Entonces Adamsberg llamó al Hotel des Grands Hommes. El recepcionista del vestíbulo se acordaba del periódico del distrito 5 y de lo que había dicho el cliente. También del ciego, por supuesto. ¿Cómo iba a olvidar a un ciego como él?
– ¿Reyer quiso conocer el artículo con precisión? -preguntó Adamsberg.
– Efectivamente, señor comisario. Me pidió que le leyera todo el artículo del periódico. Si no, no me habría acordado.
– ¿Cómo reaccionó?
– Es difícil decirlo, señor comisario. Solía sonreír de un modo que producía escalofríos y hacía que uno se sintiera como un imbécil. Aquel día sonrió así, pero nunca comprendí lo que significaba.
Adamsberg le dio las gracias y colgó. Charles Reyer había querido saber más cosas. Y había acompañado a Mathilde a la comisaría. En cuanto a Mathilde, sabía mucho más de lo que había dicho sobre el hombre de los círculos. Por supuesto, todo aquello podía no tener la menor importancia. Le aburría reflexionar sobre esa clase de datos. Se libró de ellos transmitiéndoselos a Danglard. Si era necesario, Danglard haría lo que había que hacer mucho mejor que él. Así, podría seguir pensando en el hombre de los círculos y sólo en él. Mathilde tenía razón, esperaba el sobresalto. También sabía lo que ella había querido decir con su imagen trasnochada de «luz en los ojos». Por muy trasnochada que esté la luz en los ojos, no por ello existe menos. Se tiene o no se tiene. Para él, todo dependía de momentos. Y en ese instante sabía perfectamente que su mirada se había perdido en el mar, no se sabía muy bien dónde.
Durante la noche tuvo un mal sueño, lleno de placer al mismo tiempo que de escenas grotescas. Vio a Camille entrar en su habitación, vestida de botones. Con gesto grave, se había quitado la ropa y se había tumbado pegada a él. Aunque presintiendo, incluso en el sueño, que estaba en una jodida pendiente, no se había resistido. Y el botones de El Cairo se había reído mostrándole los diez dedos, cosa que quería decir: «Me he casado diez veces con ella». Luego había llegado Mathilde diciendo: «Él quiere encarcelarte», y había arrancado a su hija de sus brazos. Y él la había apretado. Antes morir que dársela a Mathilde. Entonces se había dado cuenta de que el sueño degeneraba, que de todas formas el placer inicial se había desvanecido y que lo mejor era terminarlo despertándose. Eran las cuatro de la mañana.
Adamsberg se levantó diciendo «mierda».
Se puso a dar vueltas por el apartamento. Sí, estaba en una jodida pendiente. Si al menos Mathilde no hubiera dicho nada de su hija, Camille no habría recuperado aquella realidad mantenida sin esfuerzo a distancia durante años.
No. Todo había empezado antes, cuando la había creído muerta. Fue en ese momento cuando Camille había emergido de lejanos horizontes en los que él la veía evolucionar con ternura y distancia. Pero entonces ya había conocido a Mathilde, y su rostro egipcio había debido de resucitar a Camille con más violencia que antes; así había empezado todo. Sí, así era como había empezado aquella peligrosa serie de sensaciones que le estaba bullendo en la cabeza, recuerdos que se levantaban como las tejas con el viento durante una tempestad, liberando aquí y allá grietas en un tejado hasta entonces mantenido con cuidado. Mierda. Una jodida pendiente. Adamsberg siempre había puesto pocas esperanzas y pocas expectativas en el amor, no porque se opusiera a la existencia de los sentimientos, cosa que no habría significado nada, sino porque éstos no justificaban lo esencial de su vida. En realidad era una deficiencia, pensaba unas veces; una suerte, pensaba otras. Y aquella falta de creencia no se la planteaba. Aquella noche menos que ninguna. Sin embargo, caminando a grandes zancadas por el apartamento, constataba que le hubiera gustado tener a Camille junto a él durante una hora. No poder hacerlo le frustraba, cerraba los ojos para imaginarlo, pero no le hacía ningún bien. ¿Dónde estaba Camille? ¿Por qué no estaba allí para apretarse contra él hasta mañana? Y comprender que estaba preso en aquel deseo, irrealizable, ahora y siempre, le exasperaba. No era el deseo lo que le molestaba. Adamsberg jamás se metía en debates de orgullo. Era la impresión de perder su tiempo y sus sueños en un inútil y recurrente fantasma, sabiendo que la vida habría sido para él, desde hacía mucho tiempo, más ligera si hubiera sabido librarse de él. Y liberado no estaba. Conocer a Mathilde había sido una verdadera putada.
Adamsberg no volvió a dormirse y abrió la puerta de su despacho a las seis y cinco de la mañana. Fue él quien contestó la llamada, diez minutos más tarde, de la comisaría del distrito 6. Un círculo había sido descubierto en la esquina del Boulevard Saint-Michel y la larga y desierta Rué du Val-de-Gráce. En el centro, habían encontrado un diccionario en miniatura de inglés-español. Hecho polvo por la noche que había pasado, Adamsberg aprovechó aquella ocasión para salir y caminar. Un agente ya estaba en el lugar, vigilando el círculo azul como si fuera el santo sudario. El agente se mantenía erguido cerca del pequeño diccionario. El espectáculo era absurdo.
«¿Estaré equivocado?», se preguntó Adamsberg.
A veinte metros de allí bajando por el boulevard, había un café ya abierto. Eran las siete. Se instaló en la terraza y preguntó al camarero si el establecimiento cerraba tarde, y quién estaba de servicio entre las once y las doce y media de la noche. Pensaba que para llegar a la estación de Luxembourg, el hombre de los círculos había podido pasar por delante de ese bar, si seguía fiel al metro. El dueño en persona acudió a responderle. Era bastante agresivo y Adamsberg le enseñó su placa.
– Su nombre no me es desconocido -dijo el dueño-. Es usted famoso en su oficio.
Adamsberg dejó que lo dijera sin desmentirlo. Facilitaba la charla.
– Sí -afirmó el dueño después de haber escuchado a Adamsberg-. Sí, vi un tipo muy extraño que podría corresponderse con el que busca. Hacia las doce y cinco pasó corriendo a toda velocidad, mientras yo recogía las mesas de la terraza para cerrar. Ya sabe cómo son esas sillas de plástico, se enroscan, se caen rodando, se enganchan por todas partes. En resumen, una de ellas se cayó y al hombre se le enredaron los pies en ella. Me acerqué para ayudarle a levantarse, pero me rechazó sin decir una palabra y siguió corriendo tan deprisa como antes, con un maletín que no había soltado, apretado bajo el brazo.
– Está bien -dijo Adamsberg.
El sol llegó a la terraza, entonces removió el café y se sintió mejor. Por fin Camille regresaba a su lejano lugar.
– ¿Pensó usted algo? -preguntó.
– Nada. Sí. Pensé, ahí va otro pobre hombre, digo pobre hombre porque era muy delgaducho, bueno, pues ahí va un hombre que ha pasado la noche dándole a la botella y corre porque su bondadosa mujer le va a echar una espantosa bronca.
– Solidaridad masculina -murmuró Adamsberg, sintiendo una ligera repulsión hacia el hombre-. Y ¿por qué una noche dándole a la botella? ¿No le sostenían bien las piernas?
– Sí. Pensándolo bien, incluso era muy ágil. Digamos que debía de oler a alcohol, aunque apenas lo advertí en ese momento. Lo recuerdo ahora porque usted me ha hecho hablar de ello. En mi caso, el olor del alcohol es como una segunda naturaleza. Ya comprende, mi oficio… Usted me enseña cualquier hombre y puedo decirle el estado exacto en que se encuentra. Y ese hombre, el delgado y nervioso de ayer por la noche, había tomado varías copas. Olía, sí, olía.
– ¿A qué? ¿A whisky? ¿A vino?
– No -dudó el dueño-, ni lo uno ni lo otro. Era algo más dulzón. Imagino más bien vasitos pequeños de licor que se van bebiendo uno tras otro en torno a una partida de cartas entre solterones, con ese estilo de toda la vida, ya sabe, y que a pesar de todo cumple su objetivo como quien no quiere la cosa.
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