Catherine dio media vuelta y desanduvo lo andado por el Embankment. Neumann ya se encontraba allí. Caminaba hacia ella, con las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón y el sombrero de fieltro calado casi hasta los ojos. Tenía buena presencia para agente de campo: menudo de figura, anónimo y, sin embargo, vagamente amenazador. Si se le ponía un traje, también podía asistir a cualquier cóctel en Belgravia. Vestido como iba en aquel momento, podía pasear por los muelles más peligrosos de Londres sin que nadie se aventurara a meterse con él. Catherine se preguntó si Neumann habría estudiado arte dramático, como ella.
– Tienes cara de no estar dispuesta a hacerle ascos a una taza de café -dijo Neumann-. Cerca de aquí hay un bar estupendo, cálido y acogedor
Le ofreció el brazo, Catherine aceptó y caminaron Embankment adelante. Hacía un frío intenso. Ella le entregó la película, que Neumann se echó al bolsillo como el que se guarda la calderilla de un cambio. Vogel le había entrenado bien.
– Sabes dónde has de entregar eso, supongo -dijo Catherine.
– Plaza de Cavendish. Un hombre de la embajada portuguesa llamado Hernandes lo recogerá esta tarde a las tres y lo incluirá en la valija diplomática. Estará en Lisboa esta noche y en Berlín mañana por la mañana.
– Estupendo.
– A propósito, ¿qué es?
– La agenda de Peter Jordan y unas cuantas fotos de su estudio. No gran cosa, pero es un principio.
– Impresionante -comentó Neumann ¿Cómo lo conseguiste?
– Le induje a invitarme a cenar; luego le dejé que me llevara a la cama. Me levanté en mitad de la noche y me colé en su gabinete. La combinación funcionó. También vi lo que guardaba en la caja fuerte.
Neumann meneó la cabeza.
– Infernalmente arriesgado. Si llega a bajar la escalera, te habrías visto en un buen compromiso.
– Ya lo sé. Por eso necesito esto. -Sacó del bolso y le entregó el molde de arcilla con la impronta de las llaves-. Busca a alguien que saque copias y las dejas hoy en mi piso. Mañana, cuando Jordan vaya a trabajar, volveré, entraré en su casa y tiraré fotos de todo lo que haya en el estudio.
Neumann se guardó el bloque de arcilla.
– Muy bien. ¿Algo más?
– Sí, a partir de ahora, se acabaron las conversaciones como esta. Tropezamos uno contra otro, te paso la película, te marchas y se la das al portugués. Si tienes algún mensaje para mí, lo escribes y me lo pasas. ¿Entendido?
– Entendido.
Interrumpieron la marcha.
– Bueno, le espera una jornada de trabajo ajetreada, señor Porter.-Le besó en la mejilla y le dijo al oído-: Me he jugado el cuello para hacerme con esos objetos. No la jodamos ahora.
Dio media vuelta y se alejó Embankment abajo.
El primer problema con el que se enfrentaba Horst Neumann aquella mañana era encontrar a alguien que hiciese copias de las llaves de Peter Jordan. Ningún establecimiento prestigioso del West End haría duplicados de llaves sobre la base de un molde de arcilla. En realidad, lo más probable es que telefonearan de inmediato a la Policía Metropolitana y lo arrestasen. Lo que le hacía falta era trasladarse a un barrio donde pudiera encontrar un cerrajero dispuesto a hacer el trabajo a un precio razonable. Caminó a lo largo del Támesis, cruzó el puente de Battersea y se dirigió al sur de Londres.
A Neumann no le costó mucho tiempo dar con lo que estaba buscando. Una bomba había hecho añicos la luna del escaparate del local. En aquel momento la estaban cubriendo con tableros contrachapados. Neumann entró. No había clientes, sólo, detrás del mostrador, un anciano vestido con camisa azul oscuro y un sucio mandil.
– ¿Hace usted llaves, compañero? -preguntó Neumann. El empleado inclinó la cabeza en dirección a la muela. Neumann se sacó del bolsillo el pedazo de arcilla.
– ¿Puede hacer llaves a partir de moldes como estos? -Sí, pero le, saldrán un poco caras.
– ¿Qué tal le suenan diez chelines?
El hombre sonrió; le faltaban la mitad de los dientes, más o menos.
– Me suenan a música divina. -Tomó el pequeño bloque de arcilla-. Las tendrá mañana a mediodía.
– Las necesito ahora.
El empleado le obsequió con otra muestra de su horrible sonrisa.-Bueno, pues en tal caso le va a costar otros diez chelines. Neumann puso el dinero encima del mostrador.
– Esperaré mientras las prepara, si no le importa.
– Como si estuviera en su casa.
Escampó por la tarde. Neumann se dio unas caminatas tremendas. Y cuando no estaba andando era porque subía o bajaba de un autobús o entraba y salía del metro. Apenas guardaba un recuerdo borroso del Londres de su infancia y la verdad era que disfrutaba enormemente recorriendo la ciudad. Era un alivio verse libre del aburrimiento de Hampton Sands. Allí no podía hacer otra cosa que no fuera correr por la playa, leer y ayudar a Sean en los prados con las ovejas. Al abandonar la ferretería, se guardó en el bolsillo los duplicados de las llaves y cruzó de nuevo el puente de Battersea. Sacó el pedazo de arcilla, lo aplastó con la mano para borrar las improntas y lo arrojó al Támesis. El trozo de barro quebró la superficie con un sordo blup y desapareció bajo las aguas arremolinadas.
Callejeó por Chelsea y Kensington, para adentrarse finalmente por Earl’s Court. Puso las llaves dentro de un sobre y lo echó en el buzón de Catherine. Después almorzó sentado a una mesa junto a la ventana de un abarrotado café. Una mujer que estaba un par de mesas más allá empezó a lanzarle miradas insinuantes, pero Neumann llevaba un periódico a guisa de protección y la esquivó como pudo, limitándose a sonreírle en las casuales ocasiones en que sus ojos coincidían. No dejaba de ser tentador; la mujer era bastante atractiva y podía resultar agradable matar con ella el resto de la tarde y apartarse de la calle durante un rato. Sin embargo, el asunto representaba no poca inseguridad. Pagó la cuenta, dedicó un guiño a la mujer y salió del establecimiento.
Quince minutos después se detuvo en una cabina telefónica, descolgó el auricular y marcó un número urbano. Le respondió un hombre que hablaba con forzado acento inglés. Cortésmente, Neumann preguntó por un tal señor Smythe; el individuo del otro extremo de la línea, en tono protestón y algo más vehemente de la cuenta, dijo que en aquel número no había nadie que se llamase Smythe. Acto seguido colgó violentamente. Neumann sonrió y devolvió el auricular a su horquilla. El diálogo era un vulgar código. El hombre era el correo portugués, Carlos Hernandes. Cuando Neumann llamara y preguntase por alguien cuyo nombre empezaba por S, el correo tenía que ir a la plaza de Cavendish y recoger el material.
Aún le quedaba una hora por matar. Anduvo por Kensington, rodeó Hyde Park y llegó a Marble Arch. La capa de nubarrones se hizo más espesa y empezó a llover…, sólo unas pocas gotas gruesas y frías, para empezar, como preámbulo para anunciar el aguacero que iba a seguir. Se zambulló en una librería abierta en una calleja que desembocaba en la plaza de Portman. Curioseó un poco y rechazó la oferta de ayuda que le brindó una muchacha de cabellara morena que, de pie en lo alto de una escalera, colocaba un montón de libros en el anaquel superior de la estantería. Neumann seleccionó un volumen de T. S. Eliot y una novela reciente de Graham Greene titulada El Ministerio del miedo. Al pasar por caja, la joven dependienta manifestó su entusiasmo por Eliot e invitó a Neumann a tomar café cuando ella saliese a las cuatro. Neumann declinó la invitación, pero dijo que pasaba con frecuencia por la zona y que volvería en algún momento. La chica le sonrió, puso los libros en una bolsa de papel y aseguró que le encantaría que lo hiciese. Neumann salió de la librería acompañado del tintineo de la campanilla sujeta en lo alto de la puerta.
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