Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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La mujer, Karen Diehl, seguía hablando. Santo Dios, cuánto hablaban las putas ricachonas. Sindler no la interrumpía porque no quería que el Blanco anotara en el informe que Sindler la estaba acosando. Wilson se lo había advertido ya cuatro veces. Pues muy bien, que la bruja hablara cuanto quisiera. Que contara con todo lujo de detalles la agotadora y pasmosamente aburrida historia de por qué su marido era un padre pésimo y un jodido sinvergüenza. A fin de cuentas, era ella quien le había puesto los cuernos.

No es que eso fuera a salir a relucir ante el tribunal. En California no hacía falta inculpar a ninguno de los esposos para conseguir el divorcio, no tenía por qué ocurrir nada en particular, bastaba con que existieran «diferencias irreconciliables». Sin embargo, la infidelidad de la mujer siempre animaba el proceso. En manos de un experto, como por ejemplo Barry, ese hecho podía tergiversarse con facilidad para insinuar que aquella mujer tenía prioridades que le importaban más que sus queridos hijos. Desatendía sus necesidades, no era una tutora de fiar, era una egoísta que solo se preocupaba de su propio bienestar mientras los niños quedaban al cuidado de la asistenta hispana.

Y para tener veintiocho años estaba de muy buen ver. Eso también jugaría en su contra. Barry Sindler veía perfilarse con claridad el grueso de su argumentación. Y Wilson el Blanco parecía un poco inquieto. Era probable que adivinara hacia dónde pensaba orientar Sindler el caso.

O tal vez le extrañara el mero hecho de que atendiera a su dienta. Barry Sindler no solía encargarse de las declaraciones de los esposos; siempre dejaba esas tareas a los memos de los subordinados que trabajaban en su firma de abogados mientras él se pasaba el día en el centro, acumulando las rentables horas de su presencia en los tribunales.

Al fin la mujer se calló para tomar aire. Sindler aprovechó para meter baza.

– Señora Diehl, me gustaría aparcar momentáneamente este tema y pasar a otro. Le estamos pidiendo formalmente que se someta a una batería completa de pruebas genéticas en un centro reputado, a ser posible la UCLA, y…

La mujer se incorporó de golpe en su asiento. Sus mejillas enrojecieron al instante.

– ¡No!

– No se precipite -la tranquilizó el Blanco, y posó la mano en el brazo de su dienta. Ella la apartó con un gesto airado.

– ¡He dicho que no! ¡Ni hablar! ¡Me niego rotundamente!

Estupendo. Sindler no había previsto semejante reacción; era estupendo.

– En previsión a su posible negativa, hemos redactado el borrador de una petición al tribunal para que ordene las pruebas -prosiguió Sindler, y le entregó un documento al Blanco-. Estamos casi seguros de que el juez se mostrará de acuerdo.

– Nunca había oído nada parecido -protestó el Blanco mientras hojeaba las páginas-. Pruebas genéticas en un caso de custodia…

Para entonces la señora Diehl estaba completamente histérica.

– ¡No! ¡No! ¡He dicho que no! Ha sido idea de ese gilipollas, ¿verdad? ¡Cómo se atreve! ¡Es un asqueroso hijo de puta!

El Blanco observaba a su dienta con perplejidad.

– Señora Diehl -empezó-, creo que será mejor que hablemos de esto en privado.

– ¡No! ¡No hay nada de que hablar! ¡Nada de pruebas! ¡He dicho que no y sanseacabó!

– En ese caso no nos queda más opción que recurrir al juez -dijo Sindler, encogiéndose ligeramente de hombros.

– ¡Vayase a la mierda! ¡Y él también! ¡Todos a la mierda! ¡Las pruebas se las hará su puta madre!

Dicho esto, se levantó, cogió el bolso, salió de la sala pisando con fuerza y dio un portazo.

Se hizo un instante de silencio. Al fin Sindler habló.

– Incluya en su informe que a las tres cuarenta y cinco de la tarde la declarante salió del despacho y tuvimos que dar por finalizada la sesión.

Empezó a guardar los documentos en el maletín.

– Nunca había oído nada parecido, Barry -admitió Wilson el Blanco-. ¿Qué pinta una batería de pruebas genéticas en un caso de custodia?

– Los resultados nos lo dirán -respondió Sindler-. Es un procedimiento nuevo, pero estoy seguro de que pronto se convertirá en habitual. -Cerró el maletín, estrechó la mano flácida del Blanco y abandonó el despacho.

C012.

Josh Winkler acababa de cerrar la puerta de su despacho y se dirigía a la cafetería cuando sonó el móvil. Era su madre. Hablaba en tono amable, lo cual siempre resultaba alarmante.

– Josh, cariño, dime qué le has hecho a tu hermano.

– ¿Qué quieres decir? Yo no le he hecho nada, hace dos semanas que no lo veo, desde que fui a buscarlo a la cárcel.

– Hoy era cuando tenía que comparecer ante el juez -explicó su madre-. Y Charles ha acudido a representarlo.

– Ah… -Esperaba a que le cayera la reprimenda-. ¿Cómo ha ido?

– Adam ha llegado puntual al juzgado, con una camisa limpia y corbata, y el traje y el pelo bien arreglados; hasta se ha limpiado los zapatos. Se ha declarado culpable y ha pedido que lo incluyan en un programa de desintoxicación. Ha dicho que llevaba dos semanas sin consumir y que había encontrado trabajo.

¿Qué?

– Sí, ha encontrado trabajo. Parece que lo han contratado como chófer de limusinas en su antigua empresa. Lleva trabajando allí las dos últimas semanas. Charles dice que ha engordado.

– No puedo creerlo -dijo Josh.

– Ya me lo imagino. Charles tampoco daba crédito, pero jura que es verdad. Adam es un hombre nuevo. Parece que ha madurado de golpe. Es un milagro, ¿no te parece? ¿Joshua? ¿Estás ahí?

– Sí, estoy aquí-dijo tras una pausa.

– Nada, mamá. Solo estuvimos hablando. -Dice que le diste una sustancia genética, que la inhaló. «Dios mío -pensó Josh-. Ese tipo de cosas está regulado por ley, las normas son muy serias.»

No podía experimentarse con humanos sin una solicitud formal y las reuniones de la junta de aprobación; había que seguir las directrices marcadas por el gobierno federal. Despedirían a Josh al instante.

– No, mamá. Me parece que se confunde. Ese día Adam estaba hecho un asco.

– Dice que llevabas un rociador. -No, mamá.

– Inhaló un rociador para ratas.

– Te digo que no, mamá.

– Él dice que sí.

– Y yo digo que no, mamá.

– No hace falta que te pongas a la defensiva -dijo la mujer-. Pensaba que te haría ilusión saberlo, Joshua. Siempre andas buscando nuevas sustancias que tengan grandes aplicaciones comerciales. Pues a lo mejor esta sirve para que la gente se desenganche de las drogas. A lo mejor termina con la adicción.

Joshua negaba con la cabeza.

– Mamá, no pasó nada.

– Muy bien, no quieres contarme la verdad, ya lo veo. ¿Era para un experimento? ¿Para eso era el rociador? -Mamá…

– El caso, Josh, es que se lo he contado a Lois Graham porque su Eric ha dejado los estudios. Se mete crack, o caballo, o…

– Mamá…

– Quiere que pruebe el rociador. «Por Dios.»

– Mamá, no puedes ir contándolo por ahí.

– Y a Helen Stern, también. Su hija está enganchada a los somníferos. Tuvo un accidente de coche y dicen que van a entregar a su hijo a una familia de acogida. Helen quiere…

– ¡Mamá! ¡Haz el favor de no contárselo a nadie más!

– ¿Te has vuelto loco? Tengo que contarlo. Me has devuelto a mi hijo y para mí es como un milagro. ¿Es que no te das cuenta, Joshua? Has hecho posible un milagro. El mundo entero hablará de ello, te guste o no.

Joshua estaba empezando a sudar y a marearse. De súbito, recobró la calma y lo vio claro. «El mundo entero hablará de ello.»

Por supuesto, cómo no. Si aquel fármaco era capaz de desenganchar a la gente de las drogas, se convertiría en el más valioso de los últimos diez años. Todo el mundo querría conseguirlo. ¿Y si servía para más cosas? A lo mejor curaba los trastornos obsesivo compulsivos, o el déficit de atención. El gen de la madurez tenía efectos sobre la conducta, eso ya lo sabían. El hecho de que Adam inhalara la sustancia de aquel aerosol había resultado providencial.

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