Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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– ¿Dónde está Fletcher?

– No la puedo hallar por ninguna parte.

Beth señaló el zapato que había en el suelo, y el largo manchón de sangre.

– ¿Y Tina?

Le alarmó la perspectiva de haber quedado atrapado allí abajo, sin que hubiere personal alguno de la Armada.

– Tina estaba contigo -dijo Beth, frunciendo el entrecejo.

– Parece que no lo recuerdo -respondió Norman.

– Probablemente recibiste una tremenda sacudida de corriente eléctrica y eso te habrá producido amnesia retrospectiva. No recuerdas los minutos previos al shock. Tampoco yo pude encontrar a Tina pero, según los sensores de estado, el Cilindro E se halla anegado y clausurado. Tú estabas con ella en el E. No sé por qué se inundó.

– ¿Y Harry?

– También él recibió una sacudida creo. Tuvisteis suerte de que la intensidad de corriente no fuese alta, pues de lo contrario ambos estaríais muertos. Sea como sea, está tendido en el suelo del C, dormido o inconsciente. Quizá desees echarle un vistazo; yo no quise correr el riesgo de moverlo, así que me limité a dejarlo ahí.

– ¿Despertó? ¿Te habló?

– No, pero parece que respira bien. Tiene buen color y eso. De todos modos creí que sería mejor poner en funcionamiento los sistemas para mantenimiento de la vida. -Se limpió la grasa que tenía en la mejilla-. Lo que quiero decir es que ahora tan sólo quedamos nosotros tres, Norman.

– ¿Harry, tú y yo?

– Así es: Harry, tú y yo.

Harry estaba pacíficamente dormido en el suelo, entre las literas. Norman se inclinó sobre él, le levantó un párpado y encendió una linterna ante el ojo de Harry: la pupila se contrajo.

– Esto no puede ser el cielo -dijo Harry.

– ¿Por qué no? -preguntó Norman.

Dirigió el haz de luz sobre la otra pupila, que también se contrajo.

– Porque tú estás aquí, y en el cielo no permiten la entrada a los psicólogos.

Esbozó una sonrisa débil.

– ¿Puedes mover los dedos de los pies? ¿Las manos?

– Puedo mover todo el cuerpo. Vine andando hasta aquí arriba, Norman, desde la parte inferior del C. Estoy bien.

Norman se relajó.

– Me alegra ver que te encuentras en buen estado, Harry.

Y lo decía en serio: le había aterrado el pensamiento de que Harry estuviese herido. Desde el comienzo de la expedición, todos habían dependido del matemático. En ocasiones críticas, él había logrado hacer el descubrimiento sensacional, había brindado el conocimiento que se necesitaba. Y aun ahora, a Norman lo reconfortaba pensar que, si Beth no lograba resolver el funcionamiento de los sistemas para mantenimiento de la vida, Harry sí podría hacerlo.

– Sí, estoy bien -ratificó Harry; volvió a cerrar los ojos y suspiró-. ¿Quiénes hemos quedado?

– Beth, tú y yo.

– ¡Jesús!

– ¿Quieres incorporarte?

– Sí. Me acostaré en la litera. Estoy cansado, Norman. Podría dormir un año entero.

Norman le ayudó a ponerse de pie. Harry se dejó caer en la litera más próxima.

– ¿Te parece bien si duermo un rato?

– Por supuesto.

– Me beneficiará mucho. Estoy cansadísimo, Norman. Podría dormir durante un año seguido.

– Sí, ya lo has dicho…

Se interrumpió. Harry estaba roncando. Norman extendió la mano para quitar algo arrugado que había sobre la almohada, al lado de la cabeza de Harry.

Era la libreta de Ted Fielding.

De repente, Norman se sintió abrumado. Se sentó en su litera, con la libreta en las manos. Por fin, miró un par de páginas, llenas con los garabatos grandes y entusiastas de Ted. De la libreta cayó una fotografía. Le dio la vuelta y vio que era la foto de un Corvette rojo. Un sentimiento de dolor lo dominó; aunque no sabía si estaba llorando por Ted o por sí mismo. Lo que sí le resultaba claro era que uno tras otro todos estaban muriendo allí abajo. Norman se hallaba muy triste y también muy asustado.

Beth estaba ante la consola de comunicaciones del Cilindro D y había encendido todos los monitores.

– Hicieron un trabajo muy bueno en este sitio -dijo-. Todo está marcado, todo tiene instrucciones; hay archivos de ordenador que contienen guías de ayuda. Hasta un idiota lo podría comprender. Yo sólo veo un problema.

– ¿Cuál?

– La cocina estaba en el Cilindro E, y ese cilindro está inundado: no tenemos comida, Norman.

– ¿Nada en absoluto?

– Eso creo.

– ¿Agua?

– Sí, en abundancia; pero nada de comida.

– Bueno, nos podemos arreglar sin comida. ¿Cuánto tiempo tendremos que pasar aquí abajo?

– Me parece que dos días más.

– Podremos lograrlo -dijo Norman, al tiempo que pensaba: «Dos días, Jesús. Dos días más en este sitio.»

– Eso suponiendo que la tormenta amaine en la fecha prevista -agregó Beth-. Estuve tratando de entender cómo se lanza un globo de superficie a fin de saber qué tal andan las cosas ahí arriba. Para mandar un globo, Tina solía teclear un código especial.

– Podremos lograrlo -volvió a decir Norman.

– Ah, claro. Y si las cosas se ponen muy difíciles nos queda la posibilidad de conseguir comida de la nave espacial. Allí abunda mucho.

– ¿Crees que podemos arriesgarnos a salir?

– Tendremos que hacerlo -dijo Beth, echando un rápido vistazo a las pantallas- en algún momento de las tres próximas horas.

– ¿Porqué?

– Por el minisubmarino. Tiene un temporizador automático que lo hará ascender a la superficie, a menos que alguien vaya para allá y oprima el botón.

– ¡Al diablo con el submarino! -exclamó Norman-. Dejemos que se vaya.

– Vamos, no seas tan despreocupado. Ese submarino puede admitir tres personas.

– ¿Quieres decir que los tres nos podríamos largar de aquí en el submarino?

– Sí. Eso es lo que quiero decir.

– ¡Cristo! -exclamó Norman-. Vayamos ahora mismo.

– Hay dos problemas en relación con eso -dijo Beth señalando las pantallas-. Estuve revisando las características técnicas. Primero: el submarino es inestable en la superficie, así que si allí hay olas grandes nos tendrá rebotando de un lado a otro, lo que sería peor que cualquier cosa que hayamos padecido aquí abajo. Y lo segundo es que, al llegar a la superficie, tenemos que conectarnos con una cámara de descompresión. No olvides que todavía nos esperan noventa y seis horas de descompresión.

– ¿Y si no pasáramos por esa etapa de descompresión? -preguntó Norman, mientras pensaba: «Simplemente vayamos a la superficie en el submarino, abramos de una vez la escotilla, y veamos las nubes y el cielo y respiremos un poco del aire normal de la Tierra.»

– Tenemos que nacerlo -dijo Beth-. Tu torrente sanguíneo está saturado de solución de helio gaseoso. En este preciso instante te hallas bajo presión, por lo que no hay ningún problema. Pero si liberamos súbitamente esa presión, el efecto es el mismo que cuando destapas una botella de gaseosa: el helio produce una especie de explosión y se escapa de tu sistema en forma de burbujas. Morirías de modo instantáneo.

– Ah -dijo Norman.

– Noventa y seis horas -insistió Beth-. Ese es el tiempo que se necesita para eliminar el helio que hay en el organismo.

– Ah.

Norman fue a la portilla y miró hacia el DH-7; el minisubmarino estaba a casi noventa metros de distancia.

– ¿Crees que regresará el calamar?

Beth se encogió de hombros y dijo:

– Pregúntaselo a Jerry.

Norman pensó: «Ya no habla más del asunto ese de Geraldine… ¿O será que Beth prefiere pensar que esta malévola identidad es masculina?»

– ¿En qué monitor está?

– En éste.

Beth lo encendió y la pantalla se iluminó.

– Jerry, ¿estás ahí? -dijo Norman.

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