Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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No hubo respuesta.

Escribió en el teclado:

JERRY, ¿ESTÁS AHÍ?

No se produjo ninguna reacción.

– Te diré algo sobre Jerry -declaró Beth-. En realidad, no puede leer la mente. Cuando le estuvimos hablando antes le envié un pensamiento y no respondió.

– Yo también lo hice -confesó Norman-. Le envié mensajes y también imágenes. En ninguno de los dos casos respondió.

– Si hablamos, él contesta; pero si solamente pensamos, no lo hace -dijo Beth-. De modo que no es tan poderoso. En realidad se comporta como si nos oyera.

– Es cierto -reconoció Norman-. Aunque ahora no parece que nos esté oyendo.

– No. Yo también lo intenté antes.

– Me pregunto por qué no contesta.

– Dijiste que era emocional, así que a lo mejor está enfurruñado.

Norman no lo creía: los reyes niños no se enfurruñan. Son vengativos y caprichosos, pero no se enfurruñan.

– A propósito -sugirió Beth-, quizá te interese mirar estas hojas. -Le tendió una pila de hojas impresas por el ordenador-. Son el registro de todas las interacciones que tuvimos con Jerry.

– Nos pueden dar una pista. -Norman recorrió las hojas sin verdadero entusiasmo. De repente, se sintió cansado.

– De todos modos te mantendrá la mente ocupada.

– Eso es cierto.

– Personalmente -dijo Beth-, me gustaría regresar a la nave.

– ¿Para qué?

– No estoy convencida de que hayamos encontrado todo lo que hay allí.

– El trayecto hasta la nave es largo.

– Lo sé. Pero si el calamar nos deja libres un rato, lo podría intentar.

– ¿Nada más que para mantener tu mente ocupada?

– Lo puedes interpretar así. -Beth echó un vistazo a su reloj-. Norman, me voy a dormir un par de horas. Después echaremos en suerte quién va al submarino.

– De acuerdo.

– Pareces deprimido, Norman.

– Lo estoy.

– Yo también -dijo Beth-. Este lugar da la sensación de ser una tumba… y a mí me enterraron prematuramente.

Beth subió la escalerilla que llevaba a su laboratorio, pero no se fue a dormir porque, al cabo de unos instantes, Norman oyó la voz de Tina grabada en la videocinta, que decía:

– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?

Beth respondía:

– Quizá. No lo sé.

– Esto me asusta.

Se oyó el chirrido del rebobinado, y, después de una breve pausa, otra vez:

– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?

– Quizá. No lo sé.

– Esto me asusta.

Para Beth, esa grabación se estaba convirtiendo en una obsesión.

Norman fijó la vista en las hojas impresas que tenía sobre las piernas; después, miró la pantalla.

– Jerry, ¿estás ahí?

Jerry no contestó.

EL MINISUBMARINO

Beth le estaba sacudiendo el hombro con suavidad. Norman abrió los ojos.

– Es el momento -dijo ella.

– Muy bien -respondió Norman, y bostezó. ¡Dios, qué cansado estaba!-. ¿Cuánto tiempo queda?

– Media hora.

Beth encendió el sistema sensor desde la consola de comunicaciones y ajustó las calibraciones.

– ¿Sabes cómo operar todas estas cosas? -preguntó el psicólogo-. ¿Los sensores?

– Bastante bien. Lo estuve aprendiendo.

– Entonces yo debo ir al submarino.

Sabía que Beth no estaría de acuerdo, que insistiría en llevar a cabo ella esa fase de actividad, pero Norman quiso hacer el esfuerzo.

– Muy bien -respondió Beth-. Tú vas. Eso es razonable.

Norman ocultó su sorpresa y dijo:

– Yo también opino así.

– Alguien tiene que vigilar el sistema sensor -dijo Beth-. Y te puedo advertir si se acerca el calamar.

– Así es -dijo Norman, y pensó «demonios, habla en serio»-. No creo que esto sea para Harry.

– No, Harry no es muy apto para la actividad física. Y todavía está dormido. Será mejor que lo dejemos dormir.

– Muy bien -dijo Norman.

– Necesitarás ayuda con el traje.

– Ah, es cierto, mi traje. El ventilador de mi traje está roto.

– Fletcher te lo arregló.

– Sinceramente, espero que lo haya hecho bien.

– Quizá deba ir yo, no tú -dijo Beth.

– No, no. Vigila las consolas. Yo iré. De todos modos sólo son unos noventa metros. No puede ser tan difícil llegar.

– Todo está libre ahora -dijo la zoóloga, mientras dirigía una rápida mirada a los monitores.

– Perfecto.

El casco se acomodó en su sitio con un chasquido, y Beth le dio un golpecito en la luneta, al tiempo que le lanzaba una mirada interrogadora para saber si todo estaba bien.

Él asintió con la cabeza y Beth abrió la escotilla del suelo. Norman se despidió moviendo la mano y saltó hacia las aguas negras y heladas. Una vez sobre el lecho marino, permaneció un instante debajo de la escotilla y esperó, para estar seguro de que podía oír su ventilador de flujo circulatorio. Después comenzó a alejarse de la parte inferior del habitáculo, en el cual sólo había unas pocas luces y, desde los cilindros con fugas, Norman pudo ver muchas líneas delgadas de burbujas que subían hacia la superficie.

– ¿Cómo estás? -preguntó Beth por el intercomunicador.

– Bien. ¿Sabes que el lugar está perdiendo aire?

– La apariencia es peor que la realidad -repuso Beth-. Créeme.

Norman llegó al borde del habitáculo y miró los noventa metros de lecho oceánico abierto que lo separaban del DH-7.

– ¿Qué aspecto tiene todo? ¿Sigue estando despejado?

– Sigue despejado -informó Beth.

Norman se puso en marcha. Caminaba lo más rápido que podía, pero sentía como si los pies se estuvieran moviendo en cámara lenta. Pronto se quedó sin aliento, y maldijo en voz alta.

– ¿Qué pasa?

– No puedo ir deprisa.

Norman seguía mirando hacia el norte, esperando ver en cualquier momento el fulgor verde del calamar que se aproximaba. Pero el horizonte permanecía oscuro.

– Lo estás haciendo muy bien, Norman. Sigue estando despejado.

Se hallaba ya a unos cincuenta metros del habitáculo: había hecho la mitad del camino. Podía ver el DH-7, mucho más pequeño que su propio habitáculo, pues constaba de un único cilindro de doce metros de alto, con muy pocas portillas.

A lo largo del cilindro estaban la cúpula invertida y el minisub-marino.

– Ya estás llegando -le animó Beth-. Buen trabajo.

Norman empezó a sentir vahídos, de modo que redujo su velocidad de avance. Ahora, sobre la superficie gris del cilindro, podía ver marcas y leyendas de la Marina; las había de toda clase, escritas con letras mayúsculas.

– Sigue sin haber moros en la costa -dijo Beth-. Te felicito. Parece que lo has logrado.

Norman se metió debajo del cilindro DH-7, alzó la vista hacia la escotilla y vio que estaba cerrada. Giró el volante para descorrer la cerradura, abrió la esclusa y empujó la escotilla. No podía ver mucho del interior, porque la mayoría de las luces estaban apagadas, pero quería echar un vistazo adentro pues podría haber algo, alguna arma, que se pudiera utilizar.

– Primero el submarino -le aconsejó Beth-. Solamente te quedan diez minutos para apretar el botón.

– De acuerdo.

Norman avanzó hacia el submarino. Detrás de las dos hélices vio el nombre: Deepstar HI. Era amarillo, como aquel en el que había descendido, pero la configuración era algo diferente. Norman halló agarraderas en el costado, y se asió a ellas para impulsarse al interior del bolsón de aire encerrado dentro de la cúpula. En la parte superior del submarino había una gran cabina de material acrílico, conformada como una burbuja, para el timonel. Norman encontró la escotilla por detrás de esa burbuja; la abrió y luego se dejó caer en el interior.

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