– Eso ahora da lo mismo -dijo ella-. No era mi padre, me da igual lo que hiciera o dejara de hacer.
– Mamá siempre decía que sí que era tu padre, que tú decías que no porque no te caía bien.
– Mira, ¿sabes? Vamos a averiguarlo de una vez por todas.
– ¿Qué quieres decir?
– Podemos pedir las pruebas de paternidad.
– Lisa, no empieces.
– No empiezo, acabo.
– No lo hagas, prométeme que no lo harás. Mira, papá ha muerto y mamá está disgustada. Prométemelo.
– Eres un cagado, ¿sabes?
En ese momento Tom se dio cuenta de que a Lisa se le saltaban las lágrimas. La rodeó con los brazos y ella se echó a llorar. Él se limitó a abrazarla mientras notaba los movimientos espasmódicos de su cuerpo.
– Lo siento -dijo ella-. Lo siento mucho.
Cuando su hermano se hubo marchado, Lisa calentó una taza de café en el microondas y luego se sentó frente a la pequeña mesa de la cocina, junto al teléfono. Llamó a información y consiguió el número del hospital. Al cabo de unos instantes, oyó a la recepcionista responder:
– Long Beach Memorial.
– Con el depósito de cadáveres, por favor -dijo.
– Lo siento. El depósito está en la oficina del forense del condado. ¿Quiere el teléfono?
– Un familiar mío ha muerto en el hospital. ¿Sabe dónde lo tienen?
– Un momento, por favor, le pasaré con anatomía patológica.
Al cabo de cuatro días, su madre volvió a llamarla.
– ¿A qué cono estás jugando?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Qué haces yendo al hospital y pidiendo una muestra de sangre de tu padre?
– No era mi padre.
– Lisa, ¿todavía sigues con esa monserga?
– Te digo que no era mi padre, las pruebas genéticas han salido negativas. Lo pone aquí. -Cogió la hoja impresa-. Hay menos de una posibilidad entre 2,9 millones de que John Weller fuera mi padre.
– ¿Qué pruebas genéticas?
– He pedido las pruebas de paternidad.
– Eres una asquerosa.
– No, mamá, la asquerosa eres tú. John Weller no era mi padre, las pruebas lo demuestran. Siempre he sabido que me engañabas.
– Ya veremos en qué queda todo esto -la amenazó su madre, y colgó el teléfono.
Una media hora más tarde la telefoneó Tom, su hermano. -Hola, Lisa. -Parecía despreocupado y relajado-. Acaba de llamarme mamá.
– Me ha comentado algo sobre unas pruebas.
– Sí. He pedido las pruebas, Tommy. Y ¿sabes qué?
– Sí, ya lo sé. ¿Dónde han hecho esas pruebas, Lisa?
– En un laboratorio de aquí, de Long Beach.
– ¿Cómo se llama?
– BioRad Testing.
– Ya. Esos laboratorios que se anuncian por internet no son muy fiables. Lo sabes, ¿verdad?
– Me han garantizado el resultado.
– Mamá está muy enfadada.
– Pues peor para ella -respondió Lisa.
– ¿Sabes que ahora va a pedir ella las pruebas? ¿Y que te demandará? La estás acusando de infidelidad.
– Mira, Tommy, ¿sabes? Me importa un bledo.
– Lisa, me parece que todo esto está creando muchos problemas innecesarios en torno a la muerte de nuestro padre.
– De tu padre, querrás decir. Mío no lo era.
Kevin McCormick, el administrador jefe del Long Beach Memorial, miró al hombre de figura rechoncha que acababa de entrar en su despacho.
– ¿Cómo cono es posible que haya ocurrido una cosa así? -le espetó, plantándole delante un montón de papeles.
Marty Roberts, el jefe de anatomía patológica, echó un vistazo rápido al documento.
– No tengo ni idea -respondió.
– La viuda del señor John J. Weller nos ha demandado por entregar sin su permiso una muestra de tejido a la hija del fallecido.
– ¿Cuál es la situación legal? -preguntó Marty Roberts.
– No está clara -respondió McCormick-. Según la ley, la hija es miembro de la familia y, por tanto, tiene pleno derecho a pedir que se le entreguen muestras de tejidos para detectar enfermedades que podrían afectarle. El problema es que pidió una prueba de paternidad y el resultado fue negativo, así que no es su hija, lo cual da pie a argumentar que no estábamos autorizados a entregarle la muestra.
– Pero en aquel momento nosotros no lo sabíamos.
– Por supuesto que no, pero la ley es la ley. Lo único que importa es que la familia puede demandarnos. Tienen fundamentos para presentar una querella, y lo han hecho.
– ¿Dónde está el cadáver? -preguntó Marty.
– Enterrado. Hace ocho días.
– Ya. -Marty hojeó el documento-. Y ¿qué piden?
– Además de daños y perjuicios, quieren que se les entreguen muestras de sangre y de tejidos para volver a realizar las pruebas -dijo McCormick-. ¿Guardamos muestras de sangre y de tejidos de los fallecidos?
– Lo comprobaré -respondió Marty-, aunque me imagino que sí.
¿Sí?
– Seguramente. Hoy en día se guardan muestras de todo, Kevin. Se recoge todo lo que la ley permite de las personas que pasan por el hospital.
– Esa no es la respuesta correcta -repuso McCormick, fulminándolo con la mirada.
– ¿Pues qué tengo que decir?
– Que no guardamos los tejidos de ese hombre.
– Pero ya saben que sí. Como mínimo saben que tenemos sangre porque le hicimos una prueba de tóxicos después del accidente.
– Pues la hemos perdido.
– De acuerdo, la hemos perdido. ¿Y de qué va a servirnos? Siempre pueden desenterrar el cuerpo y extraer tantas muestras como quieran.
– Precisamente.
– No te entiendo.
– Que lo hagan. Es lo que aconseja el abogado. La exhumación lleva tiempo y cuesta mucho dinero. Supongamos que no tienen tiempo ni dinero… Se olvidarán de todo.
– Estupendo -dijo Marty-. Entonces, ¿para qué me has hecho venir?
– Porque tienes que volver a anatomía patológica y confirmármelo. Resulta que, por desgracia, no tenemos más muestras del cadáver. Todo lo que no le dimos a la hija, lo hemos tirado o se ha perdido.
– Ya.
– Llámame como máximo dentro de una hora -le ordenó McCormick, y se dio media vuelta.
Marty Roberts entró en el laboratorio de anatomía patológica de la planta baja. Su ayudante, Raza Rashad, un joven de veintisiete años, muy atractivo y de ojos negros, se encontraba limpiando los tableros de acero inoxidable para el siguiente trabajo. A decir verdad, era Raza quien gestionaba el laboratorio. A Marty lo absorbían por completo la gran carga de trabajo administrativo que conllevaba la gestión del personal: especialistas sénior de patología, residentes, estudiantes de turnos rotativos y demás empleados. Había llegado a confiar por completo en Raza, que era muy inteligente y ambicioso.
– Oye, Raza, ¿te acuerdas del blanco de cuarenta y seis años de hace una semana que presentaba heridas por colisión? Se estrelló contra un paso elevado.
– Sí, sí que lo recuerdo. Se llamaba Heller, o Weller.
– ¿Te acuerdas de que la hija nos pidió una muestra de sangre?
– Sí. Ya se la dimos.
– Pues resulta que ha pedido las pruebas de paternidad y han salido negativas. Ese hombre no era su padre.
Raza lo miró sin dar crédito.
– ¿De verdad?
– Sí. Ahora resulta que la madre está hecha una furia. Quiere más muestras. ¿Qué tenemos?
– Lo miraré. Supongo que lo de siempre. Todos los órganos principales.
– ¿Cabe alguna posibilidad de que el material se haya extraviado? ¿De que no podamos dar con él? -preguntó Marty.
Raza asintió despacio, mirando a Marty fijamente.
– Es posible, sí. Siempre cabe la posibilidad de que nos hayamos equivocado al etiquetarlo. Si es así, nos costará mucho encontrarlo.
– ¿Varios meses?
– Años, incluso; tal vez no lo encontremos nunca.
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