Desde entonces se había descubierto la existencia de más de cincuenta quimeras. Los científicos sospechaban que el quimerismo no era tan extraño como se creía. En realidad, cada vez que aparecía alguna cuestión compleja relacionada con la paternidad se tenía que pensar en el quimerismo como la posible respuesta. Era posible que el padre de Lisa fuera una quimera. Sin embargo, para determinar si así era, hacían falta tejidos de todos los órganos del cuerpo y, a ser posible, de distintas partes de cada uno de los órganos.
Por eso el doctor Roberts tenía que extraer tantas muestras de tejido, y por eso la extracción tenía que realizarse en el hospital y no en el lugar de la sepultura.
El doctor Roberts levantó la tapa del ataúd y se volvió hacia la familia que aguardaba al otro lado de la tumba.
– ¿Puede alguno de ustedes identificar el cadáver, por favor?
– Yo -se ofreció Tom.
Avanzó hasta el hoyo y miró dentro del ataúd. Sorprendentemente, su padre se conservaba muy bien; la única diferencia que observó fue que la piel mostraba un tono grisáceo mucho más
oscuro y las extremidades se habían encogido, habían perdido masa, sobre todo las piernas, cubiertas por los pantalones.
El patólogo habló en tono formal.
– ¿Es este su padre, John J. Weller?
– Sí, sí que lo es.
– Muy bien. Gracias.
– Doctor Roberts, ya sé que tienen que seguir el protocolo pero… si pudieran extraer aquí los tejidos para que mi madre no tuviera que esperar un día más y asistir a otro entierro…
– Lo siento -se disculpó Marty Roberts-. Tengo que hacer lo que dicta la ley estatal. Es imprescindible que nos llevemos el cadáver al hospital para someterlo a las pruebas requeridas.
– Si pudiera saltárselo… Solo por esta vez…
– Lo lamento. Ojalá pudiera.
Tom asintió y volvió junto a su madre y su hermana.
– ¿De qué hablabais? -quiso saber su madre.
– Le he hecho una pregunta al doctor.
Tom se volvió y vio al doctor Roberts inclinado, con medio cuerpo dentro del ataúd. El patólogo se incorporó de súbito, se acercó a Tom y le susurró algo al oído para que los demás no pudieran oírlo.
– Señor Weller, tal vez podamos ahorrarle un mal trago a su familia. Si esto queda entre nosotros…
– Claro. ¿Lo hará…?
– Sí, lo haremos aquí. Me llevará poco rato. Voy a por el maletín. -Se dirigió a toda prisa hacia un todoterreno cercano.
Emily se mordió el labio.
– ¿Qué está haciendo?
– Le he pedido que practique aquí las pruebas, mamá.
– ¿Y le ha parecido bien? Gracias, cariño -dijo, y besó a su hijo-. ¿Le hará las mismas pruebas que le hubiera hecho en el hospital?
– No, todas no. Pero dice que con eso habrá bastante para resolver tus dudas.
Al cabo de veinte minutos ya habían extraído las muestras de tejido y las habían introducido en una serie de probetas de cristal. Luego colocaron las probetas en las ranuras destinadas a ello dentro de un estuche térmico de metal. El ataúd fue devuelto a la tumba y desapareció en la penumbra.
– Vamos -dijo Emily Weller a sus hijos-. Vayámonos de aquí. Necesito tomar algo.
Mientras se alejaban del lugar en coche, la mujer se dirigió a su hijo.
– Siento que te haya tocado hacerlo a ti, cariño. ¿Cómo estaba el pobre Jack? ¿Muy descompuesto?
– No -respondió Tom-. No mucho.
– Qué bien. -Emily respiró aliviada-. Qué suerte.
Cuando llegaron al hospital Long Beach Memorial, Marty Roberts estaba sudando. Si se descubría lo que había hecho en el cementerio, podían retirarle la licencia y no podría ejercer nunca más. Cualquiera de los enterradores podía descolgar el teléfono y llamar a la oficina del condado. Allí se preguntarían por qué Marty había infringido el protocolo, sobre todo teniendo en cuenta que había pendiente un juicio. Cuando se extraían muestras de tejido fuera del laboratorio, se corría el riesgo de contaminarlas. Eso era algo que sabía todo el mundo. Así que en la oficina del condado se preguntarían por qué Marty Roberts se había expuesto a ello. Y, poco después, se preguntarían…
¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Estacionó en el aparcamiento de urgencias, junto a las ambulancias, y corrió por el pasillo de la planta baja hasta el departamento de anatomía patológica. Era la hora de comer, no había casi nadie. Los tableros de acero inoxidable que se alineaban en la sala estaban limpios.
Raza se estaba lavando.
– Eh, tú, imbécil de mierda -lo insultó Marty-. ¿Qué quieres? ¿Que nos metan a los dos entre rejas?
Raza se volvió despacio.
– ¿Qué ocurre? -preguntó sin inmutarse.
– ¿Que qué ocurre? -repitió Marty-. Te lo tengo dicho. Extráeles los huesos solo a los cadáveres que vayan a incinerar, no a los que vayan a enterrar. Solo a los que vayan a incinerar. ¿Tanto cuesta de entender?
– No, bueno, ya lo hago -respondió Raza.
– No, no lo haces. Acabo de volver de una exhumación, y ¿sabes lo que he visto al abrir el ataúd, Raza? Un hombre cuyas piernas y cuyos brazos eran puro pellejo. Y lo habían enterrado.
– No -repuso Raza-. Yo no hago eso.
– Pues alguien le ha extraído los huesos.
Raza se dirigió al despacho.
– ¿Cómo se llamaba el hombre?
– Weller.
– ¿Otra vez ese? Es el mismo del que perdimos las muestras de tejido, ¿no?
– Sí. La familia ha pedido que se exhume el cadáver. Ya te he dicho que lo habían enterrado.
Raza se inclinó sobre su escritorio y tecleó el nombre del paciente. Observó la pantalla.
– Ah, sí. Lo enterraron. Pero no me encargué yo.
– ¿No fuiste tú? ¿Pues quién narices lo hizo? -gritó Martv.
Raza se encogió de hombros.
– Vino mi hermano. Esa noche había quedado para salir.
– ¿Tu hermano? ¿Qué hermano? Se supone que nadie puede…
– Cálmate, Marty -le aconsejó Raza-. Mi hermano viene de vez en cuando. Él ya sabe lo que tiene que hacer. Trabaja en el depósito de cadáveres de Hilldale.
Marty se enjugó el sudor de la frente.
– Dios mío. ¿Cuánto tiempo hace que viene por aquí?
– Un año, más o menos.
– ¡Un año!
– Solo viene de noche, Marty. Ya tarde. Se pone mi bata y es como si fuera yo. Nos parecemos mucho.
– Espera un momento -dijo Marty-. ¿Quién le dio a la chica la muestra de sangre? A Lisa Weller.
– De acuerdo -admitió Raza-. A veces comete errores.
– Y a veces también viene por la tarde, ¿no?
– Solo los domingos, Marty. Solo si he quedado con alguien, y ya está.
Marty se aferró al borde del escritorio para tranquilizarse. Se apoyó y respiró hondo.
– ¿Me estás diciendo que un mamarracho que ni siquiera es empleado del hospital ha entregado una muestra de sangre sin autorización a una mujer porque esta se la pidió? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
– No es un mamarracho, es mi hermano.
– Por Dios.
– Me dijo que la chica era muy mona.
– Eso lo explica todo.
– Vamos, Marty -dijo Raza en tono suave-. Siento lo de Weller, de verdad, pero puede haberlo hecho cualquiera. Puede que en el puto cementerio lo desenterraran y le extrajeran los huesos. Incluso podrían haberlo hecho los enterradores que trabajan por cuenta propia. Ya sabes que esas cosas pasan. Cogieron a aquellos tipos de Phoenix, y a los de Minnesota. Y hace poco ocurrió en Brooklyn.
– Y ahora están todos en la cárcel, Raza.
– De acuerdo, tienes razón -admitió Raza-. Yo le pedí a mi hermano que lo hiciera.
– Que tú…
– Sí. La noche en que llegó el cuerpo de Weller, recibimos una llamada urgente que reclamaba huesos y Weller nos venía de perlas. ¿Qué podíamos hacer si no? Ya sabes que esos tipos acuden a donde haga falta. Para ellos, «ahora» es «ahora». Cumplir o morir.
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