– Es exactamente a lo que me estoy dedicando para obtener información.
– ¿Sobre qué?
– Sobre él. Sobre el hombre de los círculos.
– Va a decepcionarse. He inventado la identidad del hombre de los círculos a partir de varios recuerdos. No tengo ninguna prueba. Pura imaginación.
– Poco a poco -murmuró Adamsberg-, consigo arrancarle algunos fragmentos de verdad. Aunque cuesta mucho. ¿Puede decirme quién es? Me interesa, aunque se lo invente.
– No está basado en nada. El hombre de los círculos me recuerda a un hombre al que seguí la pista hace mucho tiempo, por lo menos hace ocho años, precisamente en el barrio de Pigalle. Le seguía hasta un pequeño restaurante, oscuro, en el que comía solo. Trabajaba comiendo, sin quitarse jamás el impermeable, y llenaba la mesa de montañas de libros y papeles. Y cuando se caían, cosa que ocurría todo el tiempo, se agachaba para recogerlos sujetándose los bajos del impermeable, como si fuera un traje de novia. A veces, su mujer iba con su amante a tomar el café con él. Entonces producía el efecto de un ser desgraciado, decidido a encajar todas las humillaciones para preservar algo. Pero cuando la mujer y el amante salían, se ponía furioso, cortaba cuidadosamente el mantel de papel con el cuchillo de la carne y estaba claro que no se sentía bien. Yo le habría aconsejado que tomara una copa, pero era sobrio. En mi agenda de esa época, escribí: «Hombrecillo que desea el poder y no lo tiene. ¿Cómo se las va a arreglar?». Como ve, mis consideraciones son siempre muy escuetas. Es Real el que lo dice: «Mathilde, eres escueta». Y luego abandoné a ese tipo. Me ponía nerviosa y triste. Yo sigo a la gente para divertirme, y no para hurgar en sus sufrimientos. Entonces, cuando vi al hombre de los círculos y su forma de agacharse sujetándose el abrigo, me vino a la memoria una figura conocida. Una noche hojeé mis cuadernos de notas, exhumé el recuerdo del hombrecillo ávido pero sin poder, y me dije: «¿Por qué no? ¿Será la solución que ha encontrado para tomar el poder?». Escueta como siempre, me detuve ahí. Ya lo ve, Adamsberg, está decepcionado. No merecía la pena ir con tanto disimulo a mi casa y a casa de Real para obtener una información tan lamentable.
Mathilde ya no estaba enfadada.
– ¿Por qué no me lo dijo inmediatamente?
– No estaba lo suficientemente segura de mis procedimientos, no tenía la menor convicción. Y además, como usted sabe perfectamente, protejo un poco al hombre de los círculos. Es como si sólo me tuviera a mí en la vida. Es uno de esos deberes que no se pueden eludir. Y además, mierda, siempre me ha repugnado que mis notas personales puedan servir como documentos de delación.
– Es comprensible -dijo Adamsberg-. ¿Por qué ha dicho «ávido» al hablar de él? Es curioso, Louvenel ha empleado la misma palabra. De todas formas, usted se ha hecho, con sus declaraciones en el Dodin Bouffant, una gran publicidad. Sólo había que dirigirse a usted para saber algo más.
– ¿Para qué?
– Ya se lo he dicho. Las manías del hombre de los círculos son un estímulo para el crimen.
Al mismo tiempo que decía «manía» para resumir, tenía en la memoria lo que había explicado Vercors-Laury, que el hombre, en suma, no presentaba las características de un maníaco. Y eso le satisfacía.
– ¿No ha recibido usted ninguna visita especial después de la noche del Dodin Bouffant y el artículo del periódico? -repuso Adamsberg.
– No -dijo Mathilde-. Aunque todas las visitas que recibo son especiales.
– Después de aquella velada, ¿volvió a seguir al hombre de los círculos?
– Por supuesto, muchas veces.
– ¿No había nadie en los lugares a los que iba?
– No advertí nada. En realidad, tampoco me preocupé.
– ¿Y usted qué hace aquí? -preguntó volviéndose hacia Charles Reyer.
– Acompaño a la señora, señor comisario.
– ¿Por qué?
– Para distraerme.
– O para enterarse de algo más. Sin embargo, me han dicho que cuando Mathilde Forestier se sumergía en el agua, se sumergía sola, contrariamente a las leyes de la profesión. No es su estilo dar importancia a que la acompañen y protejan.
– La señora Forestier estaba furiosa. Me preguntó si quería participar en todo esto. Acepté. Es distraído para terminar la jornada. Pero yo también estoy decepcionado. Ha desarmado usted a Mathilde demasiado pronto.
– No se fíe -sonrió Adamsberg-, aún tiene muchas mentiras de reserva. Pero dígame, ¿estaba usted al corriente del artículo del periódico del distrito 5?
– No se publicó en braille -masculló Charles-. Sin embargo estaba al corriente. ¿Está satisfecho? Y a usted, Mathilde, ¿le sorprende? ¿Le asusta?
– Me da igual -dijo Mathilde.
Charles se encogió de hombros y se pasó los dedos bajo las gafas negras.
– Alguien habló de ello en el hotel -continuó-. Un cliente en el vestíbulo.
– Ya lo ve -dijo Adamsberg volviéndose hacia Mathilde-, las informaciones se propagan muy deprisa y llegan hasta los que no pueden leerlas. ¿Qué dijo el cliente en el vestíbulo?
– Algo así como: «¡La gran dama del mar vuelve a hacer de las suyas! ¡Está conchabada con el loco de los círculos azules!». Eso es todo lo que oí. Nada muy concreto.
– ¿Por qué confiesa tan abiertamente que estaba al corriente? Le puede poner en un aprieto. Usted sabe que su situación ya no está muy clara. Llegó a casa de Mathilde milagrosamente y no tiene coartada para la noche del crimen.
– ;También sabe usted eso?
– Por supuesto. Danglard está investigando.
– Si no se lo hubiera confesado, usted habría hecho lo posible por saberlo y lo habría sabido. Siempre es mejor evitar el mal efecto de una mentira, ¿no cree?
Reyer sonreía con esa sonrisa malvada con la que pretendía destruir la totalidad del cosmos.
– Pero no sabía -añadió- que había sido con la señora Forestier con la que hablé en el café de la Rué Saint-Jacques. Lo relacioné más tarde.
– Sí -dijo Adamsberg-, eso ya lo ha dicho.
– Usted también se repite.
– Siempre ocurre en ciertos momentos de las investigaciones: nos repetimos. Los periodistas lo llaman «atascarse».
– Trozos 2 y 3 -suspiró Mathilde.
– Y luego, bruscamente -prosiguió Adamsberg-, todo se precipita y ni siquiera se tiene tiempo para hablar.
– Trozo 1 -añadió Mathilde.
– Mathilde, tiene usted razón -dijo Adamsberg mirándola-, en la vida es parecido. Todo ocurre con decaimientos y sobresaltos.
– Es una idea banal -masculló Charles.
– Yo suelo decir cosas banales -dijo Adamsberg-. Me repito, formulo evidencias absolutas, en resumen, decepciono. ¿A usted no le ocurre nunca, Reyer?
– Intento evitarlo -dijo el ciego-. Detesto las conversaciones vulgares.
– Yo no -dijo Adamsberg-. Me dejan indiferente.
– Basta -dijo Mathilde-. No me gusta cuando el comisario toma ese cariz. Hemos llegado a un punto muerto. Prefiero esperar su «sobresalto», comisario, cuando la luz haya vuelto a sus ojos.
– Es una idea banal -dijo Adamsberg sonriendo.
– Está claro que, en sus metáforas poético-sentimentales, Mathilde no retrocede ante ningún disparate -dijo Reyer-. Son completamente distintas de las suyas.
– ¿Se acabó? ¿Podemos irnos? -preguntó Mathilde-. Me están poniendo nerviosa, tanto uno como otro. También de un modo completamente distinto.
Adamsberg hizo un gesto con la mano, sonrió y se quedó solo.
¿Por qué Charles Reyer había considerado necesario concretar: «Eso es todo lo que oí»?
Porque se había enterado de algo más. ¿Por qué había confesado ese fragmento de verdad? Para poner término a cualquier investigación suplementaria.
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