Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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DESPUÉS DEL ATAQUE

Una lluvia caliente cayó sobre su cuerpo, y Norman inhaló vapor de agua.

De pie bajo la ducha, se miró el cuerpo y pensó: «Parezco el superviviente de un accidente de aviación, una de esas personas a las que yo solía ver, y que hacían que me maravillase de que aún estuvieran vivas.»

Le latían los chichones y tenía el pecho en carne viva; las heridas formaban como una especie de enorme banda que le llegaba hasta el abdomen. El muslo izquierdo presentaba un color rojo púrpura, y la mano derecha, que estaba tumefacta, le dolía. En realidad le dolía todo el cuerpo. Norman gimió y alzó la cara hacia el agua de la ducha.

– ¡Eh! ¿Cómo van las cosas por ahí? -le preguntó Harry.

– Bien.

Norman salió de la ducha y Harry entró; el matemático tenía el delgado cuerpo cubierto de magulladuras y raspones. Norman miró hacia donde estaba Ted, que yacía de espaldas sobre una de las literas. Se había dislocado los dos hombros y Beth necesitó media hora para volver a ponérselos en su lugar, después de haberle inyectado morfina al astrofísico.

– ¿Qué tal estás ahora? -le preguntó Norman.

– Muy bien.

Ted tenía una expresión de atontamiento, como si aún se hallara anestesiado. Su entusiasmo había desaparecido. «Padece una lesión más importante que los hombros dislocados -pensó Norman-. En muchos aspectos es un niño ingenuo, de modo que tiene que haber recibido un profundo impacto al descubrir que esta inteligencia artificial era hostil.»

– ¿Te duele mucho? -le preguntó Norman.

– No demasiado.

El psicólogo se sentó con lentitud en su litera y sintió que un ramalazo de dolor le subía por la columna vertebral. «Cincuenta y tres años -pensó-. Debería estar jugando al golf.» Después pensó que debería estar en cualquier lugar del mundo, menos allí. Dio un respingo y, con mucho cuidado, se calzó el zapato en su lesionado pie derecho.

De pronto recordó los dedos del desnudo pie de Rose Levy, la piel color muerte, el pie que le golpeaba la luneta del casco.

– ¿Han encontrado a Barnes? -preguntó Ted.

– No sé nada -repuso Norman-, pero no lo creo.

Terminó de vestirse y bajó al Cilindro D, para lo cual debió pasar por encima de los charcos de agua que había en el corredor. Incluso allí, los muebles estaban empapados; las consolas se hallaban húmedas y las paredes se veían cubiertas por manchones irregulares de blanca espuma de uretano, en aquellos sitios en los que Alice Fletcher había rociado las grietas.

Alice estaba de pie en medio de la sala, con la lata de aerosol en la mano.

– No quedó tan bonito como era -dijo.

– ¿Resistirá?

– Claro que sí, aunque le aseguro que no podremos soportar otro ataque de ésos.

– ¿Y qué hay respecto al equipo electrónico? ¿Funciona?

– Todavía no lo he revisado, pero debería estar bien, ya que todos esos equipos son impermeables.

Norman asintió con la cabeza:

– ¿Alguna señal del capitán Barnes? -preguntó, al tiempo que miraba la sangrienta huella de su mano que había quedado en la pared.

– No, señor. No hay indicio alguno del capitán. -Alice siguió la mirada de Norman hacia la pared-. Limpiaré eso ahora mismo, señor.

– ¿Dónde está Tina?

– Descansando. En el Cilindro E. Norman volvió a asentir con la cabeza. -¿El Cilindro E está más seco que éste, por lo menos?

– Sí-respondió Fletcher-. Es algo curioso: durante el ataque no había nadie en el E, y permaneció completamente seco.

– ¿Se sabe algo de Jerry?

– No, señor. No hay contacto.

Norman encendió una de las consolas del ordenador:

– Jerry, ¿estás ahí?

La pantalla permaneció en blanco.

– ¿Jerry?

Aguardó un momento; después, apagó la consola.

– Mírela ahora -dijo Tina.

Se sentó en la litera y retiró la manta para mostrar su pierna izquierda.

Tenía la herida mucho peor que cuando la rescataron. La habían oído gritar y corrieron por el habitáculo para hacer entrar a la joven a través de la escotilla del Cilindro A. Ahora la pierna izquierda de Tina estaba cruzada en diagonal por una serie de ronchas redondas con el centro tumefacto y morado.

– Se ha hinchado mucho en esta última hora -explicó la joven.

Norman examinó las heridas; se veían zonas inflamadas rodeadas por mordeduras muy pequeñas.

– ¿Recuerda qué sensación tuvo? -le preguntó Norman.

– Una sensación horrible -dijo Tina-. De algo pegajoso, como pegamento, o una sustancia por el estilo. Y después, cada uno de esos sitios redondos me ardía muchísimo.

– ¿Y qué pudo ver de ese ser extra-terrestre?

– Muy poco… Era una cosa larga, en forma de espátula. Parecía una gigantesca hoja de árbol; se acercó y me envolvió el cuerpo.

– ¿Distinguió de qué color era?

– Como amarronado. Realmente no lo pude ver.

Norman se detuvo un instante y luego le preguntó:

– ¿Y el capitán Barnes?

– Durante el desarrollo de la acción quedé separada de él, señor. No sé qué le ocurrió al capitán Barnes.

Tina hablaba con formalidad y su rostro se había convertido en una máscara. Norman pensó: «No nos metamos en esto, por ahora. Si huiste, me da igual.»

– ¿Beth ha visto esas lesiones, Tina?

– Sí, señor. Estuvo aquí hace unos minutos.

– Muy bien. Ahora trate de descansar.

– Señor…

– Dígame, Tina.

– ¿Quién va a preparar el informe, señor?

– No lo sé. No nos preocupemos ahora por los informes. Preocupémonos nada más que por salir con bien de ésta.

– Sí, señor.

Mientras se acercaba al laboratorio de Beth, Norman oyó la voz grabada de Tina que decía:

– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?

Y la de Beth que contestaba:

– Quizá. No lo sé.

– Esto me asusta.

Y después, la voz de Tina otra vez:

– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?

– Quizá. No lo sé.

En el laboratorio, Beth estaba encorvada sobre la consola, observando la pantalla.

– Todavía con eso, ¿eh? -dijo Norman.

– Sí.

En la grabación Beth estaba terminando de comer su porción de tarta y decía:

– No creo que haya motivos para tener miedo.

– Es lo desconocido -decía Tina.

– Por supuesto -decía Beth en la pantalla-; pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable nada más.

– Famosas palabras postumas -dijo Beth, observándose a sí misma.

– En ese momento sonaban bien -opinó Norman-; servía para mantener calmada a Tina.

En pantalla, Beth le preguntaba a ésta:

– ¿Les tiene miedo a las serpientes?

– Las serpientes no me molestan -decía Tina.

– Bueno, pues yo no las puedo soportar -declaraba Beth.

La bióloga detuvo la cinta y se volvió hacia Norman.

– Parece como si esto hubiera ocurrido hace mucho tiempo, ¿no?

– Estaba pensando precisamente eso -confesó Norman.

– ¿Esto significa que estamos viviendo la vida a pleno?

– Creo que significa que nos hallamos en peligro mortal -repuso Norman-. ¿Por qué estás tan interesada en esta cinta?

– Porque no tengo otra cosa que hacer y, si no me mantengo ocupada, voy a empezar a chillar y organizar una de esas tradicionales escenas femeninas que ya me viste hacer una vez.

– ¿Te vi? No recuerdo ninguna escena.

– Gracias -dijo Beth.

Norman vio que había una manta sobre un diván, en un rincón del laboratorio, y que Beth había quitado una de las lámparas de la mesa de trabajo y la había colgado en la pared, encima del diván.

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