Michael Crichton - Next
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Lo pasaron con su secretaria, que a su vez lo pasó con su tío.
– Hola, tío Jack.
– ¿Dónde cono te has metido? -preguntó Watson. No parecía precisamente contento.
– Estoy en Wyoming.
– Espero que no te hayas metido en ningún lío.
– De hecho, mi abogado me envió aquí y por eso te llamo. Estoy un poco preocupado. Es decir, ese tipo…
– Escucha, estás acusado de abusos sexuales -lo interrumpió su tío- y se te ha asignado un experto en abusos sexuales para que lleve tu caso. No tiene por qué gustarte. Personalmente, creo que es un gilipollas.
– Bueno…
– Pero gana casos. Haz lo que te diga. ¿Por qué hablas tan raro?
– Por nada…
– Estoy ocupado, Brad. Y te dijeron que no llamaras.
Colgaron.
Brad se sentía peor que nunca. De vuelta a su motel, el tipo de recepción le informó de que un agente de policía había preguntado por él en relación con algo de un delito de odio. Brad decidió que había llegado la hora de abandonar la bella Jackson Hole. Se dirigió a su habitación para hacer las maletas. Mientras recogía, veía un programa sobre fugitivos en el que la policía detenía a un peligroso delincuente haciéndole creer que iba a aparecer en televisión. Habían montado un plato de entrevistas falso y en cuanto el tipo se relajó, lo esposaron. El hombre se encontraba en esos momentos en el corredor de la muerte.
La policía utilizaba trucos cada vez más ingeniosos. Brad se apresuró a terminar de hacer las maletas y corrió al coche.
C074.
El autopro clamado artista medioambiental Mark Sanger, que poco antes había regresado de un viaje a Costa Rica, alzó la vista de su ordenador, desconcertado, cuando cuatro hombres echaron la puerta abajo e irrumpieron en su piso de Berkeley. Los tipos vestían trajes protectores de goma azul que les cubrían todo el cuerpo, enormes cascos de goma con grandes viseras, guantes de goma, botas y empuñaban unas armas de un aspecto que no presagiaba nada bueno.
No le había dado tiempo a recuperarse de la impresión cuando ya los tenía encima. Lo agarraron con sus manos de goma y lo arrancaron del teclado de malas maneras.
– ¡Cerdos! ¡Fascistas! -vociferó Sanger, y de repente parecía que todo el mundo estuviera gritando y chillando en la habitación-. ¡Esto es un atropello! ¡Cerdos fascistas! -siguió gritando mientras lo esposaban. Vio sus caras a través de las viseras y descubrió que ellos también estaban asustados-. Cielo santo, pero ¿qué pensáis que tengo aquí dentro? -preguntó.
– Sabemos qué está haciendo, señor Sanger -respondió uno de ellos, y lo hizo girar en redondo.
– ¡Eh, eh!
Lo obligaron a bajar la escalera que conducía a la calle a empujones, sin miramientos. Sanger rezaba para que los medios de comunicación estuvieran esperando abajo, preparados con sus cámaras para dejar constancia de ese atropello a plena luz del día.
La prensa había acudido, pero la mantenían a una distancia prudencial detrás del cordón de seguridad. Oyeron los gritos de Sanger y lo grabaron, pero estaban demasiado lejos para el abordamiento descarado y los primeros planos por los que había rezado. De hecho, Sanger fue repentinamente consciente de la imagen que debía de estar transmitiéndose en ese momento a través de sus lentes: policías vestidos con amedrentadores trajes protectores escoltando a un hombre de unos treinta años, con barba, vaqueros y una camiseta del Che Guevara que forcejeaba para liberarse y que no dejaba de insultarlos y gritar.
Sanger sabía que debía de parecer un chiflado, un Ted más que añadir a la lista: Ted Bundy, Ted Zaczynski… Uno de ellos. Los agentes informarían de que guardaba equipo microbiológico en su piso, que poseía lo necesario para realizar experimentos genéticos y que estaba creando una nueva plaga, un virus, una enfermedad… Algo espeluznante. Un chiflado.
– Bajadme -pidió, obligándose a conservar la calma-. Puedo andar, dejadme andar.
– Muy bien, señor -se avino uno de ellos.
Lo dejaron en el suelo para que anduviera por su propio pie.
Sanger caminó con toda la dignidad que consiguió reunir, enderezó la espalda y se sacudió el largo cabello mientras lo acompañaban hasta el coche que les esperaba. ¡Cómo no!, un coche camuflado. Debería de haberlo imaginado. Puto FBI o CÍA o quienes fueran, las organizaciones secretas del gobierno, el gobierno en la sombra, quien fuera. Helicópteros negros. Qué locura, los criptonazis en persona.
Echaba humo, por lo que no estaba preparado para la señora Malouf, la mujer de raza negra que vivía en la segunda planta de su edificio, que lo esperaba allí fuera plantada con sus dos hijos pequeños. Al pasar por su lado, se inclinó hacia delante y empezó a vociferar:
– ¡Cabrón! ¡Has puesto en peligro a mi familia! ¡Has puesto en peligro la vida de mis hijos! ¡Frankenstein, más que Frankenstein!
Sanger fue muy consciente de cómo quedaría ese momento en las noticias de la noche: una madre negra gritándole y llamándolo Frankenstein mientras sus hijos lloraban a su lado, asustados por lo que ocurría a su alrededor.
Los policías metieron a Sanger en el coche camuflado. Le pusieron una mano enguantada en la cabeza y lo ayudaron a entrar en la parte de atrás. «Estoy bien jodido», pensó cuando la puerta se cerró de golpe.
Estaba sentado en la celda, intentando oír las noticias por encima de las discusiones de los demás ocupantes del cubículo y soslayar el débil olor a vómito y la profunda sensación de desesperación que se iba apoderando de él mientras veía la televisión del pasillo.
Primero aparecieron imágenes de Sanger, con el pelo largo, vestido como un vagabundo, avanzando entre dos tipos enfundados en trajes protectores. Daba peor impresión de la que había temido. El mandadero de la cadena que leía las noticias recitaba el cliché de rigor: Sanger estaba en el paro, era un trotamundos sin estudios, un fanático y un solitario con equipamiento para llevar a cabo experimentos genéticos en su apestoso y caótico piso y se lo consideraba peligroso porque encajaba en el perfil del clásico bioterrorista.
A continuación, un abogado barbudo de San Francisco contratado por un grupo de defensa del medio ambiente aseguró que debía hacerse recaer todo el peso de la justicia sobre Sanger por haber causado un daño irreparable a una especie amenazada y haber puesto en peligro la supervivencia de dicha especie con sus acciones.
Sanger frunció el ceño. ¿De qué cono estaban hablando?
Entonces, en el televisor apareció una imagen de una tortuga laúd y un mapa de Costa Rica. Parecía ser que las autoridades habían sido puestas sobre aviso acerca de las actividades de Sanger porque hacía un tiempo había visitado Tortuguero, en la costa atlántica de Costa Rica, y porque había cometido graves delitos contra el medio ambiente relacionados con las tortugas laúd.
Sanger no entendía nada. No había cometido ningún delito, solo había intentado ayudar, solo eso. Además, una vez que había regresado a su piso, se había descubierto incapaz de llevar sus planes a buen término. Había comprado montañas de libros sobre genética, pero el tema le había resultado demasiado complejo. Había abierto los menos prolijos y escaneado varios pies de ilustraciones. «Un plásmido que hospeda un loxP normal tiene pocas posibilidades de seguir integrado en un genoma en un sitio loxP similar puesto que la recombinasa Cre eliminará el fragmento de ADN integrado…» «Los vectores lentivirales inyectados en embriones unicelulares o incubados con embriones de los que se ha retirado la zona pelúcida eran particularmente…» «Un modo más eficiente de sustituir un gen se basa en el uso de las células madre embrionarias mutadas desprovistas del gen HPRT (hipoxantina fosforibosil transferasa). Estas células no sobreviven en el medio HAT, que contiene hipoxantina, aminopterina y timinida. El gen HPRT se introduce en el sitio escogido con una doble recombinación homologa…»
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