Uno de los británicos se volvió hacia Hagar.
– ¿Dónde para el chimpancé?
– Es un orangután -lo corrigió Hagar.
– Da igual. ¿Dónde está? -Su tono denotaba impaciencia.
– No utiliza agenda -ironizó Hagar.
– ¿Suele andar por este sitio? ¿Sí? Pues podríamos poner un poco de comida o algo para atraerlo o llamarlo como si hubiera una hembra en celo.
– No -respondió Hagar.
– ¿No hay manera de atraerlo?
– No.
– Así, ¿no nos queda más remedio que sentarnos y esperar que aparezca? -El periodista miró el reloj-. Quieren las imágenes a mediodía.
– Mala suerte -le espetó Hagar-. Resulta que estamos en la jungla y las cosas ocurren cuando ocurren. Así es la naturaleza.
– Pero ese animal habla, eso no es natural -protestó el cámara-. No dispongo de todo el puto día.
– ¿Qué quiere que le diga? -se limitó a responder Hagar.
– ¡Tráigame aquí a ese puto mono! -vociferó el tipo.
El berrido asustó a los macacos de los árboles y los hizo huir entre chillidos. Hagar miró al resto del grupo. El cámara francés habló.
– ¿Qué tal si nos callamos? Va para todos.
– ¡Vayase a la mierda, gilipollas! -saltó el británico.
– Tranquilícese, amigo.
Un hombre corpulento del grupo australiano avanzó y apoyó la mano en el hombro del británico. Este le propinó un puñetazo en la mandíbula. El australiano le cogió la muñeca, se la retorció y lo lanzó contra el trípode de un empujón. El dispositivo cayó al suelo y el cámara se despatarró encima. Los demás británicos se abalanzaron sobre el australiano y los compañeros de este acudieron en su defensa secundados por los alemanes. Al cabo de unos instantes, tres equipos de periodistas estaban en plena batalla campal. Cuando el trípode de los franceses cayó al suelo y el cámara quedó salpicado por completo de barro, el resto de equipos se enfrascaron también en la pelea.
Hagar se limitó a contemplarlos.
«Desde luego hoy no va a aparecer ningún orangután», pensó.
Rick Diehl, de BioGen, se estaba cambiando en el vestuario del club de campo de Bel Air. Había acudido allí para jugar un/oarsome con unos inversores que parecían interesados en la empresa. Se trataba de un tipo de Merrill Lynch, su novio y un tercero de Citibank. Rick trató de aparentar tranquilidad, aunque en realidad tenía cierto apremio pues vivía en un pánico constante desde que había visto a su esposa atravesar el vestíbulo junto a aquel imbécil vestido de tenista. Sin el apoyo financiero de Karen, Rick quedaba a merced del otro principal inversor, Jack Watson. Eso no lo hacía sentirse precisamente cómodo. Le hacía falta dinerito fresco.
En el campo de golf, bajo el sol radiante y la suave brisa, les habló de las novedosas maravillas de la biotecnología y del poder de las citocinas producidas a partir de la línea celular Burnet que BioGen había adquirido. Representaba una verdadera oportunidad para introducirse en una empresa que estaba a punto de expandirse con rapidez.
Sin embargo, ellos no lo veían de la misma manera. El tipo de Merrill Lynch formuló una pregunta.
– ¿No son lo mismo las linfocinas y las citocinas? ¿No se han dado varios casos de defunciones, a causa de las citocinas, de las que no se han ofrecido explicaciones?
Rick les explicó que así era, que se habían producido algunas muertes, unos años atrás, por culpa de unos cuantos médicos que se habían precipitado a dar el pistoletazo de salida para su aplicación terapéutica.
El tipo de Merrill Lynch prosiguió.
– Yo me metí en las linfocinas hace cinco años pero no llegué a ver ni un céntimo.
Entonces intervino el de Citibank.
– ¿Qué me dice de las tormentas de citocinas?
«¿Tormentas de citocinas? Dios santo», pensó Rick. Golpeó la pelota.
– De hecho, eso no es más que una hipótesis -dijo-. Parece que en ciertas circunstancias poco habituales las citocinas pueden sobreestimular el sistema inmunológico, por lo que este ataca en respuesta al propio organismo con la consiguiente disfunción de varios órganos.
– ¿Como en la epidemia de gripe de 1918?
– Es lo que dicen unos cuantos especialistas, pero no hay que olvidar que trabajan para empresas farmacéuticas que fabrican productos competidores.
– ¿Insinúa que podría no ser cierto?
– Hoy en día hay que andarse con mucho cuidado con lo que difunden las universidades.
– ¿Incluso sobre lo de 1918?
– La desinformación toma formas muy distintas -aseguró Rick al tiempo que recogía la pelota-. La verdad es que el futuro está en las citocinas. Tanto los ensayos clínicos como el desarrollo del producto avanzan muy rápido y ofrecen los mejores resultados financieros de todas las líneas de productos disponibles. Por eso fueron la primera adquisición de BioGen. Además, acabamos de ganar el juicio…
– ¿No van a recurrir? Había oído que sí.
– Al conocer la resolución del juez se les han quitado las ganas.
– Pero hay personas que han muerto al transferirles genes que les han provocado una tormenta de citocinas, muchísimas personas han muerto.
Rick exhaló un suspiro.
– No tantas.
– ¿Cuántas? ¿Cincuenta o cien, más o menos?
– No conozco la cifra exacta -respondió Rick, que empezaba a darse cuenta de que el día no iba a salirle precisamente redondo. Y eso ya una hora antes de que uno de los hombres afirmara que, en su opinión, solo un idiota invertiría en citocinas.
Fantástico.
Tras el partido, se sentó en el banco del vestuario derrotado y sin fuerzas. Entonces apareció Jack Watson, bronceado y espléndido con su blanco equipo de tenis. Se sentó junto a él.
– ¿Ha ido bien el partido? -preguntó.
Era la última persona a quien Diehl deseaba ver.
– No ha ido mal del todo.
– ¿Va a animarse alguno a entrar en el negocio?
– Es posible. De momento, toca esperar.
– Esos tipos de Merrill Lynch no tienen cojones. Para ellos arriesgarse es mearse en la bañera. Yo no cantaría victoria. ¿Qué opinas del tema de Radial Genomics?
– ¿Qué tema de Radial Genomics?
– Ya me imaginaba que la noticia no era de dominio público, pero pensaba que tú lo sabrías. -Se inclinó y empezó a desabrocharse los cordones de las zapatillas de deporte-. Pensaba que estarías preocupado -prosiguió-. ¿No te han robado hace poco?
– Sí. Mi coche desapareció del aparcamiento -respondió Diehl-. Me estoy divorciando, y justo ahora las cosas se han puesto bastante feas.
– ¿Crees que el coche te lo robó tu esposa?
– Sí…
– ¿Lo sabes seguro?
– No, saberlo no -respondió Diehl torciendo el gesto-. Me imagino…
– Así empezaron las cosas en Radial Genomics, con unos cuantos robos de poco valor en las propias instalaciones. Un día fue el coche de un auxiliar de laboratorio; otro, un monedero en la cafetería. Una tarjeta de acceso en el baño. En su momento, nadie le dio importancia; sin embargo, mirándolo en retrospectiva, es probable que alguien tratara de comprobar si el sistema de seguridad tenía puntos débiles. Lo comprendieron después de la desaparición de muchísima información del banco de datos.
– ¿Desapareció información del banco de datos? -preguntó Diehl, frunciendo el entrecejo.
Aquello representaba un gran peligro potencial. En Genomics conocía a Charlie Huggins. Lo llamaría y le pediría que se lo contara todo.
– Claro que Huggins no admite que haya ocurrido nada de eso -aclaró Watson-. En junio habrá una oferta pública inicial y sabe que eso les perjudicaría. El caso es que el mes pasado les robaron cuatro líneas celulares del laboratorio y desaparecieron cincuenta terabytes de datos de la red, incluidas las copias de seguridad de la información recogida en otras instalaciones. Quienquiera que fuera hizo muy bien su trabajo. Fue un verdadero revés.
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