Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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Tendría que pensar en otra cosa.

Restregué contra la arena la punta del zapato. Podía coger un puñado de tierra y arrojársela a los ojos antes de que tuviera tiempo de darse cuenta. Lo vi observarme fijamente. Después se puso en pie y se sacudió el polvo del trasero de los pantalones.

– A veces, la gente hace las cosas precipitadamente y luego se arrepiente -dijo como para entablar conversación. ¿Se refería a Horace Bonepenny o a sí mismo? ¿O tal vez me estaba advirtiendo de que no hiciese un movimiento estúpido?-. Te vi en el Trece Patos, ¿sabes? Estabas en el vestíbulo consultando el registro cuando mi taxi paró delante de la puerta.

¡Recórcholis! O sea, que al final resulta que sí me había visto alguien.

– Tengo unos amigos que trabajan allí -contesté-: Ned y Mary. A veces me paro a saludarlos.

– ¿Y siempre registras las habitaciones de los huéspedes?

Nada más pronunciar Pemberton esas palabras, me puse roja como un tomate.

– Lo que imaginaba -dijo el hombre-. Mira, Flavia, voy a serte sincero. Un socio mío tenía algo que no le pertenecía: era mío. Y ahora, tengo la certeza de que, aparte de mi socio, tú y la hija del patrón sois las dos únicas personas que entraron en esa habitación. También sé que Mary Stoker no tenía ningún motivo en especial para coger ese sello. ¿Qué debo pensar? -¿Se refiere usted a ese sello antiguo? -le pregunté. Aquélla iba a ser una actuación de funambulista, y yo ya me estaba poniendo las mallas. Pemberton se relajó al instante.

– ¿Lo admites? -dijo-. Vaya, eres incluso más lista de lo que imaginaba.

– Estaba en el suelo, debajo del baúl -respondí-. Debió de caerse. Yo estaba ayudando a Mary a limpiar la habitación. Se le había olvidado hacer unas tareas, y su padre, ¿sabe usted?, es muy…

– Ya veo. O sea, que robaste mi sello y te lo llevaste a casa.

Me mordí el labio, hice un mohín y me froté los ojos.

– Yo no lo robé. Pensaba que se le había caído a alguien. Bueno, eso no es del todo cierto: sabía que se le había caído a Horace Bonepenny, pero como estaba muerto, creía que ya no iba a necesitarlo. Pensé en regalárselo a mi padre para que se le pasara el enfado por lo del jarrón Tiffany. Ya está, ya lo sabe todo.

Pemberton silbó.

– ¿Un jarrón Tiffany?

– Fue sin querer -aclaré-. Pero no tendría qué haber jugado a tenis dentro de casa.

– Bueno -dijo-, pues, entonces, problema solucionado, ¿no? Me devuelves el sello y nos olvidamos del asunto, ¿de acuerdo?

Asentí alegremente.

– Voy corriendo a casa a buscarlo.

Pemberton soltó una carcajada muy poco afable y se dio una palmada en la pierna. Cuando recobró la calma, dijo:

– Eres muy buena, ¿sabes?, para la edad que tienes… Me recuerdas a mí mismo. ¡Dice que va corriendo a casa a buscarlo!

– De acuerdo, pues -dije-. Le diré dónde lo he escondido y puede ir a buscarlo usted mismo. Yo me quedo aquí, le doy mi palabra de exploradora.

Lo saludé al estilo de los exploradores, es decir, levantando tres dedos de la mano. No le dije, sin embargo, que técnicamente ya no formaba parte de esa organización, concretamente desde que me habían expulsado por manipular hidróxido férrico para ganar mi insignia de servicio doméstico. A nadie parecía haberle importado el hecho de que se tratara del antídoto en caso de envenenamiento por arsénico.

Pemberton echó un vistazo a su reloj de pulsera.

– Se está haciendo tarde -dijo-, no nos queda tiempo para cortesías.

Algo en su rostro había cambiado, como si hubiera corrido una cortina. De repente, la atmósfera se volvió gélida. Se abalanzó sobre mí y me agarró la muñeca, cosa que me hizo gritar de dolor. Sabía que en cuestión de segundos me retorcería el brazo a la espalda, así que me rendí sin vacilar.

– Lo escondí en el vestidor de mi padre, en Buckshaw -farfullé-. Hay dos relojes en la habitación: uno grande en la repisa de la chimenea y otro más pequeño en la mesilla de noche. El sello está escondido en la parte de atrás del péndulo del reloj que está en la repisa de la chimenea.

Y entonces sucedió algo espantoso, espantoso pero también, como se verá en seguida, maravilloso, todo a la vez: estornudé.

El catarro había permanecido adormecido durante la mayor parte del día. Me había dado cuenta de que, igual que los catarros suelen experimentar cierto alivio cuando uno duerme, prácticamente desaparecen cuando uno está demasiado preocupado como para prestarles atención. El mío volvió de repente y con ganas.

Olvidando momentáneamente que el Vengador del Ulster estaba escondido en su interior, fui a coger mi pañuelo. Pemberton, sobresaltado, debió de pensar que ese repentino movimiento era el preludio de mi huida…, o tal vez que me disponía a atacarlo. Fuera lo que fuese, el caso es que al acercarme el pañuelo a la nariz, antes incluso de que tuviera tiempo de desplegarlo, Pemberton me desvió la mano con un gesto veloz como el rayo, hizo una bola con el pañuelo y me lo introdujo, sello incluido, en la boca.

– Bueno -dijo-, vamos a ver.

Se quitó la chaqueta que aún llevaba sobre el hombro y la extendió como si fuera el capote de un torero. Lo último que vi, cuando Pemberton me cubrió con ella la cabeza, fue la lápida del señor Twining y la palabra « Vale! » grabada en la parte baja. «¡ De ti me despido! »

Noté que algo me ceñía las sienes y supuse que Pemberton estaba utilizando las correas de su portafolio para asegurar la chaqueta e impedir que se moviera.

Me cargó sobre uno de sus hombros y cruzó el río como si fuera un carnicero con media res. Antes de que la cabeza dejara de darme vueltas, Pemberton ya me había depositado de nuevo en el suelo. Me agarró de la nuca con una mano y con la otra me sujetó la parte superior del brazo como si tuviera tenazas en lugar de dedos. Después me empujó sin miramientos para que caminara delante de él por el camino de sirga.

– Tú limítate a ir poniendo un pie delante del otro hasta que te diga que pares.

Intenté gritar pidiendo ayuda, pero me estaba atragantando por culpa del pañuelo húmedo que tenía en la boca, así que lo único que me salió fue una especie de gruñido canallesco. Ni siquiera podía decirle que me estaba haciendo mucho daño.

De repente me di cuenta de que estaba más asustada de lo que jamás había estado en mi vida. Mientras caminaba dando traspiés, recé para que alguien nos viera. Si alguien nos veía, seguramente gritaría y, a pesar de tener la cabeza envuelta en la chaqueta de Pemberton, sin duda oiría los gritos. Lo único que tendría que hacer entonces sería apartarme bruscamente de él y echar a correr hacia el lugar del que procedieran las voces. Pero si hacía tal cosa antes de tiempo me arriesgaba a caer de cabeza al río y a que Pemberton me dejara allí para que me ahogara.

– Quieta ahí -ordenó de repente, después de que me hubo obligado a recorrer lo que a mí me pareció un centenar de metros-. No te muevas.

Obedecí.

Lo oí manipular algo que producía un sonido metálico y, un instante más tarde, me pareció percibir el chirrido de una puerta al abrirse. ¡El cobertizo del foso!

– Sube un escalón -dijo-. Muy bien…, ahora tres pasos al frente. Quieta.

La puerta se cerró a nuestra espalda con un crujido de madera, como si fuera la tapa de un ataúd.

– Vacíate los bolsillos -pidió Pemberton.

Sólo tenía uno, el del suéter, y en él no había nada a excepción de la llave que abría la puerta de la cocina de Buckshaw. Papá siempre había insistido en que la lleváramos encima a todas horas en el caso hipotético de que se produjera alguna emergencia y, dado que a veces realizaba inspecciones por sorpresa, yo jamás salía de casa sin la llave. Cuando volví del revés el bolsillo, la llave cayó sobre el suelo de madera, donde rebotó y resbaló. Un instante más tarde se oyó un débil cling al aterrizar la llave sobre el suelo de hormigón.

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