En primer lugar, Pemberton había llegado a Buckshaw varias horas después de que Horace Bonepenny expiró ante mis ojos. ¿O no?
Cuando había levantado la vista y había visto a Pemberton junto a la orilla del lago, me había quedado muy sorprendida, pero… ¿por qué? Buckshaw era mi hogar: había nacido allí y había vivido allí todos y cada uno de los minutos de mi vida. ¿Por qué me sorprendía tanto ver a un hombre junto a la orilla de un lago artificial?
Noté que la respuesta mordisqueaba el anzuelo que yo había lanzado hasta mi subconsciente. «No la mires directamente -me dije-, piensa en otra cosa… o, por lo menos, finge que piensas en otra cosa.»
Ese día había estado lloviendo, o tal vez acababa de empezar a llover. Yo había levantado la vista desde mi posición, sentada en los escalones del pequeño templo en ruinas, y allí estaba Pemberton, al otro lado del agua, en el extremo sur del lago. Para ser más exactos, en el extremo sureste. ¿Por qué diablos había aparecido en aquella parte?
Ésa era una pregunta cuya respuesta conocía desde hacía algún tiempo.
Bishop's Lacey se hallaba al nordeste de Buckshaw. Desde las verjas Mulford, a la entrada de nuestra avenida de castaños, la carretera avanzaba siguiendo un trazado de recodos y curvas hasta llegar, más o menos directamente, al pueblo. Y, sin embargo, Pemberton había aparecido por el sureste, en la dirección de Doddingsley, que se hallaba a unos cuantos kilómetros a campo traviesa. ¿Por qué entonces, en nombre del Gran Hedor, había decidido venir por allí?, me había preguntado yo. Las posibilidades eran limitadas y no había tardado mucho en apuntarlas en mi cuaderno mental de notas:
1. Si, tal y como yo sospechaba, Pemberton era el asesino de Horace Bonepenny, ¿ podr í a haber regresado, como dicen que hacen todos los asesinos, al escenario del crimen? ¿ Tal vez hab í a olvidado algo, por ejemplo, el arma homicida? ¿ Hab í a regresado a Buckshaw para recuperarla?
2. Dado que ya hab í a estado en Buckshaw la noche anterior, conoc í a el camino a campo traviesa y quer í a pasar inadvertido. (V é ase 1.)
¿Y si el viernes, la noche del asesinato, Pemberton, creyendo que Bonepenny llevaba encima los Vengadores del Ulster, lo hubiera seguido desde Bishop's Lacey hasta Buckshaw y lo hubiera asesinado allí?
«Un momento, Flave -me dije-. Para el carro. No vayas tan de prisa. ¿Por qué no se limitó Pemberton a abordar a su víctima en uno de esos setos que bordean prácticamente todos los caminos en esta parte de Inglaterra?»
La respuesta era tan obvia como si la hubieran esculpido en un tubo de neón rojo en pleno Piccadilly Circus: ¡porque quería que culparan a papá del asesinato!
¡Tenía que matar a Bonepenny en Buckshaw! ¡Claro! Y dado que papá vivía prácticamente como un recluso, era lógico pensar que casi nunca salía de casa. Los asesinatos -por lo menos aquellos en los que el asesino pretende eludir a la justicia- hay que planearlos con antelación y, por lo general, hasta el último detalle. Estaba claro que en un crimen filatélico la culpa había que echársela a un filatelista. Y si era poco probable que papá acudiera al escenario del crimen, entonces el escenario del crimen tendría que acudir a él.
Y así había sido.
Aunque ya había elaborado horas antes esa cadena de sucesos -o, por lo menos, estaba segura de cuáles eran los eslabones-, no fue hasta el momento en que me vi obligada a quedarme a solas con Flavia de Luce cuando por fin pude encajar todas las piezas.
«¡Flavia, estoy muy orgullosa de ti! Y Marie Anne Paulze Lavoisier también lo estaría.»
Veamos: Pemberton, claro está, había seguido a Bonepenny hasta Doddingsley; tal vez incluso lo hubiese seguido desde Stavanger. Papá los había visto a los dos en la exposición de Londres hacía tan sólo unas semanas, lo que constituía una prueba irrefutable de que ninguno de los dos vivía de forma permanente en el extranjero.
Sin duda, habían planeado los dos juntos lo de chantajear a papá, lo mismo que habían planeado el asesinato del señor Twining. Y, sin embargo, Pemberton tenía sus propios planes.
Una vez convencido de que Bonepenny se dirigía a Bishop's Lacey (¿adónde, si no, podía estar dirigiéndose?), Pemberton había bajado del tren en Doddingsley y se había hospedado en el Jolly Coachman. Eso lo había comprobado yo misma. Luego, la noche del asesinato, lo único que tuvo que hacer fue caminar a campo traviesa hasta Bishop's Lacey.
Una vez allí, había esperado hasta ver salir a Bonepenny de la posada y dirigirse a pie a Buckshaw. Ya libre de la presencia de Bonepenny, quien por otro lado no sospechaba que lo estuvieran siguiendo, Pemberton había registrado la habitación del Trece Patos y su contenido -incluido el equipaje de Bonepenny-, pero no había encontrado nada. Por supuesto, no se le había ocurrido, cosa que a mí sí, practicar un corte en los adhesivos del baúl.
Era de esperar que se pusiera muy furioso al no encontrar nada.
Tras escabullirse de la posada sin que nadie lo viera (muy probablemente, utilizando la empinada escalera de la parte trasera), había seguido a pie a su presa hasta Buckshaw. Los dos hombres debían de haber discutido en nuestro jardín, pero… ¿cómo es que yo no los había oído?
En menos de media hora había dado a Bonepenny por muerto y le había registrado los bolsillos y la cartera, pero los Vengadores del Ulster no estaban allí: al fin y al cabo, Bonepenny no llevaba los sellos encima.
Pemberton había cometido su crimen y luego se había alejado tan tranquilo en plena noche, para regresar a campo traviesa hasta el Jolly Coachman de Doddingsley. Al día siguiente, sin más, se había presentado en taxi en el Trece Patos y había hecho creer a todo el mundo que había llegado en tren desde Londres. Tenía que volver a registrar la habitación. Peligroso, pero necesario, porque sin duda los sellos seguían allí.
Una parte de esa secuencia de acontecimientos la sospechaba desde hacía ya algún tiempo, y aunque aún no había añadido los hechos restantes, ya había verificado la presencia de Pemberton en Doddingsley gracias a una llamada de teléfono al señor Cleaver, el posadero del Jolly Coachman.
Visto así, parecía todo muy sencillo.
Dejé de pensar durante un instante para escuchar mi propia respiración, que me pareció pausada y regular mientras permanecía allí sentada con la cabeza apoyada en las rodillas, aún recogidas formando una V invertida.
En ese momento, recordé algo que nos había dicho papá en una ocasión: que Napoleón había definido a los ingleses como «una nación de tenderos». ¡Te equivocaste, Napoleón! Puesto que acabábamos de salir de una guerra durante cuyas noches nos habían arrojado sobre la cabeza toneladas y más toneladas de trinitrotolueno, éramos una nación de supervivientes, y hasta yo, Flavia Sabina de Luce, me daba cuenta de ello.
Y luego, por si acaso, murmuré el salmo número veintitrés. Nunca se sabe.
Bien: el asesinato.
De nuevo flotó ante mí en la oscuridad el rostro moribundo de Horace Bonepenny, que abría y cerraba la boca como un pez que boquea sobre la hierba. Su último aliento y su última palabra me habían llegado juntos: « Vale! » , había dicho. Y esa palabra había viajado directamente desde sus labios hasta mis orificios nasales. Y me había llegado en una oleada de tetracloruro de carbono.
No me cabía la más mínima duda de que era tetracloruro de carbono, uno de los compuestos químicos más fascinantes del mundo. Para un químico es inconfundible su olor dulzón, aunque muy fugaz. En el orden del universo, no se halla muy lejos del cloroformo que utilizan los anestesistas durante las operaciones quirúrgicas. En el tetracloruro de carbono (que es uno de sus muchos nombres), cuatro átomos de cloro juegan al corro de la patata con un átomo de carbono. Es un poderoso plaguicida, que aún se usa de vez en cuando en casos de anquilostomiasis persistente, es decir, esa enfermedad en que se produce una infestación de minúsculos parásitos silenciosos, los cuales se atiborran impunemente de la sangre que chupan en el intestino de los seres humanos o de los animales.
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