Me metí la mano en el bolsillo y saqué el fragmento de papel azul en el que había escondido el Vengador del Ulster. Me acerqué como si fuera un suplicante, dejé el papel sobre la mesa y retrocedí de nuevo.
Papá lo abrió.
– ¡Madre de Dios! -exclamó-. ¡Es AA!
Se puso de nuevo las gafas y cogió su lupa de joyero para ver el sello de cerca.
«Ahora -me dije- obtendré mi recompensa.» Me di cuenta de que estaba pendiente de sus labios, esperando a que papá los moviera.
– ¿De dónde lo has sacado? -dijo al fin con esa voz dulce tan típicamente suya que inmoviliza al interlocutor como se inmoviliza una mariposa al clavarle un alfiler.
– Lo encontré -dije.
La mirada de papá era militar…, implacable.
– Debió de caérsele a Bonepenny -añadí-. Es para ti.
Papá observó mi rostro igual que un astrónomo observaría una supernova.
– Un detalle que te honra, Flavia -dijo al fin, como si le costara un gran esfuerzo. Después me devolvió el Vengador del Ulster-. Tienes que restituírselo a su legítimo dueño.
– ¿El rey Jorge?
Papá asintió, aunque su gesto me pareció triste.
– No sé cómo ha ido a parar ese sello a tus manos ni tampoco quiero saberlo. Has llegado hasta aquí tú sola y ahora debes salir de esto tú sola.
– El inspector Hewitt quiere que se lo entregue.
– Muy amable por su parte -dijo-, pero también demasiado oficial. No, Flavia, el AA ha pasado por demasiadas manos, unas pocas ilustres y la mayoría innobles. Ocúpate de que las tuyas sean las más dignas de todas.
– Pero… ¿qué hay que hacer para escribirle al rey?
– Estoy seguro de que encontrarás la manera -dijo papá-. Por favor, cierra la puerta cuando salgas.
Como si pretendiera enterrar el pasado, Dogger estaba arrojando estiércol de una carretilla en el huerto de pepinos.
– Señorita Flavia -dijo mientras se quitaba el sombrero y se secaba la frente con la manga.
– ¿Qué hay que poner en una carta para el rey? -le pregunté.
Dogger apoyó con cuidado la pala en el invernadero.
– ¿En la teoría o en la práctica?
– En la práctica.
– Eeeh… -dijo-. Pues tendría que mirarlo en algún sitio.
– Un momento -dije-. La señora Mullet tiene un libro titulado Preguntar de todo sobre todo. Lo guarda en la despensa.
– Ha ido a comprar al pueblo -señaló Dogger-. Si nos damos prisa, podemos salir con vida de ésta.
Un segundo más tarde, estábamos los dos escondidos en la despensa.
– Aquí está -dije, entusiasmada, cuando el libro se abrió entre mis manos-. Pero un momento…, esto se publicó hace sesenta años. ¿Seguirá siendo correcto?
– Seguro que sí -dijo Dogger-. En los círculos reales, las cosas no cambian tan de prisa como en los nuestros. Y así debe ser.
El salón estaba vacío. Daffy y Feely andaban por alguna parte, seguramente planeando su siguiente ataque. Encontré una hoja apropiada de papel en un cajón y, después de humedecer la pluma en el tintero, copié la fórmula de encabezamiento del pegajoso libro de la señora Mullet. Intenté que mi letra resultara lo más elegante posible:
Benign í simo soberano:
Sea é sta la voluntad de su majestad,
S í rvase encontrar adjunto un objeto de considerable valor que pertenece a su majestad y que fue robado este a ñ o. C ó mo ha llegado a mis manos [me pareció un toque muy elegante] no tiene importancia, pero le aseguro a su majestad que la polic í a ha cogido al delincuente.
– Capturado -dijo Dogger, que estaba leyendo por encima de mi hombro. Lo corregí. -¿Qué más?
– Nada -respondió él-. Fírmela y ya está. Los reyes aprecian la brevedad.
Con mucho cuidado de no emborronar la carta, copié la despedida del libro.
Lo saluda, con profunda veneraci ó n, la s ú bdita m á s humilde y sierva m á s sumisa de su majestad.
Flavia de Luce (Srta.)
– ¡Perfecto! -exclamó Dogger.
Doblé cuidadosamente la carta y, tras pasar el pulgar, conseguí los pliegues más finos. Después la metí en uno de los mejores sobres de papá y escribí la dirección:
Su alteza real Jorge VI
Buckingham Palace, Londres, S.W. I
Inglaterra
– ¿La marco como «Personal»? -Buena idea -dijo Dogger.
Una semana más tarde, me estaba refrescando los pies desnudos en el agua del lago artificial mientras revisaba las notas que había tomado sobre la coniína, el principal alcaloide de la venenosa cicuta, cuando Dogger apareció de repente, agitando algo que llevaba en la mano.
– ¡Señorita Flavia! -exclamó, y luego cruzó el lago sin quitarse siquiera las botas para llegar a la isla.
Las perneras de sus pantalones estaban empapadas y, aunque se quedó allí plantado chorreando como Poseidón, su sonrisa era tan radiante como la veraniega tarde.
Me entregó un sobre tan blanco y suave como el plumón de un ganso.
– ¿Lo abro? -le pregunté.
– Diría que va dirigido a usted.
Dogger se estremeció cuando rasgué la solapa del sobre y saqué la hoja doblada de papel color crema que había en el interior:
Mi querida se ñ orita De Luce:
Le estoy muy agradecido por su reciente misiva y por la restituci ó n del maravilloso objeto que é ste conten í a, que, como muy probablemente sabe usted, ha desempe ñ ado un importante papel, no s ó lo en la historia de mi familia, sino en la historia de Inglaterra.
Por favor, acepte mi m á s sincero agradecimiento.
La firma decía simplemente «Jorge».
Cada vez que cojo un libro nuevo, lo primero que hago es ir a la página de agradecimientos, porque me proporciona una especie de fotografía aérea de la obra: un mapa a gran escala que muestra en parte ese entorno más amplio en el cual se escribió el libro y aporta más información sobre el dónde y el cómo.
Ninguna obra en proceso de producción ha recibido jamás tanto cariño y cuidados como Flavia de los extra ñ os talentos, por lo que es para mí un gran honor expresar mi agradecimiento a la Crime Writers' Association (asociación de escritores de novela policíaca, CWA por sus siglas en inglés) y al jurado que consideró esta obra merecedora del premio Debut Dagger: Philip Gooden (presidente de la CWA), Margaret Murphy, Emma Hargrave, Bill Massey, Sara Mengue, Keshini Naidoo y Sarah Turner.
Quisiera transmitir mi especial agradecimiento a Margaret Murphy, quien no sólo presidió el comité de los premios Debut Dagger, sino que también le robó un poco de tiempo a su apretada agenda el día de la entrega de premios para recibir en persona a un extranjero que deambulaba por Londres.
Gracias también a Meg Gardiner, Chris High y Ann Cleeves por hacerme sentir como si los conociera de toda la vida.
A Louise Penny, ganadora ella también del premio Dagger, cuya generosidad, calidez y aliento quedan perfectamente ejemplificados en su página web, convertida ya en un faro para los aspirantes a escritor. Louise es una maestra a la hora de devolver con creces lo que recibe. Y, por si eso fuera poco, las novelas protagonizadas por el inspector jefe Armand Gamache son sencillamente espléndidas.
A mi agente, Denise Bukowski, por cruzar el Atlántico para estar a mi lado y por conseguir llevarme a la iglesia a tiempo, a pesar de mi jet lag.
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