Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Y que lo digas. Lo siento por ellos.

– En cuanto me enteré, puse en contacto a Charlie con la empresa BDG, Biological Data Group. Se dedica a la seguridad, seguro que la conoces.

– ¿BDG? -A Diehl el nombre no le sonaba, pero daba la impresión de que debiera estar al corriente-. Claro que la conozco.

– Bien. Han trabajado para Genentech, Wyeth, BioSyn y unas doce empresas más. Ellos nunca contarán lo ocurrido, pero sin duda BDG es la mejor cuando se tienen problemas. Se presentan allí, analizan el sistema de seguridad, identifican los puntos débiles y cubren las lagunas existentes en la red. Es silencioso, rápido y confidencial.

Diehl pensó que el único problema relacionado con la seguridad que tenía era precisamente el sobrino de Jack Watson. En cambio, dijo:

– A lo mejor yo también me pongo en contacto con ellos.

Así fue como Rick Diehl se encontró sentado en un restaurante frente a una rubia elegantemente vestida con un traje chaqueta negro. Al presentarse le dijo que se llamaba Jacqueline Maurer. Tenía el pelo corto y un talante dinámico. Lo saludó con un fuerte apretón de manos y le entregó su tarjeta de visita. No debía de tener más de treinta años y el cuerpo firme de una gimnasta. Era muy directa al hablar y no apartaba la mirada.

Rick echó un vistazo a la tarjeta. Ponía BDG en letras azules, y debajo, en una fuente de menor tamaño, aparecía su nombre y un número de teléfono. Nada más.

– ¿Dónde están las oficinas de BDG? -preguntó él.

– En muchas ciudades del mundo.

– ¿Usted dónde trabaja?

– Ahora, en San Francisco. Antes trabajaba en Zurich.

Le llamó la atención su acento. Habría dicho que era francés, pero lo más probable era que fuera alemán.

– ¿Usted es de Zurich?

– No. Nací en Tokio. Mi padre formaba parte del cuerpo diplomático. De pequeña viajé mucho, fui a la escuela en París y en Cambridge. Empecé trabajando para Crédit Lyonnais en Hong Kong porque sé hablar mandarín y cantones. Luego cambié a Lombard Odier, en Ginebra; es una entidad bancaria privada.

El camarero se acercó a la mesa y la chica pidió un agua mineral de una marca que Rick no conocía.

– ¿Qué es? -le preguntó.

– Es un agua noruega. Está muy buena.

El pidió lo mismo.

– ¿Cómo fue a parar a BDG? -quiso saber.

– Fue hace dos años, en Zurich.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Rick.

– Lo siento, no puedo contárselo. Una empresa tenía un problema y avisaron a BDG para resolverlo. Me pidieron que colaborara con ellos por cuestiones técnicas y al final acabaron contratándome.

– ¿La empresa que tenía el problema era de Zurich?

La chica sonrió.

– Lo siento.

– ¿Para qué empresas ha trabajado desde que entró en BDG?

– No estoy autorizada a decírselo.

Rick torció el gesto. Se le antojó que aquella entrevista iba a resultar muy tonta si la chica no podía contarle nada.

– Ya sabe que el robo de datos es un problema muy extendido. Afecta a empresas de todo el mundo. Las pérdidas se estiman en un billón de euros anuales. A ninguna compañía le interesa que sus problemas salgan a la luz, así que mantenemos en secreto la identidad de nuestros clientes.

– ¿Qué es exactamente lo que puede contarme? -preguntó Rick.

– Piense en todas las grandes empresas bancarias, científicas y farmacéuticas que se le ocurran. Es probable que hayamos trabajado para ellas.

– Es muy discreta.

– También seremos discretos con usted. Enviaremos tan solo a tres personas a su empresa, incluyéndome a mí. Nos haremos pasar por auditores de una entidad de capital riesgo que se plantea invertir. Emplearemos una semana en comprobar la situación y luego le presentaremos un informe.

Era muy franca, muy directa. Rick trataba de concentrarse en lo que le estaba diciendo; sin embargo, su belleza lo distraía. La chica no había hecho la más mínima insinuación: ni una mirada, ni un contoneo, ni un roce, pero le parecía enormemente sexy. No llevaba sujetador, se notaba, sus pechos turgentes se perfilaban bajo la blusa de seda…

– Señor Diehl -lo llamó.

Lo estaba mirando. Se le había ido el santo al cielo.

– Lo siento. -Sacudió la cabeza-. Estoy pasando por un mal momento…

– Ya sabemos que tiene problemas personales -dijo ella-. Y también estamos al corriente de los problemas que tiene con la seguridad de la empresa; me refiero al problema político.

– Sí -reconoció él-. Tenemos un jefe de seguridad, Bradley…

– Tienen que buscarle un sustituto de inmediato -le espetó la chica.

– Ya lo sé -dijo él-, pero su tío…

– Déjelo en nuestras manos -lo atajó.

El camarero regresó y ella pidió algo para comer.

A medida que se desarrollaba la conversación, Rick se sentía cada vez más atraído por la chica. Jacqueline Maurer poseía cierto exotismo y un aire reservado que se le antojó retador. No le costó decidirse a contratarla. Deseaba volver a verla.

Cuando terminaron de comer, salieron juntos del restaurante. Ella le estrechó la mano con firmeza.

– ¿Qué día les va bien empezar? -preguntó Rick.

– Cualquiera. Hoy mismo, si quiere.

– Muy bien -accedió él.

– De acuerdo. Entonces dentro de cuatro días nos presentaremos en sus instalaciones.

– ¿No iban a venir hoy?

– Ah, no. Hoy empezaremos a trabajar, pero lo primero que tenemos que hacer es resolver el problema político. Luego iremos a la empresa.

Una limusina negra se detuvo junto a ellos. El chófer salió del vehículo, lo rodeó y le abrió la puerta del acompañante a la chica.

– Por cierto -dijo-, han localizado su Porsche en Houston. Estamos bastante seguros de que no fue cosa de su mujer.

Al entrar en la limusina se le subió la falda, y no se la bajó. Agitó la mano para despedirse de Rick mientras el chófer cerraba la puerta.

Cuando la limusina se alejó, Rick se percató de que se había quedado sin respiración.

C018.

No era más que una forma de relajarse, Brad Gordon era consciente de ello, pero a ver cómo se lo explicaba a los demás. Un soltero tenía que andarse con cuidado en los tiempos que corrían. Precisamente por eso siempre llevaba encima la PDA y el móvil cuando se sentaba en las gradas del colegio. Aparentaba estar todo el rato enviando mensajes y hablando, como haría cualquier padre ocupado, o cualquier tío. No acudía siempre, solo una o dos veces por semana durante la temporada de fútbol. Cuando no tenía nada más que hacer.

En plena tarde soleada, las chicas que corrían de un lado a otro en pantalones cortos y con calcetines hasta la rodilla tenían un aspecto estupendo. Eran alumnas de primer curso de secundaria, de ágiles piernas y pechos incipientes que apenas botaban cuando corrían. Algunas tenían las tetas bastante desarrolladas y un buen trasero; sin embargo, la mayoría conservaba un aire infantil de lo más atractivo. Aún no eran mujeres, pero ya no eran niñas. Con todo, seguirían destilando inocencia durante una buena temporada.

Brad ocupó el asiento habitual en el extremo de una fila central, como si quisiera guardar las distancias para mantener la privacidad mientras hablaba por teléfono de asuntos laborales. Saludó con la cabeza a los demás acompañantes, abuelos y asistentas hispanas, mientras sacaba la PDA y se colocaba el teléfono móvil en el regazo. Cogió el lápiz óptico y empezó a puntear la pantalla del aparato como si estuviera demasiado ocupado para prestar atención a las chicas.

– Disculpe.

Alzó la mirada. Una muchacha asiática se había sentado a su lado. No la había visto nunca hasta entonces. Era muy mona, debía de tener unos dieciocho años.

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