Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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– Y ahora le toca a Flavia.

Veintiséis

Era Pemberton y, al oír el sonido de su voz, el corazón me dio un vuelco. ¿Qué había querido decir con eso de «Y ahora le toca a Flavia»? ¿Acaso ya le había hecho algo horrible a Daffy, o a Feely o a… Dogger?

Antes siquiera de que tuviera tiempo de ponerme a imaginar, Pemberton me cogió por la parte superior del brazo en una llave paralizante y me hundió el pulgar en el músculo como ya había hecho antes. Intenté gritar, pero no me salió la voz. Por un momento, pensé que iba a vomitar.

Sacudí la cabeza bruscamente de un lado a otro, pero no me soltó hasta después de que hubiera transcurrido lo que a mí se me antojó una eternidad.

– Pero, antes, Frank y Flavia tendrán una pequeña charla -dijo en un tono familiar, como si estuviéramos paseando por el parque.

En ese momento me di cuenta de que me hallaba a solas con un chiflado en mi propia Calcuta.

– Te voy a quitar esto de la cabeza, ¿me entiendes?

Me quedé completamente inmóvil, petrificada.

– Escúchame, Flavia, y escúchame bien. Si no haces exactamente lo que te digo, te mataré. Así de fácil. ¿Lo entiendes?

Asentí a duras penas.

– Bien. Y ahora, quieta.

Pemberton tiró con fuerza de los nudos que había atado en su propia chaqueta y, casi al momento, el tejido resbaladizo y sedoso del forro empezó a deslizarse por mi rostro y luego se desprendió por completo.

La luz de la linterna que llevaba Pemberton fue como un mazazo que me deslumbró. Retrocedí, aturdida. En mi campo de visión se alternaron las estrellas centelleantes y los parches negros. Llevaba tanto tiempo a oscuras que hasta la luz de una simple cerilla me habría resultado intolerable, pero Pemberton me enfocaba con una poderosa linterna directamente -y también deliberadamente- a los ojos.

Dado que no podía levantar las manos para protegerme, lo único que podía hacer era girar la cabeza a un lado, cerrar los ojos con fuerza y aguardar a que desaparecieran las náuseas.

– Duele, ¿verdad? -dijo-. Pues no te va a doler ni la mitad de lo que te haré si vuelves a mentirme.

Abrí los doloridos ojos y traté de enfocarlos en un rincón oscuro del foso.

– ¡Mírame!-me exigió Pemberton.

Volví la cabeza hacia él y lo miré sin dejar de parpadear, con algo que se me antojó una horrenda mueca. No veía al hombre que estaba tras el cristal redondo de la linterna, cuya intensa luz aún me abrasaba el cerebro como si del gigantesco sol blanco del desierto se tratara.

Muy despacio, tomándose su tiempo, Pemberton desvió a un lado el deslumbrante haz de luz y lo apuntó al suelo. En algún lugar, tras el resplandor, aquel hombre no era más que una voz en la oscuridad.

– Me has mentido.

Me encogí de hombros como pude.

– Me has mentido -repitió Pemberton, esta vez en un tono más alto que me permitió detectar la tensión en su voz-. En el reloj no había nada escondido, excepto el Penny Black.

O sea, ¡que había estado en Buckshaw! El corazón me empezó a revolotear igual que un pájaro enjaulado.

– Gggg -dije.

Pemberton pensó durante un instante, pero no tenía alternativa.

– Te voy a quitar el pañuelo de la boca, pero antes quiero enseñarte algo.

Recogió su chaqueta de tweed del suelo del foso y rebuscó algo en el bolsillo. Cuando retiró la mano, sostenía en ella un objeto reluciente de metal y cristal. ¡Era la jeringuilla de Bonepenny! Me la acercó para que la viera.

– Era esto lo que buscabas, ¿verdad? En la posada y en el jardín. ¡Y resulta que ha estado aquí todo el rato!

Soltó una carcajada nasal, como un cerdo, y se sentó en los escalones. Sujetando la linterna entre ambas rodillas, sostuvo en alto la jeringuilla mientras con la otra mano sacaba de la chaqueta una botellita marrón. Apenas tuve tiempo de leer la etiqueta antes de que Pemberton le quitara el tapón y llenara la jeringuilla.

– Supongo que sabes qué es esto, ¿verdad, doña Sabihonda?

Lo miré fijamente a los ojos pero, por lo demás, no di muestras de haberlo oído.

– Y no te creas que no sé dónde y cómo inyectarlo. Por algo me pasé un montón de horas en la sala de disección del hospital de Londres. Una vez que dejé fuera de combate a Bonepenny, lo de la inyección fue casi pan comido: se inclina un poco hacia un lado, a través del splenius capitis y del semispinalis capitis, se hace una punción en el ligamento atlantoaxial y se desliza la aguja por encima del arco del axis. Y voil à , se acabó. El tetracloruro de carbono se evapora en un santiamén sin dejar apenas rastro. El crimen perfecto, aunque está mal que yo lo diga.

¡Justo tal y como yo había deducido! Y, sin embargo, ¡ahora sabía exactamente cómo lo había hecho! Aquel hombre estaba más loco que una cabra.

– Ahora escúchame -dijo-. Voy a sacarte el pañuelo de la boca y me vas a decir qué has hecho con los Vengadores del Ulster. Una palabra en falso…, un movimiento en falso y…

Sostuvo la jeringuilla en alto, casi rozándome la nariz, y apretó ligeramente el émbolo. Durante un segundo aparecieron de la punta de la aguja unas gotas de tetracloruro de carbono, como si fueran gotas de rocío, que en seguida cayeron al suelo. Me llegó a la nariz el conocido hedor de la sustancia.

Pemberton apoyó la linterna en los escalones y la orientó de forma que me enfocara directamente a la cara. Colocó al lado la jeringuilla.

– Abre -dijo.

Ésta fue la idea que me asaltó de repente: para sacar el pañuelo, tenía que introducirme en la boca el índice y el pulgar, cosa que yo aprovecharía para mordérselos con todas mis fuerzas… ¡y arrancárselos de una dentellada!

Pero luego… ¿qué? Aún seguía atada de pies y manos y, por mucho que lo mordiera, Pemberton aún podría matarme sin dificultad.

Separé un poco las doloridas mandíbulas.

– Abre más -dijo, frenándose.

Luego, en un abrir y cerrar de ojos, me introdujo los dedos en la boca y sacó el empapado pañuelo. Durante apenas un segundo, la sombra de su mano tapó la luz de la linterna, de modo que no pudo ver -pero yo sí- el destello de color naranja cuando la bola húmeda cayó al suelo en mitad de la oscuridad.

– Gracias -murmuré con voz ronca, en lo que constituía mi primer movimiento de la segunda parte del juego. Pemberton pareció sorprendido-. Los habrá encontrado alguien -grazné-. Los sellos, quiero decir. Los escondí en el reloj… Lo juro.

Supe de inmediato que había ido demasiado lejos. Si ésa fuese la verdad, Pemberton ya no tendría ningún motivo para mantenerme con vida, pues yo era la única persona que sabía que él era un asesino.

– A menos…-me apresuré a añadir.

– ¿A menos? ¿A menos que qué?

Se abalanzó sobre mis palabras como un chacal sobre un antílope derribado.

– Los pies -dije-. Me duelen. No puedo pensar. No puedo…, por favor, al menos aflójeme los nudos… sólo un poco.

– De acuerdo -accedió tras pensarlo sorprendentemente muy poco-. Pero voy a dejarte las manos atadas, así no irás a ninguna parte.

Asentí vigorosamente. Pemberton se arrodilló y desabrochó la hebilla de su cinturón. Cuando el cuero se desprendió de mis tobillos, reuní todas mis fuerzas y le propiné una patada en los dientes. Él se tambaleó hacia atrás: oí el ruido de su cabeza al chocar contra el hormigón y el sonido de un objeto metálico al caer al suelo y rodar hasta un rincón. Pemberton se deslizó pesadamente por el muro hasta quedar sentado, mientras yo subía los escalones renqueando.

Subí…, uno…, dos… Golpeé torpemente la linterna con los pies, que cayó rodando hasta el foso, donde se detuvo con el haz de luz enfocando la suela de uno de los zapatos de Pemberton.

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