces, pero sin éxito.
– Le soleil c'est beau – empezó a decir Gerard al cabo de un rato y luego emitió un sonido estridente, como el de un disparo.
– ¿Eso es francés? -preguntó Stan.
Más disparos.
– Le soleil c'est beau. ¡Pum! Le soleil c'est beau. ¡Pum! Le soleil c'est beau. ¡Pum!
– Gerard…
– Les femmes au volant c'est la láchetépersonnifié -añadió a continuación el pájaro. Se oyó un ruido sordo-. Pourquoi elle ne dépasse pasf Oh, oui, merde, des travaux.
La mujer por fin tomó un desvío a la derecha, pero tan despacio que Stan tuvo que frenar ligeramente al pasar por su lado.
– 77 ne faut jamáis freiner… Comme disait le vieux pére Bugatti, les voitures sont faitespour rouler, paspour s'arréter.
Stan suspiró.
– No entiendo ni una palabra de lo que dices, Gerard.
– Merde, lesflics arrivent!
Empezó a aullar como una sirena de policía.
– Se acabó -decidió Stan, y encendió la radio.
Empezaba a caer la noche. Ya habían pasado Maryville y se dirigían hacia St. Louis. El tráfico empezaba a resultar denso.
– ¿Falta mucho? -preguntó Gerard.
Stan suspiró.
– Es un caso perdido.
Iba a ser un viaje muy largo.
Lynn se sentó en el borde de la bañera y utilizó la manopla para limpiarle con delicadeza el corte de detrás de la oreja.
– Dave, cuéntame qué ha pasado -le pidió Lynn. El corte era profundo, pero el niño no se quejaba.
– ¡Vinieron a por nosotros, mamá! -Jamie estaba agitado, no paraba de mover los brazos. Estaba cubierto de polvo y tenía magulladuras en la barriga y los hombros, pero sus heridas no revestían mayor gravedad-. ¡No hicimos nada! ¡Eran de sexto! ¡Niños malos!
– Jamie, que me lo cuente Dave -lo interrumpió-. ¿Cómo te hiciste este corte?
– Billy le pegó con la tabla -respondió Jamie-. ¡No hicimos nada!
– ¿No hicisteis nada? -repitió Lynn, enarcando una ceja-. ¿Quieres decir que os hicieron esto por nada?
– ¡Sí, mamá! ¡Te lo juro! ¡Nosotros solo nos íbamos a casa! ¡Ellos vinieron a por nosotros!
– Ha llamado la señora Lester y dice que su hijo está cubierto de excrementos.
– No, es caca -la corrigió Jamie.
– ¿Cómo…?
– ¡Se la tiró Dave! ¡Estuvo genial! ¡Nos estaban pegando y entonces él les tiró caca y ellos salieron corriendo! ¡No falló ni una!
Lynn siguió limpiándole el corte con delicadeza. -¿Es eso cierto, Dave?
– Hacieron daño a Jamie, le pegaron y le dieron patadas. -Les tiraste… ¿caca?
– Hacieron daño a Jamie -insistió, como si eso lo explicara todo.
– Estás de guasa -exclamó Henry, cuando llegó a casa un poco más tarde-, ¿que les lanzó heces? Ese comportamiento es característico de los chimpancés.
– Ya, pues ese es el problema -repuso Lynn-. Dicen que es una mala influencia en clase. Se mete en líos a la hora del recreo, ha mordido a otros niños y ahora lanza heces… -Sacudió la cabeza en gesto de desaprobación-. No sé cómo ser madre de un chimpancé.
– Medio chimpancé.
– Aunque solo fuera un cuarto, Henry. No hay modo de hacerle entender que no puede comportarse de esa manera.
– Pero se metieron con él, ¿no? -repuso Henry-. Además, ¿esos niños mayores no van a sexto? Andan todo el día por ahí con sus monopatines. Esos crios no hacen más que entrar y salir de los reformatorios. Es más, ¿qué hacen los de sexto molestando a los de segundo?
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