Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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– ¿Y a usted le sugiere algo el hombre de los círculos?

– No crea que soy desconsiderado, pero no tengo el menor interés en esos infantilismos. Incluso el crimen me parece infantilismo. Los adultos-niños me aburren, son caníbales. Sólo sirven para alimentarse de la vitalidad de los demás. No se perciben y, como no se perciben, no pueden vivir, y no son otra cosa que seres ávidos de la mirada o la sangre de los demás. Como no se perciben, me aburren. Seguramente usted sabe que la percepción que el hombre tiene de sí mismo me interesa más -digo bien, la percepción, la sensación, y no la comprensión o el análisis- que todas las demás soluciones de los hombres, y eso incluso aunque viva del cuento como los demás. Eso es todo lo que me inspira el hombre de los círculos y su crimen, del que por otra parte apenas sé nada excepto por Mathilde, que habla muchísimo de ello.

Real desató y volvió a atarse los cordones de los zapatos.

Adamsberg sabía perfectamente que Real Louvenel había hecho un esfuerzo por adaptar su lenguaje a su interlocutor. No tenía nada contra él. Incluso así, no estaba seguro de haber comprendido exactamente lo que aquel hombre febril entendía por «percepción de sí», claramente sus palabras preferidas. Sin embargo, había pensado en sí mismo escuchándole, era inevitable, debía de ocurrirle a todo el mundo. Y había sentido que en vez de observarse, «se percibía», seguramente en el sentido en que Louvenel lo entendía, y lo demostraba el hecho de que a veces le «dolía tener conciencia». Sabía que aquella percepción de la existencia tomaba a veces caminos espeleológicos, en los que las botas se hundían en el barro, en los que no se encontraba ninguna respuesta, y hacía falta mucho valor físico para no expulsar todo aquello lo más lejos posible. Sin embargo, no lo expulsaba cuando venía, porque entonces tenía la certeza de que semejante gesto le habría condenado a no ser nada.

En todo caso, al parecer el tipo de la tiza azul no preocupaba a nadie. A Adamsberg no le importaba que le apoyaran o no en sus aprensiones. Era su problema. Dejó a Louvenel con su agitación, que se había calmado considerablemente después de tomar una pastilla ovalada y amarilla. Adamsberg sentía un violento rechazo por las medicinas y prefería estar con fiebre durante todo un día que tomar un solo comprimido de lo que fuera. Su hermanita le había dicho que era muy presuntuoso confiar en curarse siempre solo, y que nadie perdía fatalmente su identidad en el fondo de un tubo de aspirina. Lo que su hermanita podía llegar a joderle, no se podía ni imaginar.

En la comisaría, Adamsberg halló a Danglard bastante hecho polvo. Había encontrado compañía para empezar a tomar el vino blanco de la tarde, y por esa razón había adelantado su ritual cotidiano. Acodados en su mesa, como en la barra de un bar, Mathilde Forestier y el ciego guapo estaban pimplando de lo lindo en vasos de plástico. Hacían mucho ruido.

La bonita voz de Mathilde sobresalía por encima de las demás; Reyer no desviaba la cara de la reina y parecía contento. Adamsberg volvió a alabar con el pensamiento la belleza del prodigioso perfil del ciego, pero le molestó ver cómo se comía con los ojos, si se puede decir así, a Mathilde. ¿Qué era lo que le molestaba exactamente? ¿La impresión que el ciego pretendía que Mathilde tuviera de él? No. Mathilde no era tan vulgar, y era impensable caer en las lamentables trampas de la toma del poder y el sometimiento del más débil. Pero también, cuando una mano se posaba en Mathilde, era difícil en ese momento no ver una mano posarse al mismo tiempo en Camille. Pero no. No lo mezclaba todo. Todo el mundo tenía derecho a tocar a Camille, cosa que había convertido desde hacía tiempo en un principio saludable. O quizás era que Danglard también parecía participar, él que había sido tan categórico respecto a Mathilde. Alrededor de su mesa había como una carrera de velocidad entre los dos hombres, apestaba un poco al juego de la seducción mil veces repetido, y convenía constatar que Mathilde, con la cantidad de vino blanco que seguramente ya había bebido, no era insensible al ambiente. Al fin y al cabo, tenía todo el derecho. Y Danglard y Reyer también tenían derecho a actuar como adolescentes si les apetecía. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza hacer de repente de censor y dictar reglas artísticas? ¿Acaso había sido artístico él con la vecina de abajo, con la que se había acostado? No, no había sido nada artístico. Aunque un poco emocionado por la oportunidad, había calculado sus palabras según sus reglas, que sabía seguras, y había descubierto sus métodos de cabo a rabo. ¿Había sido artístico con Christiane? Aún peor. Aquello le hizo pensar que no había pensado en pensar en ella. Igual que tomar una copa con los demás. Y preguntarse qué coño hacían allí. Mirándolo bien, Danglard no estaba tan distraído con la seducción de sus dos sospechosos sentados a la mesa con él. Mirándolo con más atención, el pensador Danglard observaba, vigilaba, escuchaba, encauzaba, por muy borracho que estuviera. Incluso en medio de la borrachera, Mathilde y Reyer seguían siendo, para el incisivo cerebro de Danglard, unos personajes involucrados muy de cerca en un caso de asesinato. Adamsberg sonrió y se acercó a la mesa.

– Ya lo sé -dijo Danglard señalando los vasos-, es contrarío a las reglas. Pero estas personas no son mis clientes. Están aquí de paso. Han venido a verle a usted.

– Por supuesto -dijo Mathilde.

Ante la mirada de Mathilde, Adamsberg comprendió que estaba absolutamente resentida con él. Sin embargo, había que evitar el escándalo delante de todo el mundo. Él renunció a su vaso y les llevó a su despacho haciendo una seña a Danglard. Por si acaso. Para no herirle. Pero a Danglard le importaba un bledo, pues ya había vuelto a sumergirse en los papeles.

– ¿Así que Clémence no ha podido evitar irse de la lengua? -preguntó suavemente a Mathilde, sentándose de medio lado.

Adamsberg sonreía, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– No tenía que haberlo hecho -dijo Mathilde-. Al parecer usted la acosó a preguntas sobre su vida, y luego sobre Real. Dígame, Adamsberg, ¿qué formas son ésas de comportarse?

– Las formas de un poli, supongo -dijo Adamsberg-. No la acosé. Clémence habla sola silbando entre los dientes. Además, tenía ganas de conocer a Real Louvenel. Vengo de su casa.

– Lo sé -dijo Mathilde-, y me parece fatal.

– Lo comprendo -dijo Adamsberg.

– ¿Qué quería de él?

– Saber lo que usted pudo decir en el Dodin Bouffant.

– Pero ¿qué importancia tiene, Dios mío?

– A veces, pero sólo a veces, siento la tentación de conocer lo que me ocultan los demás. Y además, desde el artículo del periódico del distrito 5, usted se ha convertido en una espía para todos aquellos que hubieran querido acercarse al hombre de los círculos. Es imprescindible que yo me ocupe de todo. Creo que usted no está lejos de saber quién es. Esperaba que hubiera dicho más cosas aquella noche y que Louvenel me hubiera puesto al corriente.

– No imaginaba que tuviera usted procedimientos tan retorcidos.

Adamsberg se encogió de hombros.

– ¿Y usted, señora Forestier? Su entrada en la comisaría la primera vez, ¿acaso fue un procedimiento correcto?

– No tuve más remedio -dijo Mathilde-. Pero a usted todo el mundo le cree puro. Y de repente, se vuelve tortuoso.

– Tampoco tengo más remedio. Y además, es verdad, soy fluctuante. Siempre fluctuante.

Adamsberg había apoyado la cabeza en la mano y seguía inclinado hacia un lado. Mathilde le miraba.

– Es verdad lo que le dije -repuso Mathilde-. Es usted completamente amoral, tenía que haber sido puta.

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