Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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– Esta taza de porcelana fina es preciosa -dijo al fin, levantando la taza por encima de la cabeza para leer la etiqueta del fabricante en la parte inferior.

– Pertenece al período temprano de la porcelana Spode -expliqué-. Albert Einstein y George Bernard Shaw bebieron té en esa misma taza cuando visitaron a mi tío abuelo Tarquín…, los dos a la vez, no, claro.

– Sería interesante saber qué se habrían dicho el uno al otro -dijo el inspector Hewitt, lanzándome una mirada.

– Sí, sería interesante -respondí, devolviéndole la mirada.

El inspector bebió otro sorbito de té. En cierta manera, parecía inquieto, como si quisiera decir algo pero no supiera cómo empezar.

– Ha sido un caso difícil -dijo-. Muy raro, en realidad. El hombre cuyo cadáver encontraste en el jardín era un perfecto desconocido…, o eso parecía al principio. Lo único que sabíamos era que procedía de Noruega.

– La agachadiza -apunté.

– ¿Perdón?

– La agachadiza chica que apareció muerta ante el umbral de la cocina. Las agachadizas chicas no llegan a Inglaterra hasta el otoño. Debía de haberla traído de Noruega… oculta en una tarta. Así es como lo supieron, ¿no?

El inspector se quedó perplejo.

– No -repuso-. Bonepenny llevaba unos zapatos nuevos con el nombre de un fabricante de Stavanger.

– Ah -dije.

– A partir de ahí, no nos resultó muy difícil seguirle la pista. -Mientras hablaba, el inspector Hewitt fue dibujando un mapa en el aire con las manos-. Gracias a nuestras pesquisas aquí y en el extranjero, descubrimos que había viajado en barco desde Stavanger hasta Newcastle-upon-Tyne, y que desde allí había ido en tren hasta York y luego hasta Doddingsley. En Doddingsley cogió un taxi que lo llevó a Bishop's Lacey.

¡Ajá! Tal y como yo me había figurado.

– Exacto -dije-. Y Pemberton… ¿o debería decir Bob Stanley?, lo siguió, pero se quedó en Doddingsley y se hospedó en el Jolly Coachman.

Una de las cejas del inspector Hewitt se alzó como una cobra.

– ¿Ah, sí? -dijo como quien no quiere la cosa-. ¿Y tú cómo lo sabes?

– Llamé al Jolly Coachman y hablé con el señor Cleaver.

– ¿Y eso es todo?

– Estaban compinchados, lo mismo que en el asesinato del señor Twining.

– Stanley lo niega -dijo-. Asegura que él no tuvo nada que ver con ese asunto. Dice que es más inocente que un cordero.

– Pero a mí me dijo en el cobertizo del foso que había matado a Bonepenny. Y aparte de eso, admitió más o menos que mi teoría era correcta, es decir, que el suicidio del señor Twining fue un truco de ilusionismo.

– Bueno, eso está por ver. Lo estamos investigando, pero nos va a llevar cierto tiempo… Aunque debo admitir que tu padre nos ha sido de gran ayuda. Nos ha contado la historia completa de los hechos que condujeron a la muerte de Twining. Lo único que lamento es que no mostrara antes esas mismas ganas de colaborar. Nos podríamos haber ahorrado… Lo siento -dijo-, sólo estaba especulando.

– ¿Mi secuestro? -sugerí.

Me quito el sombrero ante la rapidez con que el inspector cambió de asunto.

– Volviendo al presente -dijo-, veamos si lo he entendido bien: ¿dices que Bonepenny y Stanley eran cómplices?

– Siempre fueron cómplices -aseguré-. Bonepenny robaba sellos y Stanley los vendía en el extranjero a coleccionistas poco escrupulosos. Pero, por alguna razón, jamás habían conseguido deshacerse de los dos Vengadores del Ulster: eran demasiado conocidos. Y dado que uno de esos sellos se lo habían robado al rey, ningún coleccionista se habría arriesgado a que lo pillaran con ese sello en su colección.

– Muy interesante -dijo el inspector-. ¿Y?

– Planeaban chantajear a mi padre, pero parece que en algún momento tuvieron una disputa. Bonepenny viajaba desde Stavanger para poner en práctica su plan, pero Stanley debió de pensar en algún momento que podía seguirlo, asesinarlo en Buckshaw, coger los sellos y abandonar el país. Así de sencillo. Y la culpa de todo se la echarían a mi padre. Y así fue cómo sucedió -añadí con una mirada cargada de reproches.

A continuación se produjo un incómodo silencio.

– Mira, Flavia -dijo al fin-, la verdad es que no tuve mucha elección, ¿sabes? No había ningún otro sospechoso viable.

– ¿Y yo qué? -le pregunté-. Yo estuve presente en el escenario del crimen. -Con un gesto vago, señalé los frascos de productos químicos que cubrían las paredes-. Al fin y al cabo, sé mucho de venenos. Se me podría considerar una persona peligrosa.

– Ya -dijo el inspector-. Una posibilidad muy interesante. Y es cierto que estabas allí a la hora del crimen. De no haber salido las cosas tal y como han salido, tal vez serías tú quien ahora mismo tuviera la soga al cuello.

Eso no lo había pensado. Se me puso la carne de gallina y me eché a temblar. El inspector prosiguió:

– En tu contra, sin embargo, está tu estatura, la ausencia de móvil y el hecho de que no te has esfumado precisamente. El típico asesino suele rehuir a la policía todo lo que puede, mientras que tú… bueno, omnipresente es la palabra que se me ocurre ahora mismo. En fin, ¿qué estabas diciendo?

– Stanley le tendió una emboscada a Bonepenny en nuestro jardín. Bonepenny era diabético y…

– Ya -dijo el inspector, casi como si hablara consigo mismo-. ¡Insulina! No se nos ocurrió pedir análisis de eso.

– No -repliqué-, insulina no: tetracloruro de carbono. Bonepenny murió porque le inyectaron tetracloruro de carbono en el tronco del cerebro. Stanley compró una ampolla de esa sustancia en Johns, la farmacia de Doddingsley. Vi la etiqueta del frasco mientras él llenaba la jeringuilla en el cobertizo del foso. Supongo que la habrán encontrado debajo de la basura.

Por su expresión, supe que no la habían encontrado.

– Pues entonces supongo que se caería por el desagüe -añadí-. Hay un antiguo sumidero que desemboca en el río. Alguien va a tener que pescar el frasco.

«¡Pobre sargento Graves!», pensé.

– Stanley robó la jeringuilla del estuche que Bonepenny tenía en su habitación del Trece Patos -agregué sin pensar.

¡Maldición!

El inspector dio un respingo.

– ¿Y cómo sabes tú qué había en la habitación de Bonepenny? -me preguntó con brusquedad.

– Eh… ahora vuelvo sobre esa cuestión -dije-. Deme unos minutos. Stanley creía que jamás detectarían los restos de tetracloruro de carbono en el cerebro de Bonepenny. Y menos mal, porque entonces podrían haber sacado la conclusión de que procedía de uno de los frascos de papá. Hay litros y litros de esa sustancia en el estudio.

El inspector Hewitt sacó su cuaderno y garabateó un par de palabras, supuse que «tetracloruro de carbono».

– Sé que era tetracloruro de carbono porque Bonepenny me espiró en plena cara, junto con su último aliento, el último rastro de esa sustancia -dije, arrugando la nariz y adoptando una expresión adecuada a las circunstancias.

Si se puede decir que los inspectores de policía se ponen pálidos, el inspector Hewitt se puso pálido.

– ¿Estás segura de eso?

– Sé bastante de hidrocarburos clorados, gracias.

– ¿Me estás diciendo que Bonepenny aún vivía cuando lo encontraste?

– A duras penas -dije-. Esto…, falleció de inmediato.

Se produjo otro de esos largos y sepulcrales silencios.

– Mire -dije-, le enseñaré cómo lo hizo.

Cogí un lápiz, le di un par de vueltas en el sacapuntas y me dirigí al rincón donde se balanceaba el esqueleto articulado, colgado de su alambre.

– Esto se lo regaló el naturalista Frank Buckland a mi tío abuelo Tarquín -le dije, acariciando con ternura la calavera del esqueleto-. Yo lo llamo Yorick.

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