Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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– Pero no activó las alarmas -le recordó Harry.

– No. Ese objeto trascendía los parámetros según los cuales se fijaron las alarmas.

– ¿Quiere decir que era demasiado grande como para activar las alarmas?

– Sí. Después de la primera falsa alarma todas las calibraciones se hicieron según parámetros menores. Las alarmas fueron ajustadas para que pasen por alto cualquier cosa de ese tamaño. Ésa es la razón de que Tina tuviera que reajustar las calibraciones.

– ¿Y qué es lo que hizo que las alarmas se activaran precisamente cuando Beth y Norman estaban allí afuera? -preguntó Harry.

– ¿Tina? -dijo Barnes.

– No sé lo que fue. Alguna clase de animal, supongo. Silencioso… y muy grande.

– ¿Cómo de grande?

Tina meneó la cabeza y dijo:

– Sobre la base de la huella electrónica, doctor Adams, diría que ese animal…, o ese objeto, era casi tan grande como este habitáculo.

LOS PUESTOS DE COMBATE

Beth deslizó uno de los redondos huevos blancos sobre la platina del microscopio.

– Bueno -dijo mientras observaba por el ocular-, no hay duda de que se trata de un invertebrado marino. Lo interesante es este recubrimiento mucoso.

Lo sondeó con unos fórceps.

– ¿Qué es? -preguntó Norman.

– Alguna especie de material de naturaleza proteínica. Pegajoso.

– No. Lo que quiero saber es de qué es el huevo.

– Todavía no lo sé.

Beth continuó con su examen, pero en ese momento sonó la alarma y las luces rojas volvieron a destellar. Norman sintió un pavor súbito.

– Probablemente sea otra falsa alarma -conjeturó Beth.

– Atención todo el personal -dijo Barnes por el intercomunicador-. Todos a sus puestos de combate.

– ¡Oh, mierda! -exclamó Beth.

La zoóloga se deslizó airosamente por la escalera, como si se tratara del poste por el que bajan los bomberos; Norman la siguió con torpeza, bajando de espaldas. En la sección de Comunicaciones, en el Cilindro D, Norman se encontró con una escena familiar: todo el mundo apiñado alrededor del ordenador y, una vez más, los paneles posteriores habían sido separados. Las luces todavía destellaban y la alarma seguía atronando.

– ¿Qué sucede? -gritó Norman.

– ¡Falla el equipo!

– ¿Qué es lo que falla del equipo?

– ¡No podemos apagar la maldita alarma! -chilló Barnes-. ¡Se encendió, pero no la podemos apagar! Fletcher…

– ¡Trabajando en eso, señor!

La corpulenta ingeniera estaba en cuclillas, detrás de la computadora. Norman vio la ancha curva de la espalda de la mujer.

– ¡Haga que se apague esa condenada cosa!

– ¡Estoy intentándolo, señor!

– ¡Haga que se calle! ¡No puedo oír!

«¿Qué quiere oír?», se preguntó Norman y, en ese instante, Harry entró en la sala, dio un tropezón y chocó con Norman.

– ¡Jesús…!

– ¡Es una emergencia! -vociferaba Barnes-. ¡Esta vez es una emergencia! ¡Marinera Chan! ¡Sonar!

Tina estaba al lado de Barnes, serena como siempre, ajusfando cuadrantes en monitores laterales. Se puso unos auriculares.

En la pantalla del vídeo, Norman veía la esfera: estaba cerrada.

Beth fue hacia una de las portillas y miró de cerca el material blanco que la bloqueaba. Bajo las parpadeantes luces rojas, Barnes giraba como un loco, gritando y maldiciendo en todas direcciones.

Y entonces, de repente, la alarma se detuvo y las luces rojas dejaron de destellar. Todo quedó en silencio. Fletcher se enderezó y suspiró.

– Creí que usted lo había arreglado… -empezó a decir Harry.

– Chissst…

Oyeron el suave y reiterativo sonido de las pulsaciones del sonar. Tina ahuecó las manos sobre los auriculares y frunció el entrecejo, concentrada.

Nadie se movió ni habló. Estaban de pie, tensos, escuchando los sonidos de rebote del sonar.

Barnes les dijo en tono quedo:

– Hace unos minutos nos llegó una señal. Desde el exterior. Algo muy grande.

– No lo recibo ahora, señor -informó Tina.

– Pasar a pasivo.

– A la orden, señor. Pasando a pasivo.

El ruido del sonar cesó. En su lugar se oyó un leve siseo. Tina ajustó el volumen del altavoz.

– ¿Hidrófonos? -preguntó Harry en voz baja.

Barnes asintió con la cabeza:

– Transductores polares de vidrio. Los mejores del mundo.

Todos se esforzaban por escuchar, pero nada oían, salvo el siseo carente de diferenciación, que a Norman le parecía el ruido de arrastre de una cinta magnetofónica, acompañado por un ocasional gorgoteo de agua. Si no hubiera estado tan tenso, el sonido le habría resultado irritante.

– El bastardo es astuto: se las arregló para cegarnos, cubriendo todas nuestras portillas con esa pasta pegajosa -comentó Barnes.

– No es una pasta pegajosa -dijo Beth-. Son huevos.

– Lo que sea ha cubierto cada una de las malditas portillas del habitáculo.

El siseo continuaba, sin modificaciones. Tina hacía girar los mandos del hidrófono. Se oía un suave crujido continuo, como el que produce el celofán al arrugarlo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Ted.

– Peces. Comiendo -respondió Beth.

Barnes asintió con la cabeza; Tina movió la aguja del dial.

– Sintonizando exterior.

Una vez más oyeron el monótono siseo. La tensión del ambiente disminuyó. Norman se sintió cansado y tomó asiento. Harry se sentó a su lado. Norman se percató de que Harry parecía estar más meditabundo que preocupado. Al otro lado de la sala, de pie junto a la puerta de la esclusa, se hallaba Ted. Se mordía el labio y tenía el aspecto de un niño asustado.

Hubo un suave «bip» electrónico, y las líneas que salían en las pantallas de plasma gaseoso dieron un salto.

– Tengo un positivo en los términos periféricos -dijo Tina.

Barnes corroboró con un movimiento de cabeza.

– ¿Dirección?

– Este. Acercándose.

Oyeron un ¡clanc! metálico. Después, otro.

– ¿Qué es eso?

– La parrilla. Está golpeando la parrilla.

– ¿Golpeándola? Por el ruido parece que la está destrozando. Norman recordó que la parrilla estaba hecha con tubos de siete centímetros y medio.

– ¿Un pez grande? ¿Un tiburón? -aventuró Beth.

Barnes negó con la cabeza.

– No se mueve como un tiburón. Y es demasiado grande.

– Térmicos positivos en el parámetro de entrada directa al ordenador -informó Tina.

– Pasar a activo -ordenó Barnes.

En la sala retumbó el ¡pong! del sonar.

– Dar imagen del blanco.

– SAF sobre blanco, señor.

Se produjo una rápida sucesión de sonidos del sonar: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! Después hubo una pausa, y luego otra vez: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

Norman estaba perplejo. Alice Fletcher se inclinó y le susurró:

– El sonar de abertura falsa produce una imagen detallada a partir de la información que envían emisores del exterior. Eso permite echarle un vistazo al objeto.

Norman sintió olor a licor en el aliento de Alice y pensó: «¿De dónde habrá sacado el licor?»

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

– Formando imagen. Ochenta metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

– Hay imagen.

Se volvieron hacia las pantallas y Norman vio una mancha amorfa, con rayas, que no significaba mucho para él.

– ¡Jesús! -exclamó Barnes-. ¡Miren el tamaño que tiene!

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

– Setenta metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡pong! ¡Pong!

Apareció otra imagen. Ahora la mancha tenía una forma diferente, con las rayas en otra dirección. Los bordes se hallaban más definidos, pero aquello seguía sin significar nada para Norman. Una mancha grande con rayas…

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