Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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No podía interrogar a papá sobre su silencio en aquel momento de su infancia. Y aunque me atreviera, que no me atrevía, papá estaba recluido en un calabozo y era más que probable que se quedara allí. Tampoco podía interrogar a la señorita Mountjoy, que me había dado con la puerta en las narices porque para ella yo no era más que la cálida sangre de un asesino a sangre fría. Dicho de otra manera, que estaba sola.

Durante todo el día, algo había estado sonando en algún rincón de mi mente, como si de un gramófono en una habitación lejana se tratara. Si consiguiera sintonizar bien la melodía… La extraña sensación se había iniciado justo cuando hojeaba la pila de periódicos en el cobertizo del foso, detrás de la biblioteca. Era algo que había dicho alguien, pero… ¿qué?

A veces, intentar atrapar un pensamiento fugaz es como intentar atrapar un pájaro dentro de casa. Uno lo acecha, se acerca de puntillas, intenta agarrarlo… y el pájaro se marcha, siempre cuando uno casi lo roza con los dedos, y sus alas…

¡Sí! ¡Sus alas!

«Parecía un ángel que estuviera descendiendo», había dicho uno de los muchachos de Greyminster. Toby Lonsdale, sí, ése era su nombre. ¡Un comentario bastante extraño acerca de un profesor que se precipitaba al vacío! Además, papá había comparado al señor Twining, justo antes de que saltara, con un santo con aureola como los de los manuscritos ilustrados.

El problema era que no había buscado lo suficiente en los archivos. En el Hinley Chronicle se decía claramente que las investigaciones policiales sobre la muerte del señor Twining, y el robo del sello del doctor Kissing, proseguían. ¿Y la nota necrológica? Habría aparecido más tarde, desde luego, pero… ¿qué decía?

En menos de lo que un cordero muerto da los últimos coletazos, estaba ya sobre el sillín de Gladys, pedaleando frenéticamente hacia Bishop's Lacey y Cow Lane.

No vi el cartel de «Cerrado» hasta hallarme a un par de metros de la entrada de la biblioteca. «¡Claro! Flavia, a veces parece que tengas tapioca en lugar de cerebro, en eso Feely no se equivocaba.» Era martes, así que la biblioteca no volvería a abrir hasta el jueves a las diez de la mañana.

Mientras empujaba despacio a Gladys en dirección al río y el cobertizo del foso, pensé en las ñoñas historias que contaban en La hora de los ni ñ os: esos instructivos cuentos morales como el de la pequeña locomotora («Creo que puedo…, creo que puedo…»), capaz de arrastrar un tren de mercancías al otro lado de una montaña sólo porque creía que podía, creía que podía. Y porque jamás se rindió. No rendirse jamás era la llave del éxito.

¿La llave? Le había devuelto la llave del cobertizo del foso a la señorita Mountjoy, de eso me acordaba perfectamente. Pero… ¿y si por casualidad existía un duplicado? Una llave de repuesto escondida bajo el alféizar de alguna ventana para usarse en caso de que alguien muy olvidadizo se fuera de vacaciones a Blackpool con la llave original en el bolsillo… Dado que Bishop's Lacey no destacaba (por lo menos, no hasta hacía unos cuantos días) por ser un caldo de cultivo de la delincuencia, la posibilidad de que hubiera una llave escondida no era desdeñable.

Pasé los dedos sobre el dintel de la puerta, busqué bajo las macetas de geranios que flanqueaban el sendero e incluso levanté un par de piedras de aspecto sospechoso.

Nada.

Hurgué en las grietas del muro de piedra que iba desde el callejón hasta la puerta.

Nada. Nada de nada.

Apoyé ambas manos en el cristal de una ventana para mirar y vi las pilas de periódicos que dormían en sus cunas. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.

Estaba tan furiosa que hasta habría sido capaz de escupir, cosa que hice.

¿Qué habría hecho Marie Anne Paulze Lavoisier?, me pregunté. ¿Se habría quedado allí echando humo y espuma como los diminutos volcanes que resultan de prenderle fuego a una pila de dicromato de amonio? En cierta manera, lo dudaba. Marie Anne dejaría a un lado la química y embestiría la puerta.

Giré sin piedad el pomo y me precipité al interior de la estancia. ¡Algún idiota había estado allí y se había dejado la odiosa puerta abierta! Deseé que nadie me hubiera visto y me alegré de haberlo deseado, porque eso me recordó de inmediato que lo mejor era meter dentro a Gladys, no fuera que pasara por allí algún chismoso y la viera.

Evité los bordes del foso, cubierto de tablones, y lo rodeé con cautela para dirigirme a los estantes de periódicos amarillentos. No me costó mucho localizar los números del Hinley Chronicle que me interesaban. Sí, allí estaba. Tal y como yo imaginaba, la nota necrológica del señor Twining había aparecido el viernes posterior a la publicación de la noticia sobre su muerte:

Twining, Grenville, licenciado en Letras por la Universidad de Oxford, falleció repentinamente el pasado lunes en Greyminster School, cerca de Hinley, a la edad de setenta y dos años: Halla el eterno reposo junto a sus padres, Marius y Dorothea Twining, de Winchester, Hants. Deja una sobrina, Matilda Mountjoy, de Bishop's Lacey. El funeral tuvo lugar en la capilla de Greyminster, donde el reverendo canónigo Blake-Soames, rector de St. Tancred, Bishop's Lacey, y el capellán de Greyminster oficiaron la misa. Fueron numerosos los tributos florales.

Pero… ¿dónde lo habían enterrado? ¿Habían devuelto su cadáver a Winchester para que descansara junto a sus padres? ¿Lo habían enterrado en Greyminster? Por algún motivo, tenía mis dudas. Me parecía mucho más probable que su tumba estuviera en el cementerio de St. Tancred, a poco más de dos minutos a pie de donde me hallaba.

Lo mejor era dejar a Gladys en el cobertizo del foso, pues no tenía mucho sentido llamar innecesariamente la atención. Si caminaba agachada y me mantenía tras el seto que bordeaba el camino de sirga, no me resultaría difícil llegar desde el cobertizo al cementerio sin que me viera nadie.

Cuando abrí la puerta, un perro ladró. La señora Fairweather, presidenta de la sección femenina de la Cofradía del Altar, estaba al final del callejón con su corgi. Cerré despacio la puerta antes de que ella o el perro me vieran. Observé por una esquina de la ventana y vi al perro olisquear el tronco de un roble mientras la señora Fairweather mantenía la mirada perdida en la distancia, fingiendo que no sabía lo que estaba ocurriendo al otro extremo de la correa.

¡Maldición! No me iba a quedar más remedio que esperar hasta que el perro terminara de hacer sus cosas. Eché un vistazo a la habitación. A ambos lados de la puerta habían colocado improvisadas estanterías, de corte tan basto y maderas tan combadas que parecían la obra de un carpintero inepto aunque bienintencionado.

Las estanterías de la derecha almacenaban generaciones enteras de anticuados libros de referencia, como Crockford's Clerical Directory, Hazells' Annual, Whitaker's Almanack, Kelly's Directories o Brassey's Naval Annual. Los libros se amontonaban unos junto a otros en estantes de madera sin pintar, y sus elegantes tapas, que en otros tiempos habían sido rojas, azules o negras, aparecían ahora desteñidas por efecto del tiempo y de la luz diurna que se filtraba en la estancia. Todos olían a ratoncillo.

Las estanterías de la derecha mostraban hileras y más hileras de volúmenes idénticos encuadernados en gris, todos ellos con el mismo título en el lomo de elaboradas letras góticas grabadas en pan de oro: The Greyminsterian. Recordé entonces que aquéllos eran los anuarios del internado de papá. Incluso corrían unos cuantos de ellos por casa. Cogí uno del estante antes de darme cuenta de que era del año 1942. Lo devolví a su sitio y fui pasando el dedo por el lomo del resto de los volúmenes, hacia la izquierda: 1930-1925…

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