– ¡Oh, Dios mío! -exclamó.
Los tentáculos oscilaron para alejarse de la pared, y levantaron su presa muy alto por el aire, en el centro del cilindro. «Es el final», pensó. Pero, en ese instante, sintió que su cuerpo resbalaba hacia abajo, junto con el colchón. Se agarró a los tentáculos para tener un punto de apoyo, y siguió deslizándose hacia abajo, a lo largo de las gigantescas enredaderas hediondas, hasta chocar con la cubierta, cerca de la cocina. Al golpear el suelo, la cabeza produjo un fuerte ruido. Norman rodó sobre la espalda.
Vio que los tentáculos, allá arriba, estrujaban y retorcían el colchón. ¿El calamar se había dado cuenta de lo ocurrido, de que su presa se había zafado?
Miró a su alrededor con desesperación: ¡Un arma, un arma! Era un habitáculo militar: tenía que haber un arma en alguna parte.
Los tentáculos destrozaron el colchón. Fragmentos de relleno blanco se desparramaron por el cilindro. Los tentáculos soltaron el colchón, cuyos pedazos también cayeron. Después, los tentáculos empezaron a balancearse otra vez por el habitáculo.
Buscando.
«Lo sabe -pensó Norman-, sabe que me escapé y que todavía estoy por aquí, en alguna parte. Trata de cazarme.»
Pero ¿cómo lo supo?
Norman se agachó detrás de la cocina, cuando una de las palas se acercó y destrozó ollas y sartenes, barriéndolo todo a su paso, palpando el lugar para descubrir su presa humana. Norman se agachó y encontró una maceta con una planta grande. El tentáculo seguía hurgando, moviéndose sin descanso por el suelo y golpeando las cacerolas. Norman empujó la planta hacia adelante y el tentáculo la agarró, la arrancó de la maceta con suma facilidad y la arrojó con gran violencia por el aire.
Esa distracción permitió a Norman arrastrarse a gatas hacia adelante.
«Un arma -pensaba Norman-. Un arma.»
Miró hacia abajo, hacia donde había caído el colchón, y vio alineadas en la pared, cerca de la escotilla del fondo, una serie de barras verticales plateadas: ¡disparadores neumáticos de lanzas! No entendía cómo no los había visto cuando corría hacia lo alto. Las lanzas se hallaban rematadas por un bulbo parecido a una granada de mano. ¿Serían puntas explosivas? Empezó a descender por la escalerilla.
También los tentáculos se estaban deslizando hacia abajo, siguiendo a su presa. ¿Cómo sabía el calamar dónde estaba él? Y en ese momento, cuando pasó frente a una portilla, vio afuera el ojo, y pensó: «¡Puede verme! ¡Por el amor de Dios! Debo mantenerme alejado de las portillas.»
No pensaba con claridad. ¡Todo ocurría con tanta rapidez! Pasó reptando frente a las cajas con explosivos que había en el pañol, al tiempo que pensaba: «Será mejor que no yerre ahora.» Luego, se lanzó y aterrizó, con un sonoro ruido metálico, sobre la cubierta en la que estaba la esclusa de aire.
Los tentáculos descendían a lo largo del cilindro, retorciéndose sobre sí mismos, en pos de su presa. Norman tiró de uno de los disparadores neumáticos, pero estaba unido a la pared mediante una banda de goma. Dio un tirón del disparador, en un intento por arrancarlo.
Los tentáculos continuaban acercándose.
Norman hizo que la goma diera de sí; pero el arma no se soltaba. ¿Qué ocurría con esas agarraderas de presión?
Los tentáculos se aproximaban. Descendían con rapidez.
Entonces, Norman se dio cuenta de que las agarraderas tenían cierres de seguridad, y de que había que tirar del arma en sentido lateral, no hacia fuera. Así lo hizo y, súbitamente, la goma se abrió. El disparador neumático estaba en sus manos. Se dio vuelta y el tentáculo lo derribó de un golpe; giró con rapidez sobre la espalda y vio la gran palma plana, llena de ventosas, que iba derecha hacia él. Le envolvió el casco. Todo se volvió negro y Norman disparó.
Experimentó un tremendo dolor en el pecho y en el abdomen. Durante un instante tuvo la horrorosa idea de que se había disparado a sí mismo. Después jadeó y se dio cuenta de que sólo era efecto de la contusión. El pecho le ardía, pero el calamar lo había soltado.
Seguía sin poder ver. Se arrancó la palma que le cubría el rostro, la cual cayó pesadamente sobre la cubierta, retorciéndose como una serpiente; la había seccionado del tentáculo del calamar. Las paredes estaban salpicadas de sangre. Uno de los tentáculos aún se movía, el otro era un muñón sangriento y desgarrado; ambos retrocedieron por la escotilla y se deslizaron al agua.
Norman corrió hacia la portilla el calamar se alejaba con rapidez y el fulgor verde iba esfumándose. ¡Lo había logrado: había derrotado al calamar!
Lo consiguió.
– ¿Cuántos trajiste? -preguntó Harry, girando el disparador.
– Cinco -dijo Norman-. No pude cargar con mas.
– ¿Pero funcionó?
Estaba examinando la bulbosa punta explosiva.
– Sí, funcionó: le volé todo el tentáculo.
– Vi que el calamar se alejaba y me imaginé que le tenías que haber hecho algo.
– ¿Dónde está Beth?
– No sé. Falta su traje. Es posible que haya ido a la nave.
– ¿Que haya ido a la nave?
Norman frunció el entrecejo.
– Lo único que sé es que, cuando desperté, se había marchado. Descubrí que estabas en el habitáculo y después vi el calamar. Traté de comunicarme contigo por radio, pero supongo que el metal bloqueó la transmisión.
– ¿Beth se fue?
Norman estaba empezando a enfadarse, ya que se había acordado que Beth permaneciera en la consola de comunicaciones, vigilando los sensores, mientras él estuviese afuera. ¿Era posible que se hubiese ido a la nave?
– Falta su traje -repitió Harry.
– ¡Hija de puta! -exclamó Norman.
De repente, se puso furiosísimo. Dio patadas a la consola.
– Cuidado con eso -le advirtió Harry.
– ¡Maldición!
– Tómalo con calma. Vamos, tranquilízate, Norman.
– ¿Qué demonios piensa esa mujer que está haciendo?
– Por favor, siéntate, Norman. -Harry lo condujo a una silla-. Todos estamos cansados.
– ¡Estás en lo malditamente cierto, al decir que estamos cansados!
– Calma, Norman, calma… Recuerda tu presión arterial.
– ¡Mi presión arterial está bien!
– No; no creo que ahora esté bien -opinó Harry-. Estás morado.
– ¿Cómo pudo dejarme salir y marcharse luego como si tal cosa?
– Peor aún: ella también salió.
– Pero no se cuidó de vigilarme.
En ese preciso instante se dio cuenta de por qué estaba tan enfadado: porque tenía miedo. Allí abajo sólo quedaban tres de ellos, y se necesitaban entre sí, dependían unos de otros. Pero Beth no era de fiar, y eso hacía que él sintiera miedo. Y que estuviera furioso.
– ¿Me podéis oír? -La voz de Beth se oyó por el intercomunicador-. ¿Alguien me oye?
Norman cogió el micrófono, pero Harry se lo arrebató: -Yo lo haré -dijo-. Si, Beth, te oímos.
– Estoy en la nave -dijo Beth. Su voz sonaba mal a causa de la estática-. He descubierto otro compartimiento a popa, detrás de las literas de la tripulación. Es bastante interesante.
«Bastante interesante-pensó Norman-. ¡Jesús! Bastante interesante.» Le arrancó el micrófono a Harry y dijo:
– ¡Beth! ¿Qué demonios estás haciendo ahí?
– Ah, hola, Norman. Volviste bien, ¿eh?
– A duras penas.
– ¿Tuviste problemas?
Por la voz, Beth parecía indiferente.
– Sí, los tuve.
– ¿Estás bien? Pareces enfadado.
– Ya lo creo. Estoy furioso. Beth, ¿por qué saliste cuando yo estaba fuera?
– Harry dijo que tomaría mi lugar.
– ¿Que Harry dijo…? -Miró a Harry, el cual hacía gestos negativos con la cabeza.
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