Tres…, cuatro… Tenía la sensación de que mis pies no eran más que muñones cercenados a la altura de los tobillos.
Cinco…
Sin duda, la cabeza ya me sobresalía del borde del foso, pero si ése era el caso, la estancia se hallaba completamente a oscuras. La única luz era la de un débil resplandor rojo sangre procedente de las ventanas de la puerta de fuelle. En la calle debía de haber anochecido, lo que significaba que había dormido durante horas.
Mientras intentaba recordar dónde estaba la puerta, oí a Pemberton escarbar en el foso. El haz de luz de la linterna zigzagueó frenéticamente por el techo y, de repente, Pemberton subió los escalones y me alcanzó. Se abalanzó sobre mí y me estrujó hasta cortarme la respiración. Oí los huesos de los hombros y de los codos que crujían en el interior de mi cuerpo. Intenté darle una patada en la espinilla, pero lo cierto es que ya casi había conseguido reducirme. Nos tambaleamos de un lado a otro del cobertizo, girando como trompos.
– ¡No! -gritó cuando perdió el equilibrio y cayó de espaldas al foso, arrastrándome en su caída.
Se estrelló contra el suelo con un espantoso golpe seco y, en ese mismo instante, yo aterricé sobre su cuerpo. Oí su grito ahogado en la oscuridad. ¿Se habría partido la espalda? ¿O se levantaría otra vez de un salto y me zarandearía como a una muñeca de trapo?
Como si se tratara de una inesperada erupción, Pemberton me apartó de un golpe y salí volando para aterrizar de bruces en un rincón del foso. Como un gusano, fui arrastrándome hasta conseguir ponerme de rodillas, pero ya era demasiado tarde: Pemberton me sujetaba un brazo con fuerza y me arrastraba hacia los escalones.
Le resultó casi demasiado fácil: se acuclilló, recogió la linterna del lugar donde había caído y luego se dirigió hacia los escalones. Yo creía que la jeringuilla había caído al suelo, pero probablemente era el frasco lo que había oído caer, porque un segundo más tarde vi centellear la aguja en la mano de Pemberton… y en seguida noté la punta en la nuca.
Lo único que pude pensar fue que necesitaba ganar tiempo.
– Usted mató al señor Twining, ¿verdad? -jadeé-. Usted y Bonepenny.
Mi comentario lo pilló desprevenido y noté que aflojaba los dedos ligeramente.
– ¿Qué te hace pensar eso? -me susurró al oído.
– Fue Bonepenny quien subió al tejado -dije-… Fue él quien gritó « Vale! » imitando la voz de Twining. Y fue usted quien arrojó el cuerpo por el agujero.
Pemberton cogió aire por la nariz.
– ¿Te lo contó Bonepenny?
– Encontré la toga y el birrete bajo las tejas -dije-. Lo deduje yo sola.
– Eres muy lista -dijo, casi como si lo lamentara.
– Y ahora que ha matado usted a Bonepenny, los sellos son suyos. O lo serían si supiera dónde están.
Esas palabras lo enfurecieron. Me apretó más el brazo y, de nuevo, me clavó el pulgar en el músculo. Grité de dolor.
– Cinco palabras, Flavia -dijo entre dientes-. ¿Dónde están los puñeteros sellos?
En el largo silencio que siguió, aturdida aún por el dolor, me refugié en las fantasías de mi mente. ¿Era ése el fin de Flavia?, me pregunté. En ese caso, ¿me estaría viendo Harriet? ¿Estaría en ese preciso instante sentada sobre una nube, con las piernas colgando, diciéndome: «¡Oh, no, Flavia! ¡No hagas eso; no digas lo otro! ¡Cuidado, Flavia, cuidado!»
Si estaba sentada allí arriba, no la oía; tal vez yo estuviera mucho más lejos de Harriet que Feely o Daffy. Tal vez a mí me hubiera querido menos. Era triste admitirlo, pero de las tres hijas de Harriet, yo era la única que no conservaba recuerdos reales de ella. Feely, la muy avara, había disfrutado y acaparado ocho años de amor materno. Y Daffy insistía en que, a pesar de tener apenas tres años cuando Harriet desapareció, recordaba perfectamente la imagen de una mujer esbelta y risueña que le ponía un almidonado vestido y un gorrito, la sentaba sobre una manta en un prado iluminado por el sol y le hacía fotos con una cámara de fuelle antes de darle un pepinillo en vinagre.
Fue otro pinchazo el que me devolvió a la realidad: tenía la aguja en el tronco cerebral.
– Los Vengadores del Ulster. ¿Dónde están?
Señalé con un dedo el rincón del foso donde yacía el pañuelo, envuelto en sombras. Mientras Pemberton trataba de enfocarlo con la linterna, desvié la mirada y luego miré hacia arriba, como dicen que hacían los santos de antaño cuando buscaban la salvación.
Lo oí antes de verlo. Oí una especie de ronroneo apagado, como si un pterodáctilo gigante estuviera revoloteando en el exterior, sobre el cobertizo del foso. Un segundo más tarde se produjo un monumental y aterrador impacto, seguido de una lluvia de cristales.
Sobre nuestras cabezas, por encima de la boca del foso, una intensa luz amarilla inundó el cobertizo e iluminó las minúsculas nubes de vapor que ascendían como si fueran las almas hinchadas de los difuntos. Incapaz de moverme, me quedé mirando la aparición, extrañamente familiar, que se había detenido temblando sobre la boca del foso.
«Es una crisis nerviosa -pensé-. Me he vuelto loca.»
Justo sobre mi cabeza, palpitando como si tuviera vida, se hallaban los bajos del Rolls-Royce de Harriet. Antes de que pudiera siquiera parpadear, se abrieron las puertas del coche y oí un ruido de pasos sobre mi cabeza.
Pemberton trató de alcanzar los escalones y de escabullirse como una rata acosada. Al llegar arriba se detuvo e intentó desesperadamente abrirse paso entre el borde del foso y el parachoques delantero del Phantom. Una mano sin cuerpo apareció entonces y lo agarró del cuello de la camisa, para después sacarlo a rastras del foso como si sacara un pez de un estanque. Los zapatos de Pemberton desaparecieron en la luz, justo encima de mí, y oí una voz -¡la de Dogger!- que decía:
– Usted perdone.
Se oyó un desagradable crujido y algo se estrelló contra el suelo allí arriba, como si fuera un saco de nabos.
Aún estaba aturdida cuando hizo presencia la aparición, que iba toda vestida de blanco. Se escurrió sin problemas por la angosta abertura entre el cromo y el hormigón y a continuación descendió rápidamente, en un revoloteo de faldas, hasta el fondo del foso. Cuando me echó los brazos al cuello y sollozó en mi hombro, noté que su delgado cuerpo temblaba como una hoja.
– ¡Tonta, más que tonta! -repetía una y otra vez, rozándome el cuello con sus labios en carne viva.
– ¡Feely! -dije, apabullada por la sorpresa-. ¡Te estás manchando de aceite tu mejor vestido!
Ya en el exterior del foso, en Cow Lane, me pareció todo un sueño: Feely lloraba arrodillada, aferrándome la cintura con los brazos. Mientras yo permanecía allí inmóvil, tuve la sensación de que todo se disolvía entre nosotras, de que por un instante nos convertíamos en un único ser iluminado por los rayos de la luna en un sombrío callejón.
Y entonces fue como si todos los vecinos de Bishop's Lacey se materializaran en aquel lugar, como si surgieran lentamente de la oscuridad, cacareando como concejales ante el escenario iluminado por linternas y el enorme boquete donde antes estaba la puerta del cobertizo del foso, contándose unos a otros qué estaban haciendo en el momento en que el terrible estruendo había retumbado por todo el pueblo. Era como una escena de aquella obra, Brigadoon, en la que un pueblo resucita lentamente un único día cada cien años.
El Phantom de Harriet, con el hermoso radiador agujereado después de haber sido utilizado como ariete, humeaba en silencio frente al cobertizo del foso y perdía lentamente agua sobre el polvo. Algunos de los lugareños más musculosos, entre ellos Tully Stoker, habían empujado hacia atrás el pesado vehículo para que Feely me ayudara a salir del foso y me plantara ante el intenso resplandor de los enormes faros delanteros del Phantom.
Читать дальше