Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Gerard, por favor, colabora un poco.

Stan rodeó el coche, se sentó detrás del volante y se incorporó a la calzada. El pájaro se había callado, lueron pasando los kilómetros, hasta que vio la señal de un pueblo llamado Earp, a unos cinco kilómetros de allí.

– ¿Qué tal va eso, ancianete? dijo Gerard.

Stan suspiró.

Siguió conduciendo.

– Te pareces a un tipo -insistió Gerard.

– Me lo prometiste -protestó Stan.

– No, se supone que ahora tú has de decir: «¿A quién?».

– Gerard, cállate.

– Te pareces a un tipo -volvió a repetir Gerard.

– ¿A quién?

– A un tipo que conozco.

– ¿Por qué?

– Te pareces a él.

– ¿En qué? -preguntó Stan.

– En todo.

– ¿De verdad?

– Te pareces a un tipo.

– ¿A quién? -repuso Stan, y cayó en la cuenta de que el pájaro estaba jugando con él-. Gerard, o te callas o sales del coche.

– Ah, ¿no eres ese retorcido conejo?

Stan miró qué hora era.

«Una hora -pensó-, una hora más y el pájaro va a la calle.»

C072.

Ellis tomó asiento delante de su hermano Aaron en el despacho de la firma de abogados de este. La ventana daba al sur, sobre la ciudad, hacia el Empire State Building. Era un día neblinoso, pero aun así la vista seguía siendo espectacular, impresionante.

– Muy bien, he hablado con el tipo ese de California, Josh Winkler -le informó Ellis.

– Aja.

– Dice que no le ha dado nada a mamá.

– Aja.

– Dice que lo que envió era agua.

– En fin, ¿qué esperabas que dijera?

– Aaron, le dieron agua -insistió Ellis-. Winkler dice que no iba a jugársela enviando cualquier cosa a otro estado. Su madre le calentó la cabeza, así que envió agua para probar el efecto placebo.

– Y le creíste -se mofó Aaron, sacudiendo la cabeza.

– Creo que tiene documentación.

– ¿Cómo no va a tenerla? -repuso Aaron.

– Registros de salida, informes de laboratorio y demás papeleo que requiere la empresa.

– Falsificaciones -presumió Aaron.

– La FDA se lo exige y su falsificación es un delito federal.

– Por eso experimenta su terapia génica con conocidos. -Aaron sacó un fajo de papeles-. ¿Conoces la historia de la terapia génica? Es una película de terror, Ellie. Se remonta a finales de los ochenta, cuando a los que andaban con la biotecnología les dio por hacer las cosas deprisa y corriendo y mataron a gente a diestro y siniestro. Sabemos que murieron cerca de seiscientas personas y seguramente muchas más que desconocemos. ¿Sabes por qué?

– No, ¿por qué?

– Según ellos, no te lo pierdas, no podían dar parte de los decesos porque esa información estaba protegida por una patente. Matar pacientes era un secreto comercial.

– ¿De verdad dijeron eso?

– ¿Cómo me iba a inventar una cosa así? Y luego le pasan la factura al sistema sanitario por el montante del experimento que mató al paciente. Ellos matan, nosotros pagamos. Si pillan a una universidad, esta suele aducir que no está obligada a presentar un consentimiento informado a sus conejillos de Indias porque son instituciones sin ánimo de lucro. Duke, Penn, la Universidad de Minnesota… Han pillado instituciones importantes. Los académicos creen que están por encima de la ley. ¡Seiscientas muertes!

– No veo qué tiene que ver eso con… -intentó decir Ellis.

– ¿Sabes cómo actúa la terapia genética en las personas? De muchas maneras, porque los investigadores no tienen ni idea de los resultados. Les inyectan genes que acaban resultando cancerígenos, por lo que la gente muere de cáncer. O sufren terribles reacciones alérgicas y mueren. Esos memos no saben qué cono hacen. Son unos imprudentes temerarios que ya no observan las normas. Pues nosotros vamos a escarmentarlos.

Ellis se removió inquieto en la silla.

– ¿Y si Winkler dice la verdad? ¿Y si nos equivocamos?

– Nosotros no hemos quebrantado las reglas -repuso Aaron-, sino ellos. Mamá tiene alzheimer y van a encontrarse con la mierda hasta el cuello.

C073.

Cuando Brad Gordon inició la pelea tabernaria en el Lucky Lucy Saloon de Pearl Street en Jackson Hole, Wyoming, su intención no era la de acabar en el hospital. Los dos tipos de ajustadas camisas a cuadros con puntiagudos bolsillos de botón nacarado le parecieron un par de mariposones e imaginó que podría con ellos sin dificultades. ¿Cómo iba a saber que eran hermanos, no amantes? No se tomaron demasiado a bien sus comentarios.

De igual modo, ¿cómo iba a saber que el más bajito era instructor de kárate y que había ganado un campeonato de artes marciales en Hong Kong?

Kickboxing con botas vaqueras de punta metálica. Brad había conseguido aguantar treinta segundos, pero ahora le bailaban la mitad de los dientes. Llevaba tres horas tendido en esa puñetera enfermería mientras intentaban volver a colocárselos en su sitio. No hacían más que llamar a un periodontólogo, pero este no respondía al teléfono, seguramente -tal como le explicó el interno- porque debía de haber salido a cazar el fin de semana. Le gustaban los alces. Tenían un sabor fuerte.

¡Alces! La boca lo estaba matando.

Lo dejaron allí con bolsas de hielo apretadas contra la cara y un chute de novocaína en la mandíbula y acabó durmiéndose. A la mañana siguiente la hinchazón había remitido lo bastante para poder hablar por teléfono, así que llamó a su abogado, Willy Johnson, a Los Ángeles, sujetando la tarjeta de visita entre sus magullados dedos.

La recepcionista respondió en tono alegre:

– Johnson, Baker y Halloran.

– Con Willy Johnson, por favor.

– Un momento, gracias.

Brad oyó un clic, pero no lo pusieron en llamada en espera. A continuación oyó que la mujer decía:

– Faber, Ellis y Condón.

Brad volvió a mirar la tarjeta que tenía en la mano. La dirección correspondía a un bloque de oficinas de Encino. Lo conocía: un edificio donde abogados independientes podían alquilar un despacho diminuto y compartir una recepcionista avezada en contestar al teléfono como si estuviera empleada en un gran bufete y de ese modo los clientes no sospecharan que el profesional que habían contratado trabajaba solo y por su cuenta. Ese tipo de edificios únicamente albergaba a los abogados de menor éxito, los que llevaban los casos de camellos de medio pelo. O incluso los que habían pasado una temporadita a la sombra.

– Oiga… -le dijo al auricular.

– Discúlpeme, estoy intentando localizar al señor Johnson. -La mujer tapó el aparato con una mano-. ¿Alguien ha visto por ahí a Willy Johnson?

«¡Willy Johnson es un gilipollas!», oyó replicar a alguien con voz apagada.

Brad, sentado a la entrada de urgencias, debilitado, rabiando y con la mandíbula doliéndole una barbaridad, no se sintió especialmente reconfortado con lo que estaba oyendo.

– ¿Ha encontrado al señor Johnson?

– Un momento, por favor, estamos buscando…

Brad colgó.

Tuvo ganas de echarse a llorar.

Salió a desayunar, pero le dolía demasiado la boca para masticar y la gente de la cafetería lo miraba de manera extraña. Vio su reflejo en el cristal y se dio cuenta de que tenía toda la mandíbula azulada y abultada. Aun así, parecía tener mejor pinta que la noche anterior. Lo único que le preocupaba era ese abogado, Johnson. Sus sospechas iniciales sobre el hombre se habían visto confirmadas. ¿Por qué se habían encontrado en un restaurante y no en su bufete? Porque Johnson no pertenecía a ninguno.

Su única salida en esos momentos era llamar a su tío Jack.

– John B. Watson Investment Group.

– Con el señor Watson, por favor.

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