Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Adamsberg estudiaba el cuerpo desde el otro lado, frente a la garganta del anciano. Sus labios se juntaban formando un pliegue de desagrado, desagrado ante la mano que le había cortado el cuello. Pensó en el cretino perrazo baboso, y nada más. Su colega del distrito 14 se acercó a él y le tendió la mano.

– Comisario Louviers. Hasta ahora no había tenido ocasión de conocerle, Adamsberg. Una penosa circunstancia.

– Sí.

– He considerado necesario avisar inmediatamente a su sector -insistió Louviers.

– Se lo agradezco. ¿Quién es el señor? -preguntó Adamsberg.

– Supongo que se trata de un médico jubilado. En cualquier caso, eso hace pensar el maletín de primeros auxilios que llevaba consigo. Tenía setenta y dos años. Se llama Gérard Pontieux, nació en el departamento de Indre, mide un metro setenta y nueve; de momento nada más que decir que el contenido de su carné de identidad.

– No se podía evitar -dijo Adamsberg moviendo la cabeza-. No se podía. Un segundo crimen era previsible pero inevitable. Todos los policías de París no habrían bastado para impedirlo.

– Sé lo que piensa -dijo Louviers-. El caso estaba en sus manos desde el crimen de Chátelain y no se ha cogido al culpable. Ahora reincide, y eso nunca es agradable.

Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos. Sin embargo, se compadecía de aquel pobre anciano, elegante y amable, tirado en el suelo, que había pagado el pato de su impotencia.

Al amanecer, el cuerpo fue trasladado en un furgón. Conti había ido a hacer las fotos a la luz del alba, turnándose con su colega del distrito 14. Adamsberg, Danglard, Louviers y Margellon se reunieron alrededor de una mesa del Café Ruthéne, que acababa de abrir sus puertas.

Adamsberg permanecía silencioso, desconcertando a su tosco colega del distrito 14 que le veía con la mirada ausente, la boca torcida y el pelo enmarañado.

– Esta vez no vale la pena interrogar a los dueños de los cafés -dijo Danglard-. El Café des Arts y el Ruthéne son establecimientos que cierran muy pronto, antes de las diez. El hombre de los círculos es un experto en lugares desiertos. Ya había actuado no lejos de aquí con el gato aplastado, en la Rué Froidevaux, junto al cementerio.

– Eso está en nuestra zona -repuso Louviers-. No nos lo dijeron.

– No hubo crimen, ni siquiera se produjo ningún incidente -respondió Danglard-. Nos desplazamos por simple curiosidad. Además, lo que usted dice no es exacto, porque fue uno de sus hombres el que me dio la información.

– Ah, sí -dijo Louviers, contento a pesar de todo de estar al corriente.

– Igual que el cadáver anterior -intervino Adamsberg desde el extremo de la mesa-, éste no se sale del perímetro del círculo. Es imposible pues aclarar si el hombre de los círculos es el responsable o si le han utilizado. La ambigüedad, siempre. Muy hábil.

– ¿Entonces? -preguntó Louviers.

– Entonces nada. El médico forense fija la muerte hacia la una de la madrugada. Un poco tarde, me parece -concluyó tras un nuevo silencio.

– ¿Es decir? -preguntó Louviers que no se desanimaba.

– Es decir después del cierre de las rejas del metro.

Louviers se quedó perplejo. Luego Danglard leyó en su cara que renunciaba a la conversación. Adamsberg preguntó la hora.

– Casi las ocho y media -dijo Margellon.

– Vaya a telefonear a Castreau. Le pedí que hiciera unas comprobaciones sumarias hacia las cuatro y media. Seguramente ya habrá hecho algún progreso. Dése prisa antes de que vaya a acostarse. Castreau no bromea con sus horas de sueño.

Cuando Margellon regresó, dijo que las comprobaciones sumarias no habían aportado gran cosa.

– Lo sospechaba -dijo Adamsberg-, pero dígalas de todas formas.

Margellon leyó sus notas.

– El doctor Pontieux no tiene antecedentes penales. Ya se le ha comunicado la muerte a su hermana, que sigue viviendo en la casa familiar del Indre. Según parece es su única familia. Tiene algo así como ochenta años. Hijo de una pareja de agricultores, el doctor Pontieux llevó a cabo un ascenso social que absorbió, al parecer, toda su energía. La frase es de Castreau -precisó Margellon-. En resumen, se quedó soltero. Según la portera del edificio, a la que Castreau también ha preguntado, no hay asuntos de faldas dignos de mención, ni tampoco de ningún otro tipo. Esto es también Castreau quien lo añade. Vivía ahí desde hacía por lo menos treinta años, tenía la consulta en la tercera planta y su apartamento en la segunda, y la portera le conocía de siempre. Dice que era atento y bueno como el pan, y no hace más que llorar. Resultado: ninguna sombra, un hombre sobrio. Tranquilidad, monotonía. Esto…

– Esto es Castreau quien lo añade -interrumpió Danglard.

– ¿Sabe la portera por qué salió el doctor ayer por la noche?

– Le llamaron para que fuera a visitar a un niño con fiebre. Ya no ejercía, pero a sus antiguos clientes les gustaba pedirle consejo. La portera supone que seguramente decidió volver a pie. Le gustaba andar, por higiene, naturalmente.

– Naturalmente, no -dijo Adamsberg.

– ¿Y aparte de eso? -preguntó Danglard.

– Aparte de eso, nada. -Y Margellon guardó las notas.

– Un inofensivo médico de barrio -concluyó Louviers- tan anodino como su anterior víctima. Incluso parece el mismo escenario.

– Sin embargo hay una gran diferencia -dijo Adamsberg-. Una enorme diferencia.

Los tres hombres le miraron en silencio. Adamsberg estaba pintarrajeando en una esquina del mantel de papel con una cerilla quemada.

– ¿Ustedes no la ven? -preguntó Adamsberg mirándoles, sin intención de desafiarles.

– La verdad es que no salta a la vista -dijo Margellon-. ¿Cuál es la enorme diferencia?

– Esta vez han matado a un hombre -dijo Adamsberg.

El médico forense mandó el informe completo a media tarde. Situaba la hora del fallecimiento hacia la una y media. Al doctor Gérard Pontieux lo habían matado, como a Madeleine Chátelain, antes de degollarlo. El asesino se había ensañado con él, le había practicado en la garganta al menos seis cortes y había llegado hasta las vértebras. Adamsberg hizo un gesto de disgusto. Toda la investigación de la jornada apenas había proporcionado más datos que los que poseían por la mañana. Ahora sabían muchas cosas sobre el viejo doctor, pero sólo las normales. Su apartamento, su consulta, sus documentos privados habían revelado una vida sin recovecos. El doctor se estaba preparando para alquilar su vivienda y regresar al Indre, donde acababa de comprar, en condiciones igualmente normales, una casita. Dejaba una pequeña suma a su hermana, nada del otro jueves.

Danglard volvió hacia las cinco. Había rastreado los alrededores del lugar del crimen con tres hombres. Adamsberg vio que parecía satisfecho pero que también tenía ganas de tomar una copa.

– Esto estaba en la reguera -dijo Danglard enseñándole una bolsita de plástico-. No estaba lejos del cuerpo, a veinte metros más o menos. El asesino ni siquiera se tomó la molestia de disimularlo. Actúa como si fuera intocable, seguro de su impunidad. Es la primera vez que veo algo parecido.

Adamsberg abrió la bolsita. Dentro había dos guantes de cocina de goma rosa, con sangre pegada. Era bastante repugnante.

– El asesino se toma la vida con calma, ¿verdad? -dijo Danglard-. Degüella con guantes de cocina y luego se desembaraza de ellos un poco más lejos tirándolos a la reguera, como si fueran una simple bola de papel. Pero no dejan huellas. Eso es lo bueno de los guantes de goma: uno puede deshacerse de ellos quitándoselos sin tocarlos, y además son guantes que se encuentran por todas partes. ¿Qué quiere que hagamos con eso, aparte de llegar a la conclusión de que el asesino está absolutamente seguro de sí mismo? ¿A cuántos va a matarnos así?

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