– Siéntate -me ordenó Pemberton, empujándome los hombros hacia abajo.
Me senté.
Oí el ruido metálico de la hebilla de su cinturón cuando se lo quitó. A continuación, me lo enrolló en los tobillos y lo ató con fuerza. No dijo ni una sola palabra más. Oí el roce de sus zapatos contra el hormigón cuando subió los escalones del foso y, luego, el sonido de los pesados tablones de madera, que volvió a colocar sobre la boca del agujero. Instantes después no quedó más que silencio. Se había marchado.
Estaba sola en el foso y nadie, excepto Pemberton, conocía mi paradero. Me moriría allí dentro y, cuando por fin encontraran mi cadáver, me meterían en un coche fúnebre de un negro reluciente y me transportarían a algún húmedo depósito de cadáveres, para colocarme finalmente sobre una mesa de acero inoxidable.
Lo primero que harían sería abrirme la boca y sacar la empapada bola en que se habría convertido mi pañuelo y, al desplegarlo sobre la mesa junto a mis pálidos restos, un sello naranja -propiedad del rey- caería revoloteando al suelo: parecía una escena sacada de una novela de Agatha Christie. Alguien, tal vez incluso la mismísima Agatha Christie, convertiría mi historia en una novela de detectives.
Yo estaría muerta, sí, pero aparecería en la portada de News of the World. De no haber sido porque estaba aterrorizada, agotada, dolorida y casi sin respiración, hasta me habría parecido divertido.
Estar secuestrada no es exactamente como una se imagina. En primer lugar, no había mordido ni arañado a mi raptor. Tampoco había gritado: más bien me había comportado como un corderito camino del matadero.
La única excusa que se me ocurre es que había utilizado toda mi energía en alimentar mi acelerada mente y que no me había quedado nada para enviar a los músculos. Cuando a una le sucede algo así, es asombrosa la cantidad de tonterías que se le llegan a pasar por la cabeza al instante.
Me acordé, por ejemplo, de lo que había afirmado Maximilian acerca de que en las islas del Canal se podía dar la alarma de «¡Al ladrón!» simplemente gritando: « Haroo! Haroo, mon prince! On me fait tort! » Fácil de decir, pero no tanto cuando una tiene la boca llena de algodón y la cabeza envuelta en la chaqueta de tweed de un desconocido, que además apesta considerablemente a sudor y pomada.
Además, pensé, Inglaterra andaba un poco escasa de príncipes en los tiempos actuales: los únicos que se me ocurrían eran el esposo de la reina Isabel, el príncipe Felipe, y el hijo de ambos, el pequeño príncipe Carlos. Lo que significa que, a efectos prácticos, era como estar sola.
¿Qué habría hecho Marie Anne Paulze Lavoisier?, me pregunté. O, mejor dicho, ¿su esposo Antoine? La situación en la que me hallaba en ese momento era un recordatorio demasiado vivido del hermano de Marie Anne, envuelto en seda lubricada y obligado a respirar por una pajita. Por otro lado, sabía muy bien que difícilmente irrumpiría alguien en el cobertizo del foso con la intención de entregarme a la justicia. En Bishop's Lacey no había guillotina, pero tampoco milagros.
No, pensar en Marie Anne y su sentenciada familia me resultaba demasiado deprimente. Tendría que recurrir a otros genios de la química en busca de inspiración. ¿Qué habrían hecho, por ejemplo, Robert Bunsen o Henry Cavendish si se hubieran encontrado atados y amordazados en el fondo de un grasiento foso?
Me sorprendió lo rápido que me vino la respuesta a la mente: harían un balance de la situación.
Muy bien, pues haría un balance de la situación.
Me hallaba en el fondo de un foso de algo menos de dos metros, lo que lo acercaba de forma alarmante a las dimensiones de una tumba. Tenía los pies y las manos atadas y no me resultaría precisamente fácil tantear a mi alrededor. Con la cabeza envuelta en la chaqueta de Pemberton -quien sin duda había utilizado las mangas para atarla a conciencia- no veía nada. Tampoco oía mucho debido al grueso tejido, y el sentido del gusto estaba inutilizado por culpa del pañuelo que tenía metido en la boca. Me costaba respirar y, dado que tenía la nariz medio tapada, hasta el más mínimo esfuerzo consumía el poco oxígeno que me entraba en los pulmones. Era necesario que permaneciera quieta.
El único sentido que al parecer estaba haciendo horas extra era el del olfato y, a pesar de tener la cabeza envuelta, la fetidez del foso se me colaba por los orificios nasales con toda su intensidad. La base era el acre hedor de la tierra que ha permanecido durante mucho tiempo bajo una morada humana: un olor amargo a cosas en las que es mejor no pensar. Superpuestos a esa base percibí el olor dulzón del aceite usado de motor y los penetrantes y etéreos efluvios de la gasolina, el monóxido de carbono, la goma de los neumáticos y, tal vez, un débil tufillo a ozono, producto de bujías quemadas mucho tiempo atrás.
Y luego estaba el olor a amoníaco que ya había percibido antes. La señorita Mountjoy había hablado de ratas, así que no me sorprendería mucho descubrir que proliferaban por aquellos edificios abandonados a orillas del río.
Más inquietante aún resultaba el olor del gas de alcantarilla: un desagradable caldo de metano, sulfuro de hidrógeno y óxidos de nitrógeno… El olor de la putrefacción y de la descomposición; el olor que surgía del desagüe abierto que descendía desde el foso en que me hallaba sentada hasta la orilla del río.
Me estremecí sólo de pensar en las cosas que en aquellos momentos podían estar abriéndose paso por aquel conducto. «Mejor darle un descanso a la imaginación -me dije- y proseguir con el análisis del foso.»
Casi había olvidado que estaba sentada. La orden de Pemberton de que me sentara, acompañada de un empujón para que obedeciera, me había sorprendido tanto que ni siquiera había reparado en el objeto sobre el cual me había sentado. Sin embargo, en ese momento lo noté debajo de mí: era algo plano, sólido y estable. Meneé un poco el trasero y noté que el objeto cedía ligeramente y emitía un crujido de madera. Era un cajón de embalaje, pensé, o algo muy parecido. ¿Lo habría dejado Pemberton allí con antelación, antes de abordarme en el cementerio?
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba muerta de hambre. No había comido nada desde el escaso desayuno, que, por si fuera poco, se había visto interrumpido por la repentina aparición de Pemberton junto a la ventana. Cuando mi estómago empezó a protestar con retortijones, yo empecé a desear haberle prestado un poco más de atención a mi tostada y a mis cereales de esa mañana.
Además, estaba cansada. Más que cansada, estaba completamente agotada. No había dormido bien y los efectos residuales del catarro obstruían aún más la inhalación de oxígeno.
«Relájate, Flavia. Mantén la calma. Pemberton no tardará en llegar a Buckshaw.» Contaba con el hecho de que, en cuanto Pemberton entrara en la casa para recuperar el Vengador del Ulster, Dogger lo abordaría y se desharía de él sin contemplaciones.
¡Ah, el bueno de Dogger! Cuánto lo echaba de menos. Era el gran desconocido que vivía bajo el mismo techo que yo y, sin embargo, jamás se me había ocurrido preguntarle directamente acerca de su pasado. Juré que si alguna vez conseguía salir de aquella espantosa situación, me llevaría a Dogger de picnic a la primera oportunidad, los dos solos. Iríamos a dar un paseo en batea hasta el disparate arquitectónico, donde lo agasajaría con tostadas untadas de marmite y le sacaría en un santiamén los detalles más morbosos. Mi huida del foso aliviaría tanto a Dogger que no podría negarse a contármelo todo.
El pobrecillo había querido hacerme creer, aunque sólo hubiera sido accidentalmente durante uno de sus ensueños, que él había matado a Horace Bonepenny. Lo había hecho para proteger a papá, de eso no me cabía la menor duda. ¿Acaso no había estado Dogger conmigo en el corredor, junto a la puerta del estudio de papá? ¿No había escuchado, lo mismo que yo, la disputa que había precedido a la muerte de Bonepenny?
Читать дальше