– Qué lástima -se lamentó Marty-. ¿Y la muestra de sangre para la prueba de tóxicos?
Raza frunció el entrecejo.
– La guarda el laboratorio, nosotros no tenemos acceso a su almacén.
– Así que aún la tienen, ¿no?
– Sí.
– ¿Seguro que no tenemos acceso a su almacén?
Raza sonrió.
– Puede que me lleve unos cuantos días.
– Muy bien. Hazlo.
Marty Roberts se dirigió al teléfono y marcó el número del despacho del administrador. Cuando McCormick se puso, le dijo:
– Tengo malas noticias, Kevin. Por desgracia, no tenemos ninguna muestra: o se han perdido o no están almacenadas en su sitio.
– Lo lamento -dijo McCormick, y colgó.
– Oye, Marty, ¿hay algún problema con ese tal Weller? -preguntó Raza, entrando en el despacho.
– No -respondió Marty-. Ya no. Y te lo tengo dicho, no me llames Marty. Llámame doctor Roberts.
En el laboratorio de Radial Genomics de La Jolla, Charlie Huggins volvió la pantalla plana de su ordenador para mostrarle a Henry Kendall el titular: «El simio parlante es un fraude».
– ¿Qué te había dicho? -presumió Charlie-, apenas ha pasado una semana y ya sabemos que la historia es mentira.
– Muy bien, muy bien. Me equivoqué -reconoció Henry-. Lo admito, estaba preocupado por una tontería.
– Muy preocupado…
– Eso ya pasó. ¿Podemos hablar de cosas importantes?
– ¿De qué?
– Del gen de la novedad. Nos han denegado la subvención. -Empezó a teclear-. Nos han vuelto a joder. Ha sido cosa de tu amiguito, el pope de la dopamina, el doctor Robert A. Bellarmino de los NIH.
Durante los últimos diez años, el estudio del cerebro se había ido centrando cada vez más en un neurotransmisor llamado dopamina. Los niveles de la sustancia parecían importantes para que la salud no se viera afectada por enfermedades como el párkinson o la esquizofrenia. Del trabajo realizado en el laboratorio de Charlie Huggins se deducía que los receptores cerebrales de dopamina estaban regulados por el gen D4DR entre otros. El laboratorio de Charlie iba a la vanguardia de la investigación hasta que un científico rival llamado Robert Bellarmino que trabajaba en los National Institutes of Health empezó a referirse al D4DR como el «gen de la novedad», el gen que supuestamente controlaba la necesidad de asumir riesgos, cambiar con frecuencia de compañero sexual y tender a comportamientos que implicaran la búsqueda de emociones fuertes.
Tal como expuso Bellarmino, el hecho de que los niveles de dopamina fueran más altos en los hombres que en las mujeres explicaba que los primeros exhibieran una conducta más temeraria y, por tanto, se sintieran atraídos por ciertas cosas, desde escalar montañas hasta la infidelidad.
Bellarmino era cristiano evangélico y jefe de investigación de los NIH. Dotado para la política, representaba el ideal de científico moderno, una combinación perfecta de discreto talento para la ciencia y gran habilidad mediática. Su laboratorio fue el primero en contratar a su propia empresa de publicidad y, como resultado, sus ideas siempre recibían mucha cobertura periodística. (Ese hecho, a su vez, atraía a los estudiantes de posdoctorado más brillantes y ambiciosos, quienes realizaban para él un excelente trabajo y le conferían más prestigio si cabe del que ya gozaba.)
Respecto al D4DR, Bellarmino era capaz de adaptar sus comentarios a las convicciones de la audiencia. Así, podía hablar del nuevo gen con gran entusiasmo a los grupos progresistas y despreciarlo ante los más conservadores. Era un hombre muy expresivo, tenía una gran visión de futuro y no moderaba sus pronósticos. Se había atrevido incluso a sugerir que un día podría llegar a fabricarse una vacuna contra la infidelidad.
Comentarios absurdos como aquel habían molestado tanto a Charlie y a Henry que seis meses atrás habían solicitado una subvención para investigar la preponderancia del «gen de la novedad».
Su propuesta era muy sencilla. Enviarían equipos de investigadores a los parques de atracciones para extraer muestras de sangre a los sujetos que frecuentaban la montaña rusa durante la jornada. En teoría, los grandes aficionados a esa atracción tenían mayor probabilidad de portar el gen.
El único problema en relación con la solicitud a la NSF era que la propuesta sería evaluada por investigadores anónimos, y había muchas posibilidades de que uno de ellos fuera Robert Bellarmino. Y el hombre era muy conocido por lo que suavemente podría llamarse «apropiación de ideas ajenas».
– Sea como sea, la cuestión es que la NSF ha rechazado nuestra propuesta -dijo Henry-. Los investigadores no consideran la idea digna de ponerse en práctica. Uno de ellos la califica de demasiado «lúdica».
– Ya, y ¿qué tiene que ver Robón Rob en todo esto?
– ¿Te acuerdas de dónde propusimos llevar a cabo el estudio?
– Claro -respondió Charlie-. En dos de los parques de atracciones más grandes del mundo, en dos países distintos. El parque Sandusky de Estados Unidos y el de Blackpool, en Inglaterra.
– Adivina quién ha salido de viaje -dijo Henry, y accionó el icono del correo electrónico.
De: Rob Bellarmino, NIH.
Asunto: Respuesta automática por ausencia: Viaje.
Estaré fuera de la oficina durante las próximas dos semanas. Si necesita una respuesta urgente, póngase en contacto con la oficina por teléfono.
– He llamado a su oficina. ¿Sabes dónde está? Bellarmino se ha marchado a Ohio, a Sandusky. Y Luego irá Inglaterra, a Blackpool.
– Qué hijo de puta-renegó Charlie-. Si uno piensa robarle la idea a otro, lo mínimo que puede hacer es cambiarla un poco.
– Es evidente que a Bellarmino no le preocupa nada que nos enteremos -opinó Henry-. ¿No te cabrea? ¿Qué te parece si vamos a por él? ¿Lo denunciamos por falta de ética?
^Nada me gustaría más -aseguró Charlie-, pero no. Para acusarlo formalmente de falta de ética profesional hace falta mucho papeleo y tiempo. Y la subvención podría esfumarse.
Además, al final no serviría de nada. Rob es un pez gordo de los NIH, dispone de unas instalaciones estupendas y se gasta millones en becas. A menudo se reúne con miembros del Congreso para desayunar y rezar. Es un científico creyente. En el Capitolio lo adoran. No le achacarán la falta de ética profesional, no lo inculparían aunque lo descubriéramos sodomizando a un ayudante.
– Así que no tenemos más remedio que tragar, ¿no?
– No vivimos en un mundo perfecto -dijo Charlie-. Tenemos mucho trabajo. Será mejor dejarlo correr.
Barry Sindler estaba harto. La mujer que tenía enfrente no paraba de refunfuñar. Era la típica ricachona del Este que llevaba bien puestos los pantalones. Se comportaba a lo Katharine Hepburn: segura de sí misma, con voz nasal y acento de Newport. Sin embargo, a pesar de su aire aristocrático, lo único que sabía hacer era tirarse al profesor de tenis, como todas las cabezas de chorlito con tetas de silicona de Los Ángeles.
No obstante, iba bien acompañada por el imbécil de su abogado, vestido con su traje de raya diplomática, camisa de cuello abotonado, corbata de moaré y ridículos zapatitos de cordones de puntera picada, un memo salido de Ivy League que se llamaba Bob Wilson. No hacía falta pensar mucho para adivinar por qué todo el mundo lo llamaba Wilson el Blanco. Nunca se cansaba de recordarles a los demás que había estudiado en Harvard, como si les importara un carajo. A Barry Sindler no, desde luego. Sabía que Wilson era un caballero, lo cual equivalía a ser un gallina. No se le tiraría al cuello.
Sindler, en cambio, siempre se tiraba al cuello de sus víctimas.
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