– ¿Ahora duermes aquí? -pregunto.
– Sí, me gusta el lugar. Aquí arriba, en la parte más alta del cilindro, me siento la reina del averno. -Sonrió-. Algo así como la casita en el árbol de cuando éramos niños. ¿Alguna vez, de pequeño, tuviste una de esas casitas?
– No -respondió Norman-. Nunca la tuve.
– Tampoco yo. Pero así es como imagino que habría sido si hubiera tenido una.
– Parece muy cómoda, Beth.
– ¿Piensas que estoy perdiendo la chaveta?
– No. Me he limitado a comentar que parece cómoda.
– Si crees que estoy perdiendo la chaveta me lo puedes decir.
– Opino que estás muy bien, Beth. ¿Qué piensas respecto a Tina? ¿Has visto las heridas que tiene?
– Sí. -Beth frunció el entrecejo-. Y las vi antes. -Hizo un gesto para señalar algunos huevos blancos que se hallaban sobre la mesa del laboratorio dentro de un recipiente de vidrio.
– ¿Más huevos?
– Cuando Tina regresó los traía adheridos a su traje. Las lesiones de la chica están relacionadas con estos huevos, lo mismo que el olor. ¿Recuerdas el olor que había cuando la sacamos del agua?
Norman lo recordaba muy bien.
Tina tenía un intenso olor a amoníaco, casi era como si la hubieran empapado.
– Según lo que yo sé, solamente existe un animal que huele tanto a amoníaco: el Architeuthis sanctipauli.
– ¿Qué es?
– Una de las especies de calamar gigante.
– ¿Es eso lo que nos atacó?
– Así lo creo, sí.
La zoóloga explicó que era poco lo que se conocía acerca del calamar gigante porque los únicos especímenes que se habían estudiado eran animales muertos que el mar había arrastrado hacia la costa y que, por lo general, se encontraban en avanzado estado de descomposición y hedían a amoníaco. Durante la mayor parte de la historia humana, el calamar gigante fue considerado un monstruo marino mítico, como el kraken, pero en 1861 aparecieron los primeros informes científicos confiables, después de que la tripulación de un buque francés de guerra se las ingenió para remolcar pedazos de uno de esos animales. También cargaron varias ballenas, que mostraban las cicatrices causadas por ventosas gigantescas. Ese testimonio de batallas submarinas demostró que las ballenas luchaban con un animal depredador, y de todos cuantos se tenía conocimiento, sólo el calamar gigante era lo bastante grande como para luchar con una ballena.
– En estos momentos -dijo Beth- se han observado calamares gigantes en todos los principales océanos del mundo. Por lo menos existen tres especies diferentes. Alcanzan un gran tamaño y pueden pesar cuatrocientos cincuenta kilos, o más. La cabeza tiene alrededor de seis metros de largo y posee una corona de ocho brazos, cada uno de los cuales mide cerca de tres metros de longitud y tiene largas hileras de ventosas. En el centro de la corona hay una boca provista de un pico agudo, como el de un loro, pero con la diferencia de que las mandíbulas tienen casi dieciocho centímetros de largo.
– ¿El traje desgarrado de Levy…?
– Sí -corroboró Beth-. El pico está montado en un anillo muscular, por lo que, cuando muerde, puede girar sobre sí mismo en círculo. Y la rádula, la lengua del calamar, tiene una superficie áspera.
– Tina dijo que le pareció ver algo como una hoja de árbol, una hoja marrón.
– El calamar gigante tiene dos tentáculos mucho más largos que los brazos; pueden medir hasta doce metros. Cada uno de esos tentáculos remata en una «mano» sin dedos, una especie de «palma» aplanada que se asemeja mucho a una gran hoja de planta, y es esa «mano» lo que el calamar usa para cazar sus presas. Las ventosas de la «mano» están rodeadas por un pequeño anillo duro de quitina, lo que explica por qué se ven mordeduras circulares alrededor de la herida.
– ¿Cómo combatirías uno de estos calamares?
– Pues, en teoría, aunque los calamares gigantes son muy grandes, no son especialmente fuertes -respondió Beth.
– Adiós teoría -dijo Norman.
Beth asintió con la cabeza y agregó:
– Como es lógico, nadie sabe cuán fuertes son, ya que nunca se encontró un espécimen vivo. Tenemos el dudoso privilegio de ser los primeros.
– ¿Pero es posible matarlo?
– Yo pienso que se podría matar con bastante facilidad, pues el cerebro del calamar está situado por detrás de los ojos y tiene alrededor de treinta y ocho centímetros de diámetro, más o menos el tamaño de un plato grande. De modo que, si se le dispara una carga explosiva a un punto cualquiera de esa zona, es casi seguro que se le desbarataría el sistema nervioso y moriría.
– ¿Crees que Barnes mató al calamar?
Beth se encogió de hombros y dijo:
– No lo sé.
– En una región, ¿hay más de uno?
– No sé.
– ¿Volveremos a ver algún otro?
– No lo sé.
Norman subió al centro de comunicaciones para ver si podía hablar con Jerry; pero éste no respondía. El psicólogo tuvo que haberse adormecido en la silla de la consola, porque de repente se quedó espantado al alzar la vista y ver a un acicalado marinero negro, de uniforme, de pie exactamente detrás de él, mirando las pantallas por encima de su hombro.
– ¿Cómo van las cosas, señor? -preguntó el marinero.
Se le veía muy tranquilo y su uniforme estaba planchado, sin una arruga, y perfectamente almidonado.
Norman sintió que lo invadía una inmensa alegría, ya que la llegada de este hombre al habitáculo no podía significar más que una cosa: que las naves de superficie habían regresado. ¡Los buques habían vuelto y se había hecho descender a los submarinos para recuperar a los ocupantes del habitáculo! ¡Habían ido a salvarlos!
– Marinero -dijo Norman, subiendo y bajando la mano-, me produce una maldita gran satisfacción verlo.
– Gracias, señor.
– ¿Cuándo ha llegado?
– Acabo de hacerlo, señor.
– ¿Los demás ya lo saben?
– ¿Los demás, señor?
– Sí. Quedamos seis. ¿Ya han sido informados de la llegada de ustedes?
– No conozco la respuesta a eso, señor.
En aquel hombre había una insulsez que le resultó extraña. El marinero estaba recorriendo el habitáculo con la mirada, y, durante un instante, Norman vio el ambiente a través de los ojos de ese hombre: el interior empapado, las consolas deshechas, las paredes salpicadas con espuma de uretano. Todo tenía el aspecto de que allí se hubiera librado una guerra.
– Hemos pasado momentos difíciles -dijo Norman.
– Ya lo veo, señor.
– Murieron tres de los nuestros.
– Lamento oír eso, señor.
Nuevamente esa insulsez…, esa neutralidad. ¿Sólo estaba actuando con excesiva corrección? ¿Se hallaba preocupado por una inminente corte marcial? ¿O se trataba de algo diferente?
– ¿De dónde viene usted? -preguntó Norman.
– ¿Venir, señor?
– Sí. ¿De qué nave?
– ¡Ah! Del Sea Hornet, señor.
– ¿Está en la superficie ahora?
– Sí, señor, lo está.
– Bueno, pues vayamos -dijo Norman-. Comunique a los demás que está usted aquí.
– Sí, señor.
Una vez que el marinero se hubo retirado, Norman se puso de pie y gritó:
– ¡Estamos salvados!
– Por lo menos no fue una ilusión óptica -dijo Norman, mirando con fijeza la pantalla-. Ahí está, de cuerpo entero, en el monitor.
– Sí. Ahí está…, pero, ¿adonde se fue? -inquirió Beth.
Durante una hora habían revisado concienzudamente el habitáculo, sin hallar señales del marinero negro. Tampoco había ningún indicio de que hubiese un submarino fuera. No existían pruebas de la presencia de naves de superficie. El balón que se había lanzado mar arriba había registrado vientos de ochenta nudos y olas de nueve metros, antes de que el cable se cortara.
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